El asesino hipocondríaco (7 page)

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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

Con todo, a pesar de la evidencia tan clara y distinta con la que el señor Descartes veía su futuro, no acertaba sin embargo a adivinar lo cerca que iba a estar de no consumarlo. Pocos días después de aquellas revelaciones, el filósofo se encontraba en la ciudad de Hamburgo, donde decidió embarcar a través del río Elba en dirección a Frisia oriental. Tan pronto como llegó a su destino, cambió de opinión, y quiso trasladarse a Frisia occidental, porque allí le era imposible soportar el reuma de sus huesos. Tal era la impaciencia que le embargaba, que esa misma noche alquiló otra embarcación y contrató una pequeña tripulación de marineros para que le condujera hacia el este. El señor Descartes viajaba con la sola compañía de su criado, con quien departía en el exquisito francés de la Touraine, y, mientras conversaba, no pudo evitar también escuchar y no necesitó demasiado tiempo para constatar que se habían metido, por su propio pie, en un cubil de asesinos profesionales, que andaban confabulando e intrigando amparados por la supuesta diferencia del idioma.

Con el tuétano de los huesos congelado por el pánico, René Descartes pudo oír cómo los asesinos lo habían tomado por un rico comerciante, y cómo deliberaban acerca de que era un extranjero de algún lugar lejano, que no conocía a nadie en el país y que nadie se tomaría la molestia de hacer averiguaciones en torno a su persona en el caso de desaparecer, que era endeble y quebradizo, que parecía a punto de morir de un soplido, y que sería muy fácil tarea la de quitarle la vida. Y sin embargo, para sorpresa de aquellos que juzgan por la apariencia, el señor Descartes no se dejó amedrentar. Se puso en pie de un salto sobre su pierna sana, se dirigió a aquellos torpes asesinos profesionales que no habían tenido en cuenta la posibilidad de que su pasajero hablara varios idiomas, y arengándoles en su propia lengua y haciendo un amplio uso de la jerga les amenazó con dejarles en su sitio si se atrevían a proferirles el menor insulto, a él o a su criado, que con paciencia de lacayo callaba, escuchaba y asentía. Apuntándoles con el dedo índice inhiesto y con su mirada turbia y de apariencia pendenciera, dijo también algo a propósito de ensartarlos en la navaja de Ockham que aquellos anticartesianos no entendieron, y, con las mentes confusas ante tanta palabrería y ante el milagro del cambio de registro lingüístico, los acabaron por conducir sanos y salvos hasta su destino.

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N
o hay más de veinte casos registrados en el mundo de personas que padecen el Síndrome del Acento Extranjero. Así de turbadora es mi mala suerte. Desde que aquella tarde de abril de 1987 me asaltara este raro desorden, con origen probablemente en una pequeña lesión neurológica a nivel cortical o subcortical, mis trastornados sistemas motores de la producción del habla me obligaron durante años a pronunciar mi propia lengua materna como lo haría un extranjero cualquiera: cambiando la longitud de las sílabas, adulterando el tono, siendo incapaz de articular ciertos fonemas. Por mucho que me esforzase en controlar mi pronunciación, por mucho que instase a mi boca a hablar tal y como yo le ordenaba, el habla es la conducta motora más compleja del repertorio de movimientos humanos, un verdadero prodigio de coordinación neuromuscular que implica la acción armonizada de un centenar de músculos de grupos distintos, inervados por distintos nervios craneales. Y yo, por más que me resistiese a entenderlo, había sido privado de semejante milagro, en un mundo en el que los oyentes de la misma lengua detectan sin compasión cualquier mínimo desajuste en la melodía habitual comúnmente aceptada.

