El asno de oro (24 page)

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Authors: Apuleyo

—¡Oh, qué crueldad! De tan indigna cosa, ¿cuántos hombres peligran no teniendo culpa: por un vasillo que la madre de los dioses presentó a su hermana Siria en don de haber tenido por huéspeda en su casa, y por esto vosotros lleváis sus sacerdotes como culpados? ¿Quebrantamos su religión para condenarnos?

Estas y otras tales mentiras baladreando ellos por demás, no se curaron aquellos caballeros y tornáronlos para atrás; y así bien atados los metieron en la cárcel; y el cántaro de oro y la diosa que yo llevaba tornáronlo a poner en su templo, donde estaban aquellos dones que allí ofrecían. Otro día sacáronme a la plaza; y otra vez me pusieron en almoneda, pregonando el pregonero a quién más da por él; y un tahonero de un lugar de allí cerca me compró siete dineros más caro que primero me había comprado Filebo, el cual molinero luego me cargó muy bien de trigo que allí había comprado; y por un camino de muchas cuestas, pedregoso y muy malo de andar, me llevó a su tahona, que aquel era su oficio: así vi muchos caballos y acémilas que traían aquellas muelas en derredor, dando vueltas siempre por un camino, y no solamente de día, pero toda la noche con lumbre hacían, volviendo continuamente aquellas tahonas; pero como yo venía de nuevo, porque no me espantase de la novedad de aquel servicio, aposentome el nuevo señor en lugar ancho, donde estuviese, porque aquel día, primero que llegué, me dejó holgar, dándome muy bien de comer; pero aquella bienaventuranza de holgar y comer no duró más adelante, porque otro día siguiente bien de mañana yo fui ligado a una piedra de aquéllas, que parecía ser la mayor de todas, y cubierta mi cara fui compelido a caminar por aquel espacio redondo de la canal torcida, en manera que yo, retornando y rehollando mis pasos en la redondez de aquel término recíproco, andaba vagando por error cierto, y no olvidando mi sagacidad y prudencia, fácilmente me di a la novedad de mi servicio; y como quiera que cuando yo era hombre muchas veces hubiese visto semejantes piedras traer alrededor, pero como no sabía aquello, mintiendo que me espantaba, estaba quedo, que no quería andar, lo cual yo hacía creyendo que como no me hallasen aparejado ni provechoso para oficio semejante, que me enviarían a otro lugar adonde hubiese más liviano trabajo; o, por ventura, me dejarían holgar y me darían de comer; pero en balde pensé yo aquella astucia dañosa, porque luego muchos de los que allí estaban se pusieron alrededor de mí con varas en las manos; y como yo estaba seguro, por tener los ojos tapados, súbitamente, dada señal y grandes voces, diéronme muchas varadas; y en tal manera con aquel ruido me espantaron, que luego, dejados todos aquellos consejos, muy sabiamente, como estaba ligado con aquellas cinchas de esparto, hice mis discursos y vueltas alegres; con esta súbita mudanza de un extremo a otro, los que allí estaban se finaban de risa.

