El asno de oro (3 page)

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Authors: Apuleyo

—Anda, hártate de aquella agua tan hermosa.

Él se levantó y fue por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las rodillas y echose de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de beber, y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la degolladura, que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la esponja en el agua con una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima poco menos hubiera caído en el río, sino porque yo le trabé de un pie y con mucho trabajo le tiré arriba. Después que, según el tiempo y lugar, lloré al triste de mi compañero, yo lo cubrí en la arena del río para siempre, y con grande miedo por esas sierras fuera de camino fui cuanto pude. Y casi como yo mismo me culpase de la muerte de aquel mi compañero, dejada mi tierra y mi casa, tomando voluntario destierro, me casé de nuevo en Etiopía, donde ahora moro y soy vecino.

De esta manera nos contó Aristómenes su historia; y el otro su compañero, que luego al principio muy incrédulo menospreciaba oírlo, dijo:

—No hay fábula tan fabulosa como ésta. No hay cosa tan absurda como esta mentira.

Y volviose hacia mí, diciendo:

—Tú, hombre de bien, según tu presencia y hábito lo muestran, ¿crees esta conseja?

Yo le respondí:

—Cierto no pienso que hay cosa imposible en cualquier manera que los hados lo determinaren: así pueden venir a los hombres todas las cosas.

Porque muchas veces acaece a mí y a ti y a todos los hombres venir cosas maravillosas y que nunca acontecieron, que si las contáis a personas rústicas no son creídas. Mas por Dios, a éste yo le creo y le doy muchas gracias que, con la suavidad de su graciosa conseja, nos hizo olvidar el trabajo, y sin fatiga y enojo anduvimos nuestro áspero camino. Del cual beneficio también creo que se alegra mi caballo, porque sin trabajo suyo he venido hasta la puerta de esta ciudad, cabalgando no encima de él, mas de mis orejas.

Aquí fue el fin de nuestro común hablar y de nuestro camino, porque ambos mis compañeros tomaron a la mano izquierda hacia unas aldeas.

Capítulo III

En el cual cuenta Lucio Apuleyo cómo llegó a la ciudad de Hipata, fue bien recibido de su huésped Milón y de lo que le aconteció con un antiguo amigo suyo llamado Pithias, que al presente era almotacén en la ciudad.

Yo entreme en el primer mesón que hallé y pregunté a una vieja tabernera:

—¿Es ésta la ciudad de Hipata?

Dijo que sí. Preguntele:

—¿Conoces a uno de los principales de esta ciudad, que se llama Milón?

La vieja se rió, diciendo:

—Por cierto, así se dice aquí, que este Milón sea de los principales que viven fuera de los muros y de toda la ciudad.

Yo dije:

—¡Madre buena, dejemos ahora la burla y dime dónde está y en qué casa mora!

Ella respondió:

—¿Ves aquellas ventanas del cabo que están fuera de la ciudad y a la parte de dentro están frente de una calleja sin salida? Allí mora este Milón, bien harto de dineros y muy gran rico, pero muy mayor avariento y de baja condición; hombre infame y sucio, que no tiene otro oficio sino continuo dar a usura sobre buenas prendas de oro, de plata, metido en una casilla pequeña, y siempre atento al polvo del dinero: allí mora con su mujer, compañera de su tristeza y avaricia, que no tiene en su casa persona, salvo una mozuela, que aun tan avariento es que anda vestido como un pobre, que pide por Dios.

Cuando yo oí estas cosas, reíme entre mí, diciendo:

«Por cierto, liberalmente lo hizo conmigo, y me aconsejó mi amigo Demeas, que me enderezó a tal hombre como éste, en cuya casa no tendré miedo de humo ni de olor de la cocina.»

Como esto dije, yendo un poco adelante, llegué a la puerta de Milón, a la cual, como estaba muy bien cerrada, comencé a llamar y tocar. En esto salió una moza, que me dijo:

—Oye tú, que tan reciamente llamas a nuestra puerta, ¿qué prenda traes para que te presten sobre ella dineros? ¿No sabes tú que no hemos de recibir prenda sino de oro o de plata?

Yo dije:

—Mejor lo haga Dios. Respóndeme si está en casa tu señor.

Ella dijo:

—Sí está; mas dime qué es lo que quieres.

Yo respondí:

—Tráigole cartas de Corinto de su amigo Demeas.

Ella díjome:

—Pues en tanto que se lo digo espérame aquí.

Y diciendo esto, cerró muy bien su puerta y entrose dentro. Dende a poco tornó a salir, y abierta la puerta, díjome que entrase. Yo entré, y hallé a Milón sentado a una mesilla pequeña, que aquel tiempo comenzaba a cenar. La mujer estaba sentada a los pies, y en la mesa había poco o casi nada que comer.

Él me dijo:

—Ésta es tu posada.

Yo le di muchas gracias y luego le di las cartas de Demeas, las cuales por él leídas, dijo:

—Yo quiero bien y tengo en merced a mi amigo Demeas, que tan honrado huésped envió a mi casa.

