El asno de oro (7 page)

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Authors: Apuleyo

De esta manera hablando, aquel recio acusador, en fin, acabó su cruel razón; y luego el pregonero me dijo que si quería responder a alguna cosa a lo que aquel decía, que comenzase. Pero yo, en todo aquel tiempo, ninguna otra cosa podía hacer sino llorar, y no tanto por oír aquella cruel acusación, cuanto por saber y ser cierto que estaba culpado de aquel delito. Con todo eso, Dios me dio un poco de osadía, con que respondí de esta manera:

—No ignoro yo, señores, cuán recia y ardua cosa sea, estando muertos tres ciudadanos, que aquel que es acusado de su muerte, aunque diga verdad y espontáneamente y de su voluntad confiese el hecho, persuada a tanta muchedumbre de pueblo ser inocente y estar sin culpa; mas si vuestra humanidad me quiere dar una poca de audiencia pública, fácilmente os mostraré este peligro de mi cabeza en que ahora estoy, no por mi culpa y merecimiento, sino por caso fortuito y con mucha razón que tuve, lo padezco y sostengo. Porque viniendo de cenar anoche un poco tarde, y habiendo bebido muy bien, lo cual, como crimen verdadero, no dejaré de confesar, llegando ante las puertas de mi posada, que es en casa de Milón, vuestro ciudadano honrado, veo unos cruelísimos ladrones que intentaban entrar en casa y procuraban con toda diligencia de quebrar las puertas y arrancarlas de los quicios, rompiendo las cerraduras con que estaban cerradas, deliberando y determinando ya consigo cómo ellos habían de matar a los que dentro moraban; de los cuales ladrones el más principal, así en cuerpo como en fuerzas, incitaba a los otros con estas y otras palabras:

«Ea, mancebos, con esfuerzos de muy valientes hombres y alegres corazones, asaltemos a estos que duermen; apartad de vosotros toda pereza y tardanza; con las espadas en las manos andemos matando por toda la casa; el que halláremos durmiendo, muera luego; el que se defendiere, herirle reciamente, y así nos iremos en salvo si ninguno dejáremos vivo en casa.» Yo, señores, confieso que, pensando hacer oficio de buen ciudadano, y también temiendo no hiciesen mal a mis huéspedes y a mí, con mi espada, que para semejantes peligros traía conmigo, salté sobre ellos por espantarlos y hacerlos huir. Ellos, como hombres bárbaros y crueles, no quisieron huir, antes, aunque me vieron con la espada en la mano, pusiéronse con grande audacia en gran resistencia, hasta que la batalla se partió en dos partes, y el capitán o alférez de ellos, con mucha valentía, arremetió conmigo; con ambas manos trabome de los cabellos, y volviéndome la cabeza atrás, quería darme con una piedra; y en tanto que gritaba pidiendo a otro que le diese la piedra, dile una estocada, que luego cayó muerto; a otro que me mordía de los pies, le di por las espaldas; al tercero que con discreción vino contra mí, por los pechos, y así los despaché a todos tres. En esta manera, hecha y sosegada la paz, la casa de mi huésped y salud de todos defendida y amparada, no pensaba yo que me habían de dar pena, sino que era digno que públicamente fuese alabado: porque hasta hoy no se hallará que, en cosa alguna, yo haya hecho ni cometido crimen ni nunca de ello fui acusado; antes, siempre fui mirado y tenido en honra, y en mi tierra entre los míos siempre mi limpieza e inocencia antepuso a todo otro provecho y utilidad; ni puedo hallar qué razón haya para acusarme de tan justa venganza como fue la que hice contra unos ladrones tan malignos; mayormente, que nadie podrá mostrar que entre nosotros hubiese precedido enemistad antes de ahora, ni que yo los conociese ni hubiese visto en toda mi vida; cuanto más, que no se podría mostrar alguna cosa para robarles, por codicia de la cual se crea haber cometido tan gran crimen.

