El asno de oro (11 page)

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Authors: Apuleyo

—Tú, pues, está segura de la vida y honra, da un poco de paciencia por nuestra ganancia, que la necesidad y pobreza nos hace seguir este trato; tu padre y madre, aunque sean avaros, pero de tanta abundancia de riquezas como tienen, sin dilación aparejarán de redimir a su hija.

Con estas burlas y otras parlas que le decían, no se le quitaba su dolor, antes, metida la cabeza entre las piernas, lloraba sin remedio. Los ladrones llamaron allá dentro la vieja y mandáronle que se sentase cerca de ella y la consolase con las más dulces y blandas palabras que pudiese; en tanto, ellos se partieron a hacer su oficio. Con todo lo que la vieja le pudo predicar y decir, nunca pudo acabar con la doncella que dejase de llo rar como lo había comenzado. Antes, más reciamente daba gritos, sollozos y grandes suspiros que le arrancaban las entrañas y a mí me hacían llorar. Decía de esta manera:

—¡Ay, mezquina de mí! ¿Cómo podré yo vivir y dejar de llorar viéndome privada de mi casa y de mi familia, de mis amados criados, desconsolada de tan honrados padres y madre como tengo? ¿Verme ahora que soy cautiva y sin ventura hecha esclava, encerrada en esta cárcel de piedra para servir y ser apartada de tantas riquezas y deleites en que fui criada? ¿Verme asimismo en esta carnicería sin esperanza de mi vida, entre tantos y tales ladrones, compañía de mala y abominable gente?

Llorando de esta manera, con el dolor del corazón y pena de las quijadas y cansancio del cuerpo fatigada, cerráronse los ojos y comenzó a dormir.

Ya que había dormido un poco, aunque no mucho, despertó con un sobresalto, como mujer sin seso, y comenzó de nuevo a afligirse, llorando y dándose de puñadas en los pechos y bofetadas en aquel hermoso rostro. La vieja preguntábale con mucha instancia la causa por que de nuevo tornaba a llorar. La doncella, suspirando con gran pena, dijo:

—¡Ay, ay, triste de mí! Ahora soy cierta y muy certificada que soy muerta; ahora he perdido toda la esperanza de mi salud: cierto, o me tengo de ahorcar, o matar con un puñal, o despeñarme de alguna altura.

Entonces la vieja, con alguna ira, mostrando la cara enojada, mandole que le dijese que por qué en mal hora lloraba, qué quería decir que después de haber reposado tornase con mayor ímpetu a refrescar los llantos y lloros ya pasados, diciendo:

—No te maravilles, pues que quieres defraudar a mis hijos con la ganancia de tu rescate, que si porfías en ello, yo haré que, no curando de tus lágrimas, las cuales ellos suelen tener en poco, que viva seas quemada.

Espantada con estas palabras, la doncella, besando la mano a la vieja, dijo:

—Perdóname, señora madre, y por tu humanidad socorre y duélete de mi desdicha grande: que no puedo yo creer que en tan honrada vejez y largos años se haya perdido del todo la compasión y misericordia; espera ahora y oirás la causa de mi triste pena. Pocos días ha que yo fui desposada con un mancebo muy hermoso, rico y principal entre los suyos, al cual todos los de la ciudad deseaban por hijo; era primo mío y tres años mayor que yo; habíamonos criado ambos juntamente, desde niños, en una casa y en una mesa y en una cama; el cual me tenía tanto amor, y yo a él, como si fuéramos hermanos; así que, estando para velarnos, de todo consentimiento de nuestros padres, habiéndose llamado mi marido en la carta de arras y dote que me había hecho y yendo acompañado de mis hermanos y parientes, sacrificando sacrificios en los templos y casas públicas; estando la casa adornada de laureles y relumbrando con hachas ardiendo y cantando cantares de bodas; teniendo la desventurada de mi madre en su falda ataviándome para semejante fiesta, besándome suavemente y rogando a Dios que me diese hijos, he aquí do entra súbitamente una batalla de rufianes, con gran ímpetu, las espadas desnudas y relumbrando, los cuales no curaron de robar cosa alguna ni matar a nadie, sino todos juntos, hechos una cuña, se lanzaron en la cámara donde estábamos, y sin que ninguno de los familiares de casa los resistiese ni osase tantico contradecirles, arrebataron a mí, mezquina, que del miedo y pavor que hube estaba amortecida en las faldas de mi madre. En esta manera se estorbaron mis bodas, como las de Atides y Protesilao. Pero ahora, señora madre, otra cosa muy más cruel se me ha refrescado, que crece más mi desventura y desdicha, y es que soñaba que por fuerza y contra mi voluntad me sacaban de mi casa, de dentro de mi cámara y de mi cama, y que iba por unos desiertos y soledades, fuera de camino, llamando al desdichado de mi esposo. El cual, como estaba ataviado y vestido con ropas de bodas, iba tras de mí, que me habían apartado de sus brazos, y yo iba huyendo en pies ajenos, y como él iba dando voces, quejándose que le habían robado a su hermosa mujer, pedía socorro a todos. En esto, uno de los ladrones que me llevaban, enojado de sus voces e importuno seguimiento, arrebató una piedra delante de los pies e hirió al mezquino mancebo de mi esposo, de que luego murió, y con este sueño tan horrible y mortal, espantada, desperté medrosa y despavorida.