El infortunio se ha cebado en unos pocos desde el principio de los tiempos, y no se ha dado una época en la historia de la humanidad en la que no haya habido unos cuantos hombres o mujeres, un puñado de infelices repartidos por la superficie del planeta, que no se hayan convertido en sus víctimas hasta extremos incomprensibles para una mente mortal. El 20 de abril de 1940, Silje Nystrøm, una joven noruega al cuidado de su hijo Per, de tres años, fue alcanzada en el cráneo por un fragmento de proyectil durante el bombardeo nazi a la pequeña ciudad de Namsos, en una de las últimas fases de la Operación Weserübung. La señora Nystrøm cayó en coma, y cuando despertó, su noruego comenzó a sonar con un marcado acento alemán de la Baja Sajonia, de la zona montañosa del Harz. A lo largo de los meses siguientes, por mucho que se esforzara, la señora Nystrøm era incapaz de evitar esta alteración de su habla, lo que poco a poco le granjeó el recelo de todos sus convecinos. Dejó de tener dónde comprar el azúcar. Su último pretendiente, que ella esperaba algún día llenara el hueco del desaparecido padre de Per, dejó de regalarle medias de nailon. Cada vez más, la joven noruega sufría las situaciones propias no de una enferma, sino de una hablante extranjera en tiempos de guerra, de una infiltrada alemana, una germanófila, una nazi, el enemigo. Una noche de finales de primavera de ese año, en aquella fría y pequeña ciudad tan dada a los incendios, la casa de madera en la que vivía Silje Nystrøm prendió y ardió hasta los cimientos, con ella y su hijo Per atrapados en su interior, y la puerta principal atrancada con traviesas desde fuera.

Los designios del señor Infortunio son inescrutables, y para mí no parece que tenga reservados planes más alentadores. Yo dejé de preocuparme por la prosodia de mis frases aquella tarde de agosto de 2001 en la que mis áreas temporo-parietales protagonizaron un minúsculo cataclismo, aquella tarde en la que mi Síndrome del Acento Extranjero fue relevado y la Afasia de Wernicke tomó el control de los centros de lenguaje de mi cerebro, y por añadidura comencé a hablar con frases interminables, a incorporar palabras innecesarias, a cambiar unas por otras, a usar neologismos absurdos, hasta no sólo emitir una jerga ininteligible para los demás cuando intento expresarme, sino incluso dejar de entender nada de lo que se me dice mientras duran los accesos. Condenado a sufrir las situaciones propias, no de un enfermo, sino de un hablante extranjero que procede de un país de un solo habitante.

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19.37
DE LA TARDE
. I
NTENTO DE HOMICIDIO SIN ACCIÓN VOLUNTARIA DE DELITO POR ESTADO DE INCONSCIENCIA
.

Estoy agotado, al límite de mis fuerzas. Creo que esta noche voy a morir. Pero he de acabar antes con Eduardo Blaisten, soy un hombre de moral kantiana, y me pagaron por adelantado. No me puedo ir sin antes haber eliminado a mi objetivo, así que he de aprovechar este agotamiento, y los continuos microsueños que me asedian esta tarde, poniendo en peligro mi vida cada pocos minutos. He de aprovechar estos intervalos de sopor involuntario para matarlo en un momento en el que me encuentre sin consciencia. Es un plan desesperado, pero tiene que funcionar. Luego, una vez lo haya logrado cadáver, me iré a casa, concluiré los últimos detalles de mi modesto testamento y, por fin, descansaré en paz.

Estoy esquinado en la barra de un
pub
irlandés del centro de Madrid. El humo se acumula en estratos que se deslizan a la altura de los ojos, y no puedo parar de toser. Me duermo, toso, y la tos me despierta. Estoy agotado porque este mediodía he empleado casi dos horas en terminar de despegar la máscara de poliestireno de mi cara y de mi cabeza, por algo que debí de hacer mal cuando elaboré la mezcla. El señor Blaisten y su amante están al final de la barra, beben dos cervezas tostadas y no paran de reír. No pueden reconocerme porque ya no tengo la máscara de esta mañana, y llevo un mostacho oscuro y lacio como el de los hermanos Goncourt. En el bolsillo interior del abrigo escondo además, junto al borrador de mi testamento, otro pequeño sobre con dos miligramos de tetrodotoxina, que he obtenido de las vísceras de un pez globo, dos veces la cantidad necesaria para acabar con la vida de un hombre. Mi plan consiste en acercarme a Blaisten y a su amante con disimulo, colocar el veneno en la perpendicular de su vaso cuando no lo advierta, y dejarlo caer en su cerveza justo cuando me quede dormido, para poder alegar «estado de inconsciencia» en mi hipotética defensa. En cualquier caso, como hombre precavido vale por dos, he elegido la tetrodotoxina por ser una sustancia neurotóxica, que por su volatilidad no deja rastros que se puedan detectar en una autopsia.