Habiendo hablado de esta manera, los ojos llenos de lágrimas, las manos alzadas, rogando, ora a éstos, ora a aquéllos, suplicaba por pública misericordia y por la caridad y amor de sus hijos. Y como yo creyese que ya todos, por su humanidad estaban conmovidos, habiendo mancilla de mis lágrimas, comencé a protestar y traer por testigos a los ojos del Sol y de la justicia, a quien nada se puede esconder, y encomendando mi caso presente a la providencia de los dioses, alcé un poco la cabeza y veo a todo el pueblo que quería reventar de risa, y no menos a mi buen huésped y padre Milón, que se deshacía riendo. Entonces, cuando yo esto vi, comencé a decir entre mí:

—¡Mirad qué fe, mirad qué conciencia! Yo, por la salud de mi huésped, soy homicida y me acusan por matador; y él, no contento que aun siquiera por consolarme no está cerca de mí, antes está riendo de mi suerte.

Capítulo II

Cómo estando Apuleyo aparejado para recibir sentencia, vino al teatro una mujer vieja llorando, la cual, con grande instancia, acusa de nuevo a Lucio, diciendo haber muerto a sus tres hijos; y cómo, alzando la sábana con que estaban cubiertos los cuerpos, pareció ser odres llenos de viento, lo cual movió a todos a gran risa y placer.

Estando en esto viene una mujer por medio del teatro, llorando con muchas lágrimas, cubierta de luto y con un niño en los brazos; tras de ella venía una vieja vestida de jerga y llorando como la otra, y ambas venían sacudiendo unos ramos de oliva. Las cuales, puestas en torno del lecho donde los muertos estaban cubiertos con una sábana, alzados grandes gritos y voces, y llorando reciamente, decían:

—¡Oh señores! Por la misericordia que debéis a todos y también por el bien común de vuestra humanidad, habed merced y piedad de estos mancebos muertos sin ninguna razón, y también de nuestra viudez y soledad; y por nuestra consolación dadnos venganza socorriendo con justicia las desventuras de este niño huérfano antes de tiempo; sacrificad a la paz y sosiego de la república con la sangre de este ladrón, según vuestras leyes y derechos.

Después de esto, levantose uno de los jueces, el más antiguo, y comenzó a hablar al pueblo en esta manera:

—Sobre este crimen y delito, que de veras se debe punir y vengar, el mismo que lo cometió no lo puede negar; pero una sola causa y solicitud nos resta: que sepamos quiénes fueron los compañeros de tan gran hazaña, porque no es cosa verosímil que un hombre solo matase a tres tan valientes mancebos. Por ende, me parece que la verdad se debe saber por cuestión de tormento; porque quien le acompañaba huyó, y la cosa es venida a tal estado, que por tortura manifieste y declare los que fueron con él a hacer este crimen, porque de raíz se quite el miedo de facción tan cruel.

No tardó mucho que, a la manera de Grecia, luego trajeron allí un carro de fuego y todos otros géneros de tormentos. Acrecentóseme con esto y más que doblóseme la tristeza, porque al menos no me dejaban morir entero, sino despedazarme con tormentos; pero aquella vieja, que con sus plantos y lloros turbaba todo, dijo:

—Señores: antes que me pongáis en la horca a este ladrón, matador de mis tristes hijos, permitidme que sean descubiertos sus cuerpos muertos, que aquí están; porque contemplada y vista su edad y disposición, más justamente os indignéis a vengar este delito.

A esto que la vieja dijo concedieron. Y luego uno de los jueces me mandó que con mi mano descubriese los muertos que estaban en el lecho.

Yo, excusándome que no lo quería hacer, porque parecía que con la nueva demostración instauraba y renovaba el delito pasado, los porteros me compelieron que por fuerza y contra mi voluntad lo hubiese de hacer, y tomáronme la mano poniéndola sobre los muertos, para su muerte y destrucción; finalmente, que yo, constreñido de necesidad, obedecía a su mandato, y aunque contra mi voluntad, arrebatada la sábana, descubrí los cuerpos. ¡Oh buenos dioses! ¡Oh qué cosas vi! ¡Oh qué monstruo y cosa nueva! ¡Qué repentina mudanza de mi fortuna! Como quiera que ya estaba destinado y contado en poder de Proserpina, y entre la familia del infierno, súbitamente, atónito y espantado de ver lo contrario que pensaba, estuve fijos los ojos en tierra, que no puedo explicar con idóneas palabras la razón de aquella nueva imagen que vi. Porque los cuerpos de aquellos tres hombres muertos eran tres odres hinchados, con diversas cuchilladas. Y recordándome de la cuestión de antenoche, estaban abiertos y heridos por los lugares que yo había dado a los ladrones. Entonces de industria de algunos detuvieron un poco la risa, y luego comenzó el pueblo a reír tanto, que unos, con la gran alegría, daban voces; otros se ponían las manos en las barrigas, que les dolían de risa, y todos, llenos de placer y alegría, mirándome, hacia atrás se partieron del teatro. Yo luego que tomé aquella sábana y vi los adres, me helé y torné como una piedra, ni más ni menos que una de las otras estatuas o columnas que estaban en el teatro; y no torné en mí hasta que mi huésped Milón llegó y me echó la mano para llevarme, y renovadas otra vez las lágrimas y sollozando muchas veces, aunque no quise, mansamente me llevó consigo; y por las callejas más solas y sin gente, por unos rodeos, me llevó hasta su casa, consolándome con muchas palabras, que aún el miedo y la tristeza no me había salido del cuerpo. Con todo esto, nunca pudo amansar la indignación de mi injuria, que muy arraigada estaba en mi corazón. En esto estando, he aquí que vienen luego los senadores y jueces con sus maceros delante, y entrados en nuestra casa, con estas palabras me comienzan a halagar:

—No ignoramos tu dignidad y el noble linaje de donde vienes, señor Lucio, porque la nobleza de tu famosa e ínclita generación tiene comprendida y abrazada toda esta provincia. Y esto porque tú ahora tan reciamente te quejas no lo recibiste por hacerte injuria; por esto, aparta de tu corazón toda tristeza y fatiga, porque estos juegos, que pública y solemnemente celebramos en cada año al gratísimo dios de la risa, florecen siempre con invención de alguna novedad; y este dios acompaña y tiene por encomendado con mucho amor al inventor de tales placeres, y nunca consentirá que tengas pena ni enojo en tu ánimo, antes, con su apacible hermosura, alegrará siempre tu cara. Además de esto, toda esta ciudad te ofrece señalados honores, porque ya te ha asentado en sus libros por su patrón y ha deliberado de hacer tu imagen de bronce, que esté aquí perpetuamente por esta gracia que les has hecho.

A esto que me decían yo respondí en esta manera:

—A ti, ciudad única y más noble de Tesalia tengo en singular gracia tal y tan grande cuanto merece los beneficios que de tu propia voluntad me has ofrecido, pero imágenes y estatuas déjolas a los más honrados y mayores que soy yo.

De esta manera, habiendo hablado con alguna vergüenza, mostrando un poco la cara alegre, sonriéndome y fingiéndome alegre, cuanto más podía, les hablé y se partieron de mí.

Capítulo III

Cómo acabada la fiesta del dios de la risa, Birrena envió a Lucio a que fuese a cenar, y por estar afrentado no lo aceptó, y cómo después de haber cenado con Milón, su huésped, se fue a dormir, donde, venida su Fotis, le descubrió cómo su ama Panfilia era grande hechicera, y por su ocasión había sido afrentado en la fiesta de la risa. Y cómo Lucio le importunó que se la quisiese mostrar, cuando obrase los hechizos que la deseaba mucho ver.

En esto, he aquí un criado de Birrena que entró de prisa y díjome:

—Ruégate tu madre, Birrena, que vayas a comer con ella, como anoche le prometiste, que es ya hora.

Yo, como estaba amedrentado y tenía aborrecida también su casa como las otras, dije:

—¡Oh señora madre!, cuánto querría obedecer tus mandamientos, si guardando mi fe lo pudiese hacer, porque mi huésped Milón me tomó juramento por la fiesta presente de este dios de la risa que comiese hoy con él, y así estoy comprometido, que no me conviene hacer otra cosa, ni él se apartará de esto, ni consentirá que yo me aparte de él; por ende, dejemos para adelante la promesa del convite.

Estando yo hablando en esto, vino Milón y tomome por la mano para que nos fuésemos a bañar a unos baños que allí estaban cerca. Yo iba por la calle, escondiéndome de los ojos de quien encontrábamos, huyendo de la risa que yo mismo había fabricado, metido y encubierto a su lado; así que ni cómo me lavé ni me limpié, ni cómo torné a casa, con la gran vergüenza no me recuerdo, pero notado y señalado con los ojos, gestos y manos de todos, que casi sin alma estaba pasmado. Finalmente, que habiendo comido la pobre cenilla de Milón y tocado un paño de cabeza, por el gran dolor que en ella tenía, a causa de las muchas lágrimas que me habían salido, tomada fácilmente licencia me entré a dormir; y echado en mi cama, con mucha tristeza, recordábame de todas las cosas, cómo habían pasado, hasta tanto vino mi Fotis, que ya su señora era ida a dormir; la cual vino muy desemejada de como ella era: la cara no alegre, ni con habla graciosa, mas con mucha tristeza y severidad, arrugada la frente y temerosa, que no osaba hablar. Después que comenzó a hablar, dijo:

—Yo misma, de mi propia gana, confieso, yo misma digo que fui causa de este enojo.