Ya gran parte del día había molido, que andaba cansado, cuando me quitaron las cinchas de esparto con que andaba ligado a la piedra y lleváronme al pesebre; pero yo, aunque estaba bien fatigado y había menester descansar, que casi estaba perdido de hambre, pospuesto el comer, que tenía asaz delante de mí, pareme a mirar la familia y gente de aquella casa. ¡Oh Dios, y qué hombrecitos había allí pintados de las señales de los azotes que les daban, las espaldas negras de las heridas y palos, con unos enjalmillos más para cobertura que vestidura; otros solamente en paños menores cubiertas sus vergüenzas, y tan rotos que casi todo se les parecía; herrados en la frente y argollas de hierro en los pies; las cabezas trasquiladas, los ojos pelados y comidas las pestañas del humo y hollín de la casa; por lo cual, todos tenían los ojos muy malos y blanqueaban con la ceniza sucia de la harina, como cuando los luchadores que quieren luchar se polvorean con tierra! Pues de mis compañeros los otros asnos y acémilas que molían, ¿qué podría decir? Cuán cansados aquellos mulos y otros jacones flacos; cerca de los pesebres, cabizbajos, royendo granzones de paja, los pescuezos desollados y llenos de llagas podridas, las narices abiertas, que de cansados no podían tomar huelgo; los pechos de muermo tosiendo y de los antepechos que les ponían para moler, todos pelados y llagados, que casi les parecían los huesos; las uñas de pies y manos alzadas hacia arriba de no errarse, y mancos de andar alrededor; todo el pellejo sarnoso de magrez y flaqueza. Mirando yo esto, temía de venir en otro tanto, y recordándome de cuando era hombre, y que había venido en tanta desventura, bajada la cabeza, lloraba, y no tenía otro solaz de mi pena sino que con mi natural ingenio, que tenía, me recreaba algo; porque, no curando de mi presencia, libremente hacía y hablaba cada uno delante de mí lo que querían; por donde yo conocí que no sin causa aquel divino autor de la primera poesía, deseando mostrar un varón de gran prudencia entre los griegos, celebró y alabó a Ulises haber alcanzado las soberanas virtudes por haber andado muchas ciudades y conocido diversos pueblos; así que yo, recordándome de esto, hacía muchas gracias a mi asno porque me traía encubierto con su figura, ejercitándome por muchos diversos casos y fortunas; por lo cual, si no fue prudente, al menos me hizo sabedor de muchas cosas.

Capítulo IV

En el cual Lucio cuenta un gracioso acontecimiento; en el cual la mujer del tahonero, su amo, gozó un enamorado que tenía, y cómo tomándolos juntos los castigó, en la cual venganza le ahorcaron por arte de encantamiento.

Finalmente, que yo deliberé de traer a vuestras orejas una buena historia suavemente compuesta, mejor que las que he dicho, la cual comienzo.

Aquel molinero que me compró era hombre de bien y de buena conversación y tenía una mujer la más pésima y mala que ninguna podía ser, con la cual él pasaba mucha pena y enojo en su casa; que por cierto yo había mancilla de aquel buen hombre, porque ningún vicio faltaba en aquella mala mujer, que todos se habían lanzado en su cuerpo como en una sucia necesaria: soberbia, cruel, lujuriosa, borracha, porfiada, avara en robar de donde pudiese, gastadora en cosas sucias, enemiga de fe y de honra, menospreciaba los dioses y mentía jurando por ellos, y con estos juramentos engañaba a todos y al mezquino de su marido; embeodábase luego de mañana y todo el día gastaba con sus enamorados. Esta mala mujer con grande odio me perseguía; que en amaneciendo, antes que ella se levantase, llamaba a los mozos y mandábales que echasen a moler al asno novicio; y como ella salía del palacio que se levantaba, allí en su presencia mandábame dar de palos; y cuando soltaban las otras bestias temprano, mandaba que a mí dejasen hasta más tarde, que no me diesen a comer; y esta crueldad suya fue causa que yo más en sus costumbres mirase; de manera que yo veía a menudo entrar un mancebo en su palacio, la cara del cual yo deseaba ver, mas no podía, por los anteojos que traía ante los ojos; verdad es que no me faltaba astucia para descubrir en cualquiera manera la maldad que aquella mala mujer hacía a su marido; mas una vieja, que sabía la ruindad y era mensajera entre ella y su amigo, nunca partía todo el día de allí; las cuales en amaneciendo almorzaban, y el vino puro alternaban entre sí quien bebería más. La mala de la vieja alcahueta hacía estos aparatos engañosos en gran daño del triste marido, y aunque muchas veces me enojaba contra Fotis, que por hacerme ave me tornó en asno, en esta triste disformidad mía había placer, que como tenía las orejas largas, cualquier cosa que decían luego la oía aunque estuviese lejos. Un día, estando la vieja hablando con ella, decía estas palabras:

—De este mancebo, hija señora, mira bien lo que te cumple. Tú, sin mi consejo, lo amaste; él es negligente y temeroso; tiene gran miedo en ver el gesto arrugado de tu marido; y con tal enamorado frío y perezoso pasas tú mucha pena y fatiga, que querrías holgar, ahora que tienes tiempo; cuánto mejor Filesitero, aquel mancebo hermoso, gentil, hombre liberal, magnífico, y contra los celos de estos maridos esforzados; digno por cierto de ser enamorado de todas las mujeres y merecedor de traer una corona de oro en la cabeza por sola una cosa que hizo el otro día e inventó contra un casado coloso. Óyeme ahora y mira cuánta diferencia hay de un enamorado a otro. ¿Conoces un barbudo, que es alcalde de esta villa, el cual, por ser muy áspero en sus costumbres, y conversación, todo el pueblo le llama escorpión? Éste tiene una mujer hija de rico y muy hermosa, con mucha guarda encerrada en su casa.

A esto que la vieja decía, respondió la mujer del tahonero:

—¿Pues no la tengo de conocer? Tú, dices, mi compañera, que sabe tanto de esta arte como yo.

La vieja procedió, diciendo:

—¿Pues sabes la historia que le aconteció con este Filesitero?

Respondió la mujer:

—Yo no sé tal cosa, pero deséola saber; por esto te ruego, señora madre, que me la cuentes todo cómo pasó.

La mala vieja parlera, sin más tardar, comenzó:

—Este barbudo tenía necesidad de ir un viaje a otra parte, y como era celoso y deseaba guardar la honra de su mujer, llamó a un esclavo, por nombre Hormigón, el cual era tenido por más fiel que otro y más diligente; a éste cometió secretamente toda la guarda de su mujer, diciéndole que si no guardaba bien a su señora, de manera que ninguno pasando cerca de ella le tocase con el dedo o con la falda, que le echaría hierros y en cárcel perpetuamente donde muriese de hambre, lo cual juró y perjuró muchas veces por todos los dioses; así que con esta seguridad él se partió, dejando por recio guardián a Hormigón y bien amedrentado, el cual guardaba a su señora con tanta diligencia, que a ninguna parte la dejaba salir y de continuo estaba asentada cerca de ella, estando hilando o haciendo otras cosas que las mujeres hacen en su casa, y si alguna vez por grande necesidad iba a lavarse al baño, Hormigón iba tan apegado a ella, que las faldas llevaba en la mano, y de esta manera, con mucha sagacidad, cumplía lo que su señor le había mandado. Pero no se pudo esconder a Filesitero la hermosura de esta gentil mujer, porque la bondad y castidad de ella, y la gran diligencia de su guarda le inflamó y puso más codicia para hacer todo lo que pudiese y ponerse a cualquier peligro que le viniese, y con esta gana propuso de combatir y expugnar la pudicia y cosa bien guardada de la dueña, confiando y siendo cierto que la flaqueza humana, con el dinero, al cual toda dificultad es llana, se puede fácilmente derribar; que el oro por donde quiera halla entrada, aunque las puertas sean de diamantes muy fuertes. Un día, andando en este pensamiento, Filesitero halló solo a Hormigón, y díjole abiertamente toda su pena y amor, rogándole con mucha cortesía que diese remedio a su tormento, porque si presto no alcanzaba lo que deseaba, su muerte era muy cierta, y que en esto no temiese, porque él iría muy secreto de noche que nadie lo sintiese y en un momento de hora se tornaría. Estas y otras persuasiones tales diciendo, añadió un grandísimo aguijón, el cual rompió y pervirtió a Hormigón por su codicia; echó mano a la escarcela y sacó treinta ducados nuevos, resplandeciendo, de los cuales dijo a Hormigón que diese veinte a su señora y tomase diez para sí. Cuando esto oyó Hormigón, espantose de tan abominable pecado, y tapadas las orejas echó a huir, pero el resplandor y codicia que tenía del oro no le pudo huir de los ojos y del corazón; mas apartado lejos yéndose aprisa hacia casa, representábasele la hermosura de la moneda ante los ojos y deseaba apañar lo que ya tenía arraigado en el corazón. Con este pensamiento el mezquino navegaba como en las ondas de la mar, ya en una sentencia, ya en otra; de la una parte se le representaba la fidelidad, de la otra la ganancia; de la una la pena con que le amenazó su señor, de la otra el deleite provechoso del oro; finalmente, que el oro venció al miedo de la muerte, de manera que la codicia del hermoso dinero por ningún espacio de tiempo se le mitigaba; antes de noche le daba tanto cuidado la avaricia del dinero, que no podía dormir, que como quiera que su señor le había amenazado que no saliese de casa, el ansia del oro le sacaba fuera, y cuando más no pudo consigo tragaba la vergüenza, y apartada de sí toda tardanza, llegose a su señora, y secretamente a la oreja le dijo todo el negocio como pasaba; ella, con la natural liviandad, luego obligó su pudicicia al maldito metal y se prendió por apañar el dinero; cuando Hormigón oyó esto, lleno de placer y gozo deseaba ya, no solamente recibir, sino siquiera tocar aquel dinero que en precio de su fidelidad había visto por su mal, y con mucha alegría fue a decir a Filesitero aquello que tenía concertado con su señora, y pidiole luego lo que le había prometido. Cuando Hormigón vio en su mano mucha moneda de oro, que nunca la había tenido de vellón, estaba tan alegre, que luego en viniendo la noche tomó a Filesitero solo, y cubierta la cabeza lo llevó a su casa y metió en la cámara de la señora. Los nuevos enamorados estando desnudos tornando el primer fruto de sus amores, no pensando ni sospechando la venida de su marido, dio súbitamente a la puerta de su casa, y comienza a dar grandes voces y quebrar las puertas con una piedra, y cuanto más tardaba en abrirle, tanto más sospecha le ponían de lo que él tenía; así que comenzó a amenazar a Hormigón que lo mataría. Hormigón, oyendo esto y con la prisa que le daba, estaba turbado, y con la turbación no tenía consejo ni sabía qué hacerse; lo más que podía era decir que no tenía lumbre y con la obscuridad que no acertaba con la llave de la puerta, que tanto la tenía de bien guardada que no la hallaba; en tanto, Filesitero, como oyó el ruido, arrebató su ropa y vistiose, mas con la turbación no se recordó o no pudo calzarse las chinelas, y saliose de la cámara. En esto Hormigón llegó con la llave y abrió las puertas a su señor, el cual entró bramando:

—¿Ésta es la fidelidad que tú tienes a tu señor?

Y como entró arremetió a la cámara; en tanto Filesitero votó por la puerta fuera de casa y Hormigón cerró las puertas. El marido, desde que vio todo seguro, ya un poco manso fuese a dormir. Otro día luego de mañana, como el barbudo se levantó, vio debajo de la cama unas chinelas que no eran de casa, las cuales había traído Filesitero cuando allí vino. Él, sospechando de allí lo que podía ser, calló su dolor, que ni a su mujer ni a otro de casa dijo cosa alguna, y tomó las chinelas secretamente y metióselas en el seno, y mandó a otros siervos que le trajesen a Hormigón atado hasta la plaza. El barbudo, yendo todavía entre sí gruñendo y aprisa andando hacia la plaza, tenía por cierto que por las chinelas había de hallar al adúltero que sospechaba haber estado con su mujer. Yendo él en este pensamiento, la cara turbia, las cejas caídas y muy enojado, y tras de él Hormigón, atado, aunque no se sabía la culpa que tuviese, pero él mismo bien lo sabía, por lo cual lloraba de manera que movía los que lo veían que había mancilla, acaso Filesitero que iba a otro negocio encontró con ello, y como vio en qué manera llevaban a Hormigón, sin miedo ni turbación, recordándose que había olvidado en la cámara las chinelas y sospechando que por aquello lo llevaban así atado a Hormigón, astutamente y con su esfuerzo acostumbrado apartó a los otros siervos y arremetió con Hormigón, y con grandes voces comiénzale a dar de puñadas y dícele:

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