He obtenido el veneno de un pez globo —o
fugu
— comprado en una pescadería japonesa de Lavapiés, a ciento cincuenta euros la pieza. La tetrodotoxina se encuentra sobre todo concentrada en el hígado y en los órganos reproductores del pez. En pequeñas cantidades, esta sustancia es apreciada por sus consumidores como parte de las sensaciones gustativas del
fugu
, una
delicatessen
culinaria que goza de muchos adeptos en el país nipón, donde cada año mueren decenas de personas intoxicadas por su incorrecta preparación en la cocina. Un solo ejemplar de pez globo, en manos de un asesino profesional como yo, contiene en sus vísceras veneno suficiente para matar a treinta personas.

Ahora estoy dos metros más cerca del señor Blaisten y su amante. Me estoy acercando por la barra como quien no quiere la cosa, empujando mi bebida a cada poco. Pero esto me toma mucho tiempo, porque constantemente me asalta un ataque de tos, y he de volver a fijarme el bigote sin que nadie se dé cuenta, y cuando me paro a hacerlo me quedo dormido. Además, en este momento tengo delante de mí a un borracho de nobles dimensiones que parece disponer de sitio propio en la barra, y no muestra inclinación a moverse. Me veo obligado a sortearle, y si pudiera sonreír haría como Blaisten, y al dibujar el amplio semicírculo de su derredor lo haría levantando el vaso en mi mano, sonriendo a diestra y siniestra, como si fuese un asiduo del
pub
y estuviese muy feliz y conociera a todo el mundo.

Estoy muy cerca. Tanto que puedo oír la animada conversación de la pareja, aunque no la entiendo. Me duermo un instante y ya sueño con la tetrodotoxina bloqueando los canales de sodio de las células del señor Blaisten, produciéndole insensibilidad nerviosa y parálisis muscular, ocasionándole la muerte por asfixia en un plazo de entre veinte minutos y ocho horas. Como quien no quiere la cosa me saco el sobre del bolsillo interior del abrigo, comienzo a juguetear con él entre los dedos, y elevo la mano por encima de la altura de los vasos. Eduardo Blaisten ríe a carcajadas. Ella pone cara de que no ha sido para tanto su ocurrencia, y pestañea coqueta, como si entre los cirros de humo del bar hubiese sido capaz de atrapar dos mariposas. Yo coloco el sobre encima de la cerveza tostada de él, y, sin llegar a abrirlo, me duermo. Cuando despierto compruebo que el propio sobre ha caído por completo dentro del vaso de Blaisten, aunque ellos todavía no se han percatado. Intento recuperarlo, y según me acerco me doy cuenta de que habría dado igual que hubiese abierto o no el sobre, porque me he equivocado y lo que ahora está en el vaso es mi testamento. Tenía la mano estirada en un amago de recuperar el papel cuando, al reparar en mi error y ver lo que mis dedos estaban a punto de coger, me ha dado un fuerte ataque de tos, y el agua con gas que estaba bebiendo me ha salido expulsada por los orificios de la nariz, dejándome el bigote postizo empapado, torcido y mustio. En cuanto consigo recuperarme, después del esfuerzo de toser de semejante manera, me duermo. Nada más despertarme, como quien no quiere la cosa, me saco el sobre del bolsillo interior del abrigo, le rompo una esquina, y jugueteando con él lo sitúo encima del vaso de Blaisten, y dejo caer en su interior mis dos miligramos de tetrodotoxina, tres mil veces más letal que el cianuro. Pero se me ha olvidado dormirme. Y Blaisten y su amante me estaban mirando cuando lo he hecho.