Y diciendo esto, sacó un látigo del seno, el cual me dio y dijo:

—Toma este látigo; ruégote que de esta mujer, quebrantadora de fe, tomes venganza, y aun si te pluguiere, cualquier otro mayor castigo que te pareciere; pero una cosa te ruego, creas y pienses, que no te di ni inventé este enojo, de mi gana, a sabiendas: mejor lo hagan los dioses que por mi causa tú padezcas un tantico de enojo; y si alguna adversidad tú has de haber luego, la pague yo con mi propia sangre. Mas lo que a causa de otro a mí mandaron que hiciese, por mi desdicha y mala suerte se tornó y cayó en tu injuria.

Entonces yo, incitado de una familiar curiosidad, deseando saber la causa encubierta del hecho pasado, comienzo a decir:

—Este látigo, malo y falso, que me diste para que te azotase, antes morirá y lo haré pedazos que tocar con él en tu blanda y hermosa carne. Pero ruégote que con verdad me digas y cuentes en qué manera éste tu yerro se convirtió en mi daño; que por tu vida, que la quiero como la mía, a ninguno podría creer, ni a ti misma, aunque lo digas, que cosa alguna pensases contra mí en daño mío; pero los pensamientos sin malicia, si en contrario cuento sucedieren, no son de culpar ni echarlos a mala parte.

Con el fin de estas razones yo besaba los ojos de mi Fotis, que los tenía húmedos de lágrimas, medio cerrados y marchitos. Ella, con esta alegría recreada, díjome:

— Señor, te ruego que esperes; cerraré la puerta de la cámara por que no haya algún escándalo de las palabras que con nuestro placer hablaremos.

Y diciendo esto, echó la aldaba a la puerta, con su garabatillo bien afirmado, y tornada a mí, abrazándome con ambas manos, díjome con voz muy sutil y queda:

—Gran temor y miedo tengo de descubrir los secretos de esta casa y revelar las cosas ocultas y encubiertas de mi señora; pero confiando en tu discreción, que demás de la nobleza de tu generoso linaje y de tu alto ingenio, lleno y consagrado de religión, soy cierta que conoces la santa fe del silencio, en tal manera, que cualquier cosa que yo sometiere al claustro de tu religioso pecho, te ruego y suplico siempre la tengas y guardes, y lo que simple y arrebatadamente te digo, hazlo de remunerar con la tenacidad de tu silencio: porque la fuerza del amor que, más que ninguna de cuantas viven, te tengo, me compele a descubrirte este secreto. Ya sabes todo el estado de nuestra casa, y también sabrás los secretos maravillosos de mi señora, por los cuales le obedecen los muertos, las estrellas se turban, los dioses son apremiados, los elementos le sirven, y en cosa alguna tanto esfuerza la violencia de ésta su arte como cuando ve a algún mancebo gentilhombre que le agrada: lo cual suele acontecer a menudo, que aun ahora está muerta de amores por un mancebo hermoso y de buena disposición, contra el cual ejerce y apareja todas sus artes, manos y artillería. Oíle decir ayer, a vísperas, por estos mismos oídos, amenazando al Sol, que si presto no se pusiese y diese lugar a que la noche viniese para ejercer las cautelas de su arte mágica, que lo haría cubrir de una niebla obscura y que perpetuamente estuviese obscurecido. Este mozo que digo, viniendo allá anteayer del baño, vio estar sentado en casa de un barbero, y como vio que lo afeitaban, mandome a mí que secretamente tomase de los cabellos que le habían cortado y estaban en el suelo caídos; los cuales, como yo comencé a coger a hurto, el barbero me vio, y como nosotras somos infamadas de hechicerías, arrebató de mí riñendo y deshonrándome, diciendo:

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