El asno de oro (20 page)

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Authors: Apuleyo

Con esta sentencia yo fui revocado de las manos de la muerte; pero como quedé desde entonces reservado para aquella pena, yo lloraba y plañía viendo que era ya muerto en la última parte de mi cuerpo.

Finalmente, yo deliberaba de dejarme morir de hambre o de matarme echándome de un risco abajo, porque, aunque hubiese de morir, muriese entero. Entretanto que yo tardaba en pensar y elegir cuál de estas muertes tomaría, a la mañana aquel malvado mozo que me quería matar me llevó a aquel monte donde solíamos traer leña, y allí atome muy bien del ramo de una encina. Yo muy bien atado, él se fue un poco adelante con su hacha para cortar leña: y he aquí que de una grande cueva que allí estaba salió una osa espantable, alzada la cabeza, la cual, como yo vi, con su vista repentina, muy espantado y temeroso, colgué todo el peso del cuerpo sobre las corvas de los pies, y la cerviz alta tiré cuanto pude: de manera que quebré el cabestro con que estaba atado y eché a huir cuanto pude, y por allí abajo no solamente corría con los pies mas con todo el cuerpo; medio tropezando salí por esos campos llanos, huyendo con grandísimo ímpetu de aquella grande osa y del bellaco del mozo, que era peor que la osa.

Entonces un caminante que por allí pasaba, como me vio vagabundo y solitario, cabalgó encima de mí, y con un palo que traía en la mano comenzome a echar por otro camino que yo no sabía. Pero yo no iba contra mi voluntad, antes me amañaba para andar muy presto, por dejar aquella cruel carnicería de mis compañones, y tampoco me curaba mucho porque aquél me daba con el palo, porque yo estaba acostumbrado que cada día me desollaban a varadas; mas aquella fortuna, que siempre fue contraria y pertinaz a mis casos, pervirtió muy prestamente esta mi huida tan oportuna y luego ordenó otras nuevas asechanzas. Aquellos mis pastores andaban a buscar una vaquilla que se les había perdido, y habiendo atravesado y andado por muchas partes, acaso encontraron con nosotros, y luego como me conocieron tomáronme por el cabestro y comenzáronme a llevar; pero aquel otro resistía con mucha osadía, llamando ayuda y protestando la fe de los hombres y del señorío que tenía en mí, diciendo: «¿Por qué me robáis lo mío?, ¿por qué me salteáis?» Ellos dijeron: «¿Tú dices que te tratamos descortésmente llevando como llevas hurtado nuestro asno? Antes has de decir dónde escondiste el mozo que traía el asno, el cual tú mataste.» Y diciendo esto dieron con él en tierra y sacudiéronle muy bien de coces y puñadas; y él juraba que nunca había visto quién trajese el asno, sino que lo cierto era que él lo había hallado suelto y solo por ese camino, y que lo había tomado por ganar el hallazgo; pero que la verdad era que él tenía pensamiento de restituirlo a su dueño, y que pluguiese a Dios que este asno, el cual nunca hubiese encontrado, pudiera hablar con voz humana para que declarara y diera testimonio de su inocencia, porque cierto a ellos les pesara de la injuria que le habían hecho. De esta manera, porfiando y defendiendo su causa, ninguna cosa le aprovechaba, porque los pastores enojados le echaron las manos al pescuezo y así lo tornaron hasta cerca de aquella montaña donde el mozo acostumbraba hacer leña para llevar a casa; el cual nunca pareció en toda aquella tierra, pero al cabo hallaron su cuerpo desmembrado y despedazado derramado por muchas partes; lo cual yo por muy cierto sentía que era hecho por los dientes de aquella osa, y por Dios yo dijera lo que sabía si la copia de hablar me ayudara, más aquello sólo que podía me alegraba entre mí de aquella venganza, aunque había venido tarde. Los pastores cogieron todos aquellos pedazos del cuerpo, y con mucha pena ayuntado y compuesto lo enterraron allí; de esta manera, criminando y acusando a mi guiador indubitado y mi bellorofonte, diciendo que era cruelmente ladrón y matador, lleváronlo bien preso y atado; tornáronse a sus casas y chozas diciendo que otro día siguiente lo llevasen ante la justicia para que le diesen la pena que merecía. Entretanto que los padres del mozo muerto lloraban y plañían su hijo, he aquí do viene aquel rústico que había ido al mercado, al cual no se le había olvidado lo que prometió; y venía pidiendo muy ahincadamente que me castrasen, a lo cual uno de los que allí estaban dijo:

—No es nuestro daño presente de lo que tú ahora solamente pides. Pero antes conviene que mañana, no solamente cortemos la natura a este pésimo asno, mas es razón que también le cortemos la cabeza, y no creas que para esto te faltará ayuda y diligencia de éstos.

En esta manera fue hecho que mi malaventura se dilatase hasta otro día.

Yo, entre mí, daba gracias al bueno del mozo, porque al menos siendo muerto daba un día de espacio a mi carnicería. Pero con todo esto nunca fue dado un poquito de espacio a mi reposo y placer, porque la madre de aquel mozo, llorando la muerte amarga de su hijo, con muchas lágrimas y llantos, cubierta de luto, mesaba sus canas con ambas manos, aullando y gritando, y de esta manera lanzose en mi establo, adonde abofeteándose la cara y dándose de puñadas en los pechos, dijo de esta manera:

—Ahora este asno está muy seguro sobre su pesebre, entendiendo en tragar y comiendo siempre ensancha su profunda barriga, que nunca se harta, y no se recuerda de mi amarga mancilla ni del caso desdichado que aconteció a su maestro difunto; antes me parece que menosprecia y tiene en poco mi vejez y flaqueza y piensa que pasará sin pena de tan gran crimen como hizo y cometió; pero como quiera que sea, él presume que es inocente y sin culpa, que cierto es cosa conveniente a los malos atrevimientos contra la conciencia culpada esperar seguridad. Mas, ¡oh Dios!, tornando a mi