Entonces la vieja, suspirando a sus lloros y penas, dijo:

—Hija, esfuérzate y ten buen corazón, y por Dios no te espantes con vanas ficciones de sueños, porque además de tener por cierto que los sueños de día son falsos, aun las visiones o sueños de la noche traen los fines y salidas contrarios, porque llorar o ser herido o muerto traen el fin próspero y de mucha ganancia, y, por el contrario, reír o comer cosas dulces y sabrosas, o hallarse en placeres con quien bien quiere, significa gran tristeza del corazón o enfermedad del cuerpo u otros daños y fatigas.

Pero yo te quiero consolar y decirte una novela muy linda, con que olvides esta pena y trabajo.

La cual luego comenzó en esta manera:

Capítulo V

En el cual la vieja madre de los ladrones, conmovida de piedad de las lágrimas de la doncella que estaba en la cueva presa, le contó una fábula por ocuparla que no llorase.

—Érase en una ciudad un rey y una reina, y tenían tres hijas muy hermosas: de las cuales, dos de las mayores, como quiera que eran hermosas y bien dispuestas, podían ser alabadas por loores de hombres; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poder exprimir ni suficientemente alabar su belleza. Muchos de otros reinos y ciudades, a los cuales la fama de su hermosura ayuntaba, espantados con admiración de su tan grande hermosura, donde otra doncella no podía llegar, poniendo sus manos a la boca y los dedos extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la honraban y adoraban. Y ya la fama corría por todas las ciudades y regiones cercanas, que ésta era la diosa Venus, la cual nació en el profundo piélago de la mar y el rocío de sus ondas la crió. Y decían asimismo que otra diosa Venus, por influición de las estrellas del cielo, había nacido otra vez, no en la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor de virginidad. De esta manera su opinión procedía de cada día, que ya la fama de ésta era derramada por todas las islas de alrededor en muchas provincias de la tierra: muchos de los mortales venían de luengos caminos, así por la mar como por tierra, a ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo; ya nadie quería navegar a ver la diosa Venus, que estaba en la ciudad de Paphos, ni tampoco a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde le solían sacrificar; sus templos eran ya destruidos, sus sacrificios olvidados, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas estaban sin honra ninguna, sus aras y sus altares sucios y cubiertos de ceniza fría. A esta doncella suplicaban todos, y debajo de rostro humano adoraban la majestad de tan gran diosa, y cuando de mañana se levantaba, todos le sacrificaban con sacrificios y manjares, como le sacrificaban a la diosa Venus. Pues cuando iba por la calle o pasaba alguna plaza, todo el pueblo con flores y guirnaldas de rosas le suplicaban y honraban. Esta grande traslación de honras celestiales a una moza mortal encendió muy reciamente de ira a la verdadera diosa Venus, y con mucho enojo, meciendo la cabeza y riñendo entre sí, dijo de esta manera:

«Veis aquí yo, que soy la primera madre de la natura de todas las cosas; yo, que soy principio y nacimiento de todos los elementos; yo, que soy Venus, criadora de todas las cosas que hay en el mundo, ¿soy tratada en tal manera que en la honra de mi majestad haya de tener parte y ser mi aparcera una moza mortal, y que mi nombre, formado y puesto en el cielo, se haya de profanar en suciedades terrenales? ¿Tengo yo de sufrir que tengan en cada parte duda si tengo yo de ser adorada o esta doncella y que haya de tener comunidad conmigo, y que una moza, que ha de morir, tenga mi gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas: cuyo juicio y justicia aprobó aquel gran Júpiter; pero ésta, quienquiera que es, que ha robado y usurpado mi honra, no habrá placer de ello: yo le haré que se arrepienta de esto y de su ilícita hermosura.»

