El asno de oro (9 page)

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Authors: Apuleyo

Finalmente, como ya fuese bien claro el día, pasando que pasábamos una aldea bien llena de gente, porque había allí feria aquel día, entre aquellos griegos y gentes que allí andaban quise invocar el nombre de Augusto César en lenguaje griego, que yo sabía bien, por ser mío de nacimiento. Y comencé valiente y muy claro a decir: «ho, ho»; lo otro que restaba del nombre de César nunca lo pude pronunciar. Los ladrones, cuando esto oyeron, enojados de mi áspero y duro canto, sacudiéronme tantos palos, hasta que dejaron el triste de mi cuero tal que aun para hacer cribas no era bueno. Al fin, Dios me deparó remedio no pensado, y fue éste: que como pasábamos por muchos casares y aldehuelas, vi un huerto muy hermoso y deleitable, en el cual, además de otras muchas hierbas, había allí rosas incorruptas y frescas con el rocío de la mañana. Yo, como las vi, con gran deseo y ansia, esperando la salud, alegre y muy gozoso llegueme cerca de ellas; y ya que movía los labios para comerlas, vínome a la memoria otro consejo muy más saludable, creyendo que si dejase así de improviso de ser asno y me tornase hombre, manifiestamente caería en peligro de muerte por las manos de los ladrones. Porque sospecharían que yo era nigromántico o que los había de acusar del robo. Entonces, con necesidad, me aparté de las rosas, y sufriendo mi desdicha presente, en figura de asno roía heno con los otros.

CUARTO LIBRO

Argumento

Apuleyo, tornado asno, cuenta elocuentemente las fatigas y trabajos que padeció en su luenga peregrinación, andando en forma de asno y reteniendo el sentido de hombre: entromete a su tiempo diversos casos de los ladrones.

Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para ciertas fiestas que se habían de hacer, y de industria inserta una fábula de Psiches, la cual está llena de doctrina y deleite.

Capítulo I

En el cual Lucio Apuleyo cuenta por extenso lo que pasaron los ladrones y bestias desde la ciudad de Hipata, por el camino, hasta llegar a la cueva de su aposento, y su propio trabajo y acontecimientos.

Andando nuestro camino, sería casi mediodía, que ya el sol ardía, llegamos a una aldehuela donde hallamos ciertos amigos y familiares de los ladrones; lo cual yo, aunque era asno, conocí, porque en llegando hablaron largamente y se abrazaron y besaron como personas que mucho se conocían, y también porque sacaron algunas cosas de medio de la carga que yo llevaba y se las dieron, diciéndoles secretamente cómo eran cosas robadas. Allí nos descargaron de toda nuestra carga y nos echaron en un prado que estaba allí cerca para que a nuestro buen placer paciésemos; pero la compañía de pacer con el otro asno y con mi caballo no pudo tenerme allí, porque yo no era usado de comer heno; mas como yo estaba perdido de hambre, vi tras de la casa un huertecillo en el cual me lancé. Y como quiera que de coles crudas, pero abundantemente, yo henchí mi barriga. Andando en el huerto, yo miraba a todas partes, rogando a los dioses si por ventura hubiese algún rosal, a lo cual me daba buena confianza la soledad que por allí había; y estando yo fuera de camino y escondido, en tomando el remedio que deseaba de tornarme de asno de cuatro pies en hombre, podríalo hacer sin que nadie me viese. Así que, andando en este pensamiento, vacilando, veo un poco más lejos un valle con árboles y sombra, en el cual valle, entre otras hierbas verdes y hermosas, resplandecían rosas coloradas y muy frescas; ya en mi pensamiento, que del todo no era de bestia, pensaba que aquel lugar fuese de la diosa Venus y de sus ninfas, cuyas flores y rosas relucían entre aquellas arboledas y sombras. Entonces, invocando por mí el alegre y próspero evento, comencé a correr cuanto pude, que por Dios yo no parecía ser asno, sino caballo corredor y muy ligero; pero aquel mi osado y buen esfuerzo no pudo huir de la crueldad de mi fortuna. Ya que llegaba cerca de aquel lugar, veo que no eran aquellas rosas tiernas y amenas, rociadas de rocío y gotas divinas, cuales suelen engendrar las fértiles zarzas y espinas, ni tampoco el valle era todo arboleda, salvo la ribera de un río, que estaba lleno de árboles de una parte y de otra, los cuales tenían la hoja larga, a manera de laureles, y las flores, sin olor, que son unas campanillas un poco coloradas, a que llaman los rústicos o el vulgo rosas de laurel silvestre, cuyo manjar mata a cualquier animal que lo coma. Con tales desdichas, fatigado ya y desesperado de mi remedio, quería de mi voluntad propia comer de la ponzoña de aquellas rosas; pero como con mala gana y alguna tardanza quisiera llegar a morder de aquellas rosas, un mancebo, que me pareció debía de ser el hortelano del huerto donde yo había destruido y comido las coles, como vio haberle hecho tanto daño, arrebató un gran palo, y con mucho enojo fue hacia mí, y diome tantos palos, que casi me pusiera en peligro de muerte si yo discretamente no buscara algún remedio; el cual fue que alcé mis ancas y los pies en alto y sacudile muy bien de coces; de manera que él, bien castigado y caído en ese suelo, yo eché a huir hacia una sierra alta que estaba allí junto; mas luego una mujer que parece debía de ser mujer del hortelano, como lo vio de un altozano, que estaba tendido en tierra y medio muerto, vino corriendo a él, dando gritos, porque habiendo los otros mancilla de ella, diesen a mí mala muerte; los labradores y villanos de alrededor, alborotados con los gritos y lloros de la mujer, comienzan a llamar y acumular los perros contra mí, para que, como rabiosos, me vengan a despedazar. Entonces, como yo me vi sin ninguna duda cerca de la muerte, y los perros que venían contra mí, valientes y muchos, y tan grandes que eran para pelear con osos y leones, del mismo peligro me vino el consejo: dejé de huir a la sierra y torneme para casa corriendo cuanto más podía, y lanceme en el establo de donde había salido.

Ellos, de que vieron pacificados los perros, tomáronme con un cabestro bien recio y atáronme a una argolla, dándome otra vez tantos palos, que cierto me mataran, si no fuera que con el dolor de los palos, como tenía la barriga tersa y llena de coles crudas, vínome flujo y solté un chisquete, que unos, rociados de aquel extremo licor, y otros, del gran hedor que les dio, se apartaron de mis abiertas espaldas. No tardó mucho, que ya pasaba del mediodía que el Sol se inclinaba, cuando los ladrones sacaron a mí y a los otros del establo y cargáronnos de nuestras cargas, aunque la echaron a mí más pesada. Ya que habíamos andado buena parte del camino, yo iba muy desfallecido con el largo camino y cansado con el peso de la gran carga, y fatigado con los golpes de las varadas que me daban, y también iba cojo y titubeando, porque llevaba los pies y manos desportillados.

Llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, pareciome haber hallado, con mi buena dicha, sutil ocasión para lo que pensaba: lo cual era derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy cierto y obstinado de no levantarme para pasar el agua con ningunos palos que me diesen; y aun aparejado no solamente a sufrir palos, pero aunque me diesen con una espada, antes morir que levantarme; porque yo pensaba que ya como cosa débil y casi muerto era merecedor de ser ahorrado; y también creía cierto que los ladrones, así por no sufrir tardanza como por huir con mucha prisa, quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros dos mis compañeros, y por vengarse mejor de mí, que me dejarían allí para que me comiesen los lobos y buitres.

Pero mi desdichada suerte pervertió tan bello consejo, porque el otro asno, adivinado y tomado mi pensamiento, mintiendo que iba cansado, cayó con su carga en tierra. Y caído así de manera de muerto, ni con que le daban de palos, ni con aguijones, ni por alzarle por la cola, ni por las orejas, ni aunque le alzaban las piernas de una parte a otra, nunca probó a levantarse; hasta que, finalmente, los ladrones, fatigados con la postrimera esperanza, habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo a un asno muerto y más en verdad se podría decir de piedra, y no detuviese su huida, quitáronse la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él con sus espadas cortáronle las piernas y apartáronle un poco del camino, y medio vivo lanzáronlo de una altura abajo en un valle muy hondo.

Entonces, yo, pensando entre mí la desdicha del triste de mi compañero, acordé, apartados de mí todos fraudes y engaños, como buen asno provechoso servir a mis señores. Cuanto más que, según lo que yo les oía estar hablando, cerca de allí estaba su casa, donde habíamos de descargar y reposar del fin de nuestro camino, porque allí era su morada. Finalmente, pasada una cuestecilla no muy áspera, llegamos al lugar adonde íbamos. En llegando, luego nos descargaron y metieron con muy mucha diligencia; metieron lo que traíamos dentro de casa; yo, aliviado del peso de la carga, por refrescarme del cansancio del largo camino, en lugar de baño, comencé a revolcarme por el polvo.

Capítulo II

En el cual Lucio Apuleyo describe elegantemente aquella deleitosa montaña donde los ladrones tenían su cueva; donde, llegados, puestas a recaudo las riquezas que llevaban, y refrescados del trabajo, se sentaron a comer, y venida otra compañía de ladrones de la compañía, cuentan cómo perdieron dos capitanes suyos en la ciudad de Beocia.

Paréceme que, en este lugar, el tiempo y la misma cosa demanda que recuente el sitio y forma de aquella estancia y cueva donde los ladrones moraban, porque en ella yo experimentaré mi ingenio y haré que vosotros sintáis si por ventura, en mi descreción y seso, yo era ajeno como parecía.

Era allí una montaña bien alta y muy horrible y umbrosa de muchos árboles silvestres; de esta montaña descendían ciertos cerros llenos de muy ásperos riscos y peñas, que no había persona que pudiese llegar a ellos, los cuales la ceñían; abajo había muchas y hondas lagunas en aquellos valles, llenas de espinas y zarzas que, naturalmente, fortalecían aquel lugar; de encima del monte descendía una fuente de agua muy hermosa y clara, que parecía color de plata, y corría por tantas partes, que henchía los valles que abajo estaban, a manera de un mar o de un gran río o lago que está quedo. Estaba una gran torre a la puerta de la cueva, donde llegaban las puntas de los cerros, con un muro fuerte que era aparejado para encerrar ovejas, altas las paredes de una parte y de otra. Entre ellas iba un pequeño camino hasta la puerta de la cueva. La cual estancia, según que yo bien conocí, no puede ser otra cosa sino cueva de ladrones; cerca de ella ninguna otra habitación había, salvo una chozuela hecha de carrizos, donde los ladrones, por suertes, según que después yo supe, velaban a noches por atalaya. Así, que descargáronnos ante la puerta, y ellos cargados de lo que nosotros traíamos lanzáronse en la cueva, y a nosotros atáronnos con los cabestros, bien recios, a la puerta; luego comenzaron a reñir con una vejezuela corcova de vieja, la cual sólo tenía cargo de la guarda y salud de tantos mancebos, y dícenle:

—¡Oh sepulcro de la muerte, deshonra de la vida, enojo del infierno! ¿Así nos has de burlar estándote sentada, no haciendo nada, que no nos tengas aparejado algún solaz y refección por tantos y tan grandes peligros y trabajos como hemos pasado? Que tú, días y noches, no entiendes en otra cosa que lanzar vino en ese tu vientre sediento, que nunca se harta.

La vieja, con su voz medrosa y temblando, respondió a éste diciendo:

—¡Oh señores, valientes mancebos y mis defensores fidelísimos!, todo está presto y aparejado abundantemente: yo tengo guisado de comer muy sabroso, muy mucho pan y mucho vino puesto en sus copas, y jarros limpios y bien fregados, y también tengo agua cocida, como es costumbre, para que en tumulto y juntos os lavéis.

En acabando la vieja de decir esto, ellos se desnudaron luego, y desnudos y lavados con agua caliente, después de recreados al fuego, untáronse con aceite. Y puestas las mesas con sus manjares, sentáronse a comer.

Luego, en aquel tiempo que se sentaron a la mesa, he aquí que vienen otros mancebos más que los que estaban; los cuales, en viéndolos, quienquiera viera que eran ladrones como los otros. Porque éstos también traían muchos vasos y monedas de oro y plata, vestiduras y ropas de seda y brocado. Así que, por el semejante, lavados y refrescados, sentáronse a comer con sus compañeros, y cada uno de todos ellos, por su suerte, levantábanse a servir a los otros; ellos comían y bebían sin orden los manjares a montones, el pan a canastos, el beber sin cuenta ni razón; burlan unos con otros a voces, cantan con gran ruido, juegan entre sí, motejándose, y todas las otras cosas semejantes al convite de los medios fieros lapitas, tebanos y centauros. Entonces un mancebo de aquéllos, que parecía más valiente que los otros, dijo:

—Nosotros combatimos esforzadamente la casa de Milón de Hipata y demás de la presa y grandes riquezas que por nuestro esfuerzo ganamos; tornamos a nuestra casa todos sin que uno faltase. Y aun, si hace a propósito, digo que venimos con ocho pies más acrecentados. Pero vosotros, que habéis andado por las ciudades de Beocia, ¿dónde perdisteis vuestro muy esforzado capitán Lamaco y habéis disminuido el número de vuestra flaca y débil compañía? Cierto yo quisiera más su salud y remedio que todo cuanto trajisteis en estos líos y fardeles; pero en cualquier manera que su virtud haya perecido, la memoria y fama de tan gran varón podrá ser celebrada entre los reyes ínclitos y grandes capitanes de batallas. Que hablando verdad, vosotros sois ladrones hombres de bien, medrosillos y para hurtos pequeños y de esclavos, andando por los baños y casillas de viejas escudriñando sus rinconcillos.

A esto comenzó a hablar uno de aquellos que estaba al cabo de todos, y dijo:

—¡Como tú solo ignoras que las casas mayores son más fáciles de robar que las otras, porque, como quiera que en las casas grandes hay muchos servidores, cada uno cura más de su salud que de la hacienda de su señor!

Pero los hombres de bien, solitarios y modestos, sus bienes, pocos o muchos, disimuladamente los encubren y reciamente los defienden, y con peligro de su sangre y vida los fortalecen. El mismo negocio que ahora pasó os hará creer lo que digo. Casi como llegamos a Tebas, ciudad de Beocia, que es principal para el trato de esta nuestra arte, andando con diligencia buscando lo que habíamos de robar entre los populares, no se nos pudo esconder Criseros, un cambiador muy rico y señor de gran dinero, el cual, por miedo de los tributos y pechos de la ciudad, con grandes artes disimulaba y encubría gran riqueza. Finalmente, que él, solo y solitario en una pequeña casa, aunque bien fortalecida, contento, sucio y mal vestido, dormía sobre los zurrones de oro; así, que todos de un voto acordamos que el primer ímpetu y combate fuese en esta casa, porque, todos a una, comenzada la batalla, sin dificultad pudiésemos apañar los dineros de aquel cambiador rico. Lo cual, puesto en obra, al principio de la noche fuimos a las puertas de su casa, las cuales ni pudimos alzar ni mover ni quebrar, porque, como eran fuertes, el ruido de ellas despertó toda la vecindad en daño nuestro. Entonces aquel esforzado nuestro capitán y alférez Lamaco, con la fianza de su gran esfuerzo y valentía, metió la mano poco a poco por aquel agujero que se mete la llave para abrir la puerta, y probaba a arrancar el pestillo o cerradura. Pero aquel Criseros malvado y maligno, más que hombre del mundo estaba velando, y sintiendo lo que pasaba, vínose hacia la puerta muy pasico, que casi no resollaba, y traía en su mano un gran clavo y martillo, con el cual súbitamente, con gran golpe e ímpetu, enclavó la mano de nuestro capitán en la tabla de la puerta; y dejado allí cruelmente clavado, como quien lo deja en la horca, subiose encima de una azotea de su casilla, y de allí, con grandes voces, llamaba a los vecinos, rogándoles por sus propios nombres y llamándolos que socorriesen a la salud de todos, porque su casa ardía a vivas llamas. Cuando los vecinos oyeron esto, cada uno, espantado del peligro que les podía venir a su casa por la vecindad de la del cambiador, venían corriendo a socorrerle. Entonces nosotros, puestos en uno de dos peligros, o de matar a nuestro compañero o desampararlo, acordamos un remedio terrible, queriéndolo él, y fue éste: que cortamos el brazo a nuestro capitán por la coyuntura donde se junta con el hombro, y dejado allí el brazo, atada la herida con muchos paños, porque las gotas de sangre no hiciesen rastro por donde nos sacasen, arrebatamos a Lamaco y llevámoslo como pudimos; y como íbamos huyendo, espantados de aquel tumulto, y nos era forzado huir del instante peligro, él ni nos podía seguir ni podía quedar seguro. Y como era valiente, animoso, esforzado, rogábanos muchas veces cuanto él podía, por la diestra del dios Marte y por la fe del juramento que entre nosotros había, que librásemos a un buen compañero del tormento que recibía y de ser cautivo y preso. Diciendo asimismo que cómo había de vivir un hombre esforzado teniendo el brazo cortado, con el cual solía robar y degollar; que él se tenía por bienaventurado si muriese a manos de sus compañeros. Así que, después que él vio que a ninguno de nosotros podía persuadir que de nuestra gana lo matásemos, tomó con la otra mano un puñal que traía, besándole muchas veces, dio un gran golpe que se lanzó el puñal por los pechos. Entonces nosotros, alabando el esfuerzo de tan gran varón, tomamos su cuerpo, y envuelto en una sábana echámosle dentro en la mar para que lo escondiese, y así quedó allí nuestro capitán Lamaco cubierto de aquel elemento, el cual hizo fin conforme a sus virtudes. Además de esto, el otro nuestro compañero Alcimo, que tenía muy buenos y muy astutos comienzos en lo que había de hacer, no pudo huir la sentencia de la cruel Fortuna: el cual, después de quebradas las puertas de casa de una vejezuela que estaba durmiendo, subió a la cámara donde dormía y pudiera muy bien ahogarla si quisiera; pero quiso primero lanzar por una ventana a la calle todas las cosas que tenía, para que nosotros las recogiésemos por parte de fuera; ya que tenía echadas muy bien a su placer todas aquellas cosas, no quiso perdonar la cama en que la vieja dormía, así que revolviola en su camilla y tomole la manta de encima para echarla por la ventana. La mala de la vieja, cuando esto vio, hincose de rodillas ante él, diciendo:

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