En un intento desesperado levanto mi vaso de agua con gas y trato de brindar con el señor Blaisten, pretendiendo hacerlo beber. Mi objetivo agarra su vaso, lo eleva, lo mira con una ceja alzada y la otra fruncida, pero no bebe, porque hay un sobre dentro. Yo sigo adelante con el brindis, y digo:

—¡Chértide chispas, en el gato negro!

Entonces las bocas de Blaisten y su amante se abren de puro asombro, y comprendo de inmediato que me han reconocido.

Soy un enfermo terminal al borde de la muerte, con los pies planos por la distensión de sus ligamentos interóseos, y uno de ellos tan grande y deformado por el Síndrome de Proteus que llega a medir el doble que el otro. Pero aun así, juego con la ventaja del desconcierto que ahora embarga a Blaisten, y cuando éste comienza a correr tras de mí, yo he atravesado ya casi todo el local, apartando a la gente con mi paraguas de punta afilada para que no me pisen ni tropiecen con mi agigantado pie derecho.

Ya fuera del
pub
irlandés, antes de doblar la esquina de la calle, echo la vista atrás y veo a Eduardo Blaisten en la puerta, mirando hacia los lados, marcando un número en su teléfono móvil y hablando con grandes aspavientos.

Estoy agotado, al límite de mis fuerzas. Juro que me iría en este mismo instante a mi casa a descansar en paz de una vez por todas, por los tiempos de los tiempos, me hayan o no pagado por adelantado.

Pero no puedo. Ahora ellos tienen mi testamento.

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R
ené Descartes murió un 11 de febrero de 1650. La reina Cristina de Suecia lo había hecho llamar a su corte de Estocolmo, invitándolo a ponerse a su servicio como su filósofo particular, pues tenía el propósito de quitarse de encima, metódicamente, el estigma de la barbarie. Aunque la labor en un principio se le antojó grata, una vez instalado, al señor Descartes no le sentó tan bien tener que iniciar las lecciones cada día a las cinco de la madrugada, rompiendo con su costumbre de dormir más de diez horas diarias, y de meditar y leer en la cama o junto al calor de la estufa. El frío extremo de la región ártica, que congelaba hasta el pensamiento de los hombres, bien pudo haber acabado con la vida del frágil y enclenque filósofo francés tan sólo cuatro meses después de su llegada. Allí, en tierras escandinavas, murió René Descartes, entre vómitos y bilis, a la edad de cincuenta y tres años. El médico de la corte, el doctor Van Wullen, dijo que de neumonía.

No obstante, en el año 1980, cuando nadie lo esperaba, el historiador y médico alemán Eike Pies encontró una carta secreta del doctor Joan van Wullen, que atendió personalmente al señor Descartes durante los diez días de su agonía, entre la correspondencia de uno de sus antepasados. Los síntomas que describía el doctor del siglo
XVII
en la carta no le parecieron, al médico del siglo
XX
, los propios de una inflamación pulmonar. Según relataba el texto, el primer y segundo día el filósofo sufrió un sueño profundo. Los dos días siguientes, una gran agitación y un continuo estado de vigilia, durante los que no comió, ni bebió, ni aceptó medicamentos. El quinto y sexto días tuvo fiebre y mareos, hipo y vómito negro. Después les siguieron la diarrea, las lesiones cutáneas y la enteritis; su respiración se volvió inestable, su turbia mirada terminó por extraviarse. El noveno día Van Wullen lo dio por perdido, y lo abandonó en sus aposentos, por miedo a que aquello, lo que fuera que fuese, pudiera contagiarse. El filósofo francés enfrentaría entonces su agonía con entereza y en soledad, aunque no podamos tener constancia de ello, para el décimo día conocer por fin el descarnado rostro de la muerte. Trescientos treinta años más tarde, a raíz de la carta, el doctor Pies, junto a un equipo de expertos patólogos, llega a la insólita conclusión de que René Descartes, un extraño, un extranjero, un católico entre protestantes que se había convertido en poco tiempo en el favorito de la reina, murió en realidad por envenenamiento con arsénico. Y Cristina de Suecia, acaso para seguir procurando la buena reputación de su corte de bárbaros, ordenó a su médico que ocultara la verdad.

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