Y luego llamó a Cupido, aquel su hijo con alas, que es asaz temerario y osado; el cual, con sus malas costumbres, menospreciada la autoridad pública, armado con saetas y llamas de amor, discurriendo de noche por las casas ajenas, corrompe los casamientos de todos y sin pena ninguna comete tantas maldades que cosa buena no hace. A éste, como quiera que de su propia natura él sea desvergonzado, pedigüeño y destruidor, pero de más de esto ella le encendió más con sus palabras y llevolo a aquella ciudad donde estaba esta doncella, que se llamaba Psiche, y mostrósela, diciéndole con mucho enojo, gimiendo y casi llorando, toda aquella historia de la semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole en esta manera:

«¡Oh hijo!, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre, y por las dulces llagas de tus saetas, y por los sabrosos juegos de tus amores, que tú des cumplida venganza a tu madre: véngala contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer, y sobre todas las otras cosas has de hacer una, la cual es que esta doncella sea enamorada, de muy ardiente amor, de hombre de poco y bajo estado, al cual la Fortuna no dio dignidad de estado, ni patrimonio, ni salud. Y sea tan bajo que en todo el mundo no halle otro semejante a su miseria.»

Después que Venus hubo hablado esto, besó y abrazó a su hijo y fuese a la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus pies hermosos holló el rocío de las ondas de aquel río, y luego se fue a la mar, adonde todas las ninfas de la mar le vinieron a servir y hacer lo que ella quería, como si otro día antes se lo hubiese mandado. Allí vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Portuno, con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer Salacia, y Palemón, que es guiador del Delfín. Después, las compañías de los Tritones, saltando por la mar: unos tocan trompetas y otros trazan un palio de seda por que el Sol, su enemigo, no le tocase; otro pone el espejo delante de los ojos de la señora, de esta manera nadando con sus carros por la mar; todo este ejército acompañó a Venus hasta el mar océano.

Entre tanto, la doncella Psiches, con su hermosura, sola para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y todos la alababan; pero ninguno que fuese rey ni de sangre real, ni aun siquiera del pueblo, la llegó a pedir, diciendo que se quería casar con ella. Maravillábanse de ver su divina hermosura, pero maravillábanse como quien ve una estatua pulidamente fabricada. Las hermanas mayores, porque eran templadamente hermosas, no eran tanto divulgadas por los pueblos y habían sido desposadas con dos reyes, que las pidieron en casamiento, con los cuales ya estaban casadas y con buena ventura apartadas en su casa; mas esta doncella Psiches estaba en casa del padre, llorando su soledad, y, siendo virgen, era viuda; por la cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón; aborrecía en sí su hermosura, como quiera que a todas las gentes pareciese bien. El mezquino padre de esta desventurada hija, sospechando que alguna ira y odio de los dioses celestiales hubiese contra ella, acordó de consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Milesia, y con sus sacrificios y ofrendas, suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la triste de su hija. Apolo, como quiera que era griego y de nación jonia, por razón del que había fundado aquella ciudad de Milesia, sin embargo respondió en latín estas palabras: «Pondrás esta moza adornada de todo aparato de llanto y luto, como para enterrarla, en una piedra de una alta montaña y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal; mas espéralo fiero y cruel, y venenoso como serpiente: el cual, volando con sus alas, fatiga todas las cosas sobre los cielos, y con sus saetas y llamas doma y enflaquece todas las cosas; al cual, el mismo dios Júpiter teme, y todos los otros dioses se espantan, los ríos y lagos del infierno le temen.»

El rey, que siempre fue próspero y favorecido, como oyó este vaticinio y respuesta de su pregunta, triste y de la mala gana tornose para atrás a su casa. El cual dijo y manifestó a su mujer el mandamiento que el dios Apolo había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y plañeron algunos días. En esto ya se llegaba el tiempo que había de poner en efecto lo que Apolo mandaba: de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella había menester para sus mortales bodas; encendieron la lumbre de las hachas negras con hollín y ceniza, y los instrumentos músicos de las bodas se mudaron en lloro y amargura; los cantares alegres en luto y lloro, y la doncella que se había de casar se limpia las lágrimas con el velo de alegría. De manera que el triste hado de esta casa hacía llorar a toda la ciudad, la cual, como se suele hacer en lloro público, mandó alzar todos los oficios y que no hubiese juicio ni juzgado. El padre, por la necesidad que tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba de llevar la mezquina de Psiches a la pena que le estaba profetizada: así que, acabada la solemnidad de aquel triste y amargo casamiento, con grandes lloros vino todo el pueblo a acompañar a esta desdichada, que parecía que la llevaban viva a enterrar y que éstas no eran sus bodas, más sus exequias. Los tristes del padre y de la madre, conmovidos de tanto mal, procuraban cuanto podían de alargar el negocio. Y la hija comenzoles a decir y a amonestar de esta manera:

«¿Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar?

¿Por qué fatigáis vuestro espíritu, que más es mío que vuestro, con tantos aullidos? ¿Por qué arrancáis vuestras honradas canas? ¿Por qué ensuciáis esas caras que yo tengo de honrar, con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por qué rompéis en vuestros ojos los míos? ¿Por qué apuñáis a vuestros santos pechos? Éste será el premio y galardón claro y egregio de mi hermosura.

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