Y diciendo esto, mandó levantar a su mujer y que yo me posase en su lugar. Yo, con alguna vergüenza, deteníame, y él tomome por la falda, diciendo:

—Siéntate aquí, que, por miedo de ladrones, no tenemos otra silla, ni alhajas, las que nos conviene.

Yo senteme. Él me dijo:

—Según muestras en tu presencia y cortesía, bien pareces ser de noble linaje, y así lo conocerá luego quien te viere; pero, además de esto, mi amigo Demeas así lo dice por sus cartas; por tanto, te ruego que no menosprecies la brevedad o angostura de mi casa, que está aparejada por lo que mandares, y ves allí aquella cámara, que es razonable, en que puedes estar a tu placer. Porque, cierto, tu presencia hará mayor la casa y tú serás alabado de no menospreciar mi pequeña posada. Además de esto, imitarás a las virtudes de tu padre Teseo, que nunca se menospreció de posar en una casilla de aquella buena vieja Hecales.

Entonces llamó a la moza y díjole:

—Fotis, toma esta ropa del huésped y ponla a buen recaudo en aquella cámara; y saca presto de la despensa aceite para untarse y un paño para limpiarlo, y lleva a mi huésped a este baño más cercano, porque él viene harto fatigado del malo y largo camino.

Cuando yo oí estas cosas, conociendo las costumbres y miseria de Milón, y queriendo tomar amistad con él, díjele:

—No es menester nada de estas cosas, que dondequiera las hallamos en el camino; pero yo preguntaré por el baño. Lo que más principalmente ahora he menester es que, para mi caballo, que me ha traído muy bien hasta aquí, me compres tú, señora Fotis, heno y cebada; ves aquí los dineros.

Esto hecho y puesta toda mi ropa en aquella cámara, yendo yo al baño, acordé primero de proveer de alguna cosa para comer; y fuime a la plaza de Cupido, adonde vi abundancia de pescados, y preguntando el precio, no quise tomar de lo caro, que valía cien maravedís, y compré otro por veinte maravedís. Al tiempo que yo salía con mi pescado, viene tras de mí Pithias, que fue mi compañero cuando estudiábamos en Atenas. El cual había días que no me había visto, y como me conoció, vínose a mí con mucho amor y abrazome, dándome paz amorosamente, y dijo:

—¡Oh mi Lucio!, mucho tiempo ha que no te he visto: por Dios que después que nos partimos de nuestro maestro Clytias, nunca más nos vimos; mas ¿qué es ahora la causa de tu venida?

Yo dije:

—Mañana lo sabrás; pero, ¿qué es esto? Yo he mucho placer en verte con vara de justicia y acompañado de gente de pie. Según tu hábito, oficio debes de tener en la ciudad.

Él me dijo:

—Tengo cargo del pan y soy almotacén; por eso, si quieres comprar algo de comer, yo te podré aprovechar.

Yo no quise, porque ya tenía comprado el pescado necesario para mi comer; pero él, como vio la espuerta del pescado, tomola y en un llano sacudiola, y vistos los peces, dijo:

—¿Y cuánto te costó esta basura?

Yo respondí:

—Apenas lo pude sacar del que lo vendió por veinte maravedís.

Lo cual, como él oyó, tomome por la falda y tornome otra vez a la plaza de Cupido y preguntome:

—¿De cuál de éstos compraste esta nada?

Yo mostré un vejezuelo que estaba sentado en un rincón; el cual, con voces ásperas como a su oficio convenía, comenzó a maltratar al viejo, diciendo:

—Ya, ya, vosotros ni perdonáis a nuestros amigos ni a los huéspedes que aquí vienen, porque vendéis el pescado podrido por tan grandes precios y hacéis con vuestra carestía que una ciudad como ésta, que es la flor de Tesalia, se torne en un desierto y soledad; pero no lo haréis sin pena, a lo menos en tanto que yo tuviere este cargo: yo mostraré en qué manera se deben castigar los malos.

Y arrebató la espuerta, y derramada por tierra, hizo a un su oficial que saltase encima y lo rehollase bien con los pies. Así que mi amigo Pithias, contento con este castigo, dijo que me fuese, diciendo:

—Lucio, bien me basta la injuria que hice a este vejezuelo.

Esto hecho y enfadado y malcontento voyme al baño, sin cena y sin dineros, por el buen consejo de aquel discreto de Pithias mi compañero; así que después de lavado torneme a la posada de Milón y entreme en mi cámara; y luego vino Fotis y díjome:

—Ruégote, señor, que vayas allá.

Yo, conociendo la miseria de Milón, excuseme blandamente, diciendo que la fatiga del camino más necesidad tenía de sueño que no de comer.

Como él oyó esto, vino a mí y tomome por la mano, para llevarme, y porque me tardaba y honestamente me excusaba, díjome:

—Cierto no iré de aquí si no vas conmigo, lo cual juro.

Yo, viendo su porfía, aunque contra mi voluntad, me hubo de llevar a aquella su mesilla, donde me hizo sentar y luego me preguntó:

—¿Cómo está mi amigo Demeas? ¿Cómo están su mujer y hijos y criados?

Yo contele de todo lo que me preguntaba. Asimismo me preguntó ahincadamente la causa de mi camino, la cual, después que muy bien le relaté, empezome a preguntar de la tierra y del estado de la ciudad, y de los principales de ella, y quién era el gobernador; así que, después que me sintió estar fatigado de tan luengo camino y de tanto hablar y que me dormía, que no acertaba en lo que decía, tartamudeando en las palabras, medio dichas, finalmente concedió que me fuese a dormir. Plugo a Dios que ya escapé del convite hambriento y de la plática del viejo rancioso y parlero, más hambriento de sueño que harto del manjar. Habiendo cenado con solas sus parlas, entreme en la cámara y echeme a dormir.

SEGUNDO LIBRO

Argumento

En tanto que Lucio Apuleyo andaba muy curioso en la ciudad de Hipata, mirando todos los lugares y cosas de allí, conoció a su tía Birrena, que era una dueña rica y honrada; y declara el edificio y estatuas de su casa, y cómo fue con mucha diligencia él avisado que se guardase de la mujer de Milón, porque era gran hechicera; y cómo se enamoró de la moza de casa, con la cual tuvo sus amores; y del gran aparato del convite de Birrena, donde ingiere algunas fábulas graciosas y de placer; y de cómo guardó uno a un muerto, por lo cual le cortaron las narices y orejas, y después cómo Apuleyo tornó de noche a su posada, cansado de haber muerto no a tres hombres, más a tres odres.

Capítulo I

Cómo andando Lucio Apuleyo por las calles de la ciudad de Hipata, considerando todas las cosas, por hallar mejor el fin deseado de su intención, se topó con una su tía llamada Birrena, la cual le dio muchos avisos en muchas cosas de que se debía guardar.

Cuando otro día amaneció y el Sol fue salido, yo me levanté con ansia y deseo de saber y conocer las cosas que son raras y maravillosas, pensando cómo estaba en aquella ciudad, que es en medio de Tesalia, adonde por todo el mundo es fama que hay muchos encantamientos de arte mágica; también consideraba aquella fábula de Aristómenes mi compañero, la cual había acontecido en esta ciudad. Y con esto andaba curioso, atónito, escudriñando todas las cosas que oía. Y no había otra cosa en aquella ciudad que, mirándola, yo creyese que era aquello que era; mas parecíame que todas las cosas con encantamientos estaban tornadas en otra figura: las piedras, hallaba que eran endurecidas de hombres; las aves que cantaban, asimismo de hombres convertidas; los árboles, que eran los muros de la ciudad, por semejante eran tornados; las aguas de las fuentes, que eran sangre de cuerpos de hombres: pues ya las estatuas e imágenes parecían que andaban por las paredes, y que los bueyes y animales hablaban y decían cosas de presagios o adivinanzas. También me parecía que del cielo y del Sol había de ver alguna señal. Andando así atónito, con un deseo que me atormentaba, no hallando comienzo ni rastro de lo que yo codiciaba, andaba cercando y rodeando todas las cosas que veía; así que andando con este deseo, mirando de puerta en puerta, súbitamente, sin saber por dónde andaba, me hallé en la plaza de Cupido; y he aquí dónde veo venir una dueña bien acompañada de servidores y vestida de oro y piedras preciosas, lo cual mostraba bien que era una mujer honrada; venía a su lado un viejo ya grave en edad, el cual, luego que me miró, dijo:

—Por Dios, éste es Lucio.

Y diome paz, y llegose a la oreja de la dueña y no sé qué le dijo muy pasico. Y tornose a mí, diciendo:

—¿Por qué no llegas a tu madre y le hablas?

Yo dije:

—He vergüenza, porque no la conozco.

Y en esto, la cara colorada y la cabeza abajada, detúveme; ella puso los ojos en mí, diciendo:

—¡Oh bondad generosa de aquella muy honrada Salvia, tu madre, que en todo le pareces igualmente como si con un compás te midieran! De buena estatura, ni flaco ni gordo, la color templada, los cabellos rojos como ella, los ojos verdes y claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro.

Y añadió más, diciendo:

—¡Oh Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu madre no solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero porque nos criamos juntas, que ambas somos nacidas de aquella generación de Plutarco, y una ama nos crió, y así crecimos juntamente como dos hermanas, y nunca otra cosa nos apartó, salvo el estado, porque ella casó con un caballero, yo con un ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo nombre muchas veces quizás tú oíste a tus padres. Así que te ruego vengas a mi posada.

A esto yo, que ya con la tardanza de su hablar tenía perdida la vergüenza, respondí:

—Nunca plega a Dios, señora, que sin causa o queja deje la posada de Milón. Pero lo que con entera cortesía se podrá hacer será que cada vez que hubiere de venir a esta ciudad, me vendré a tu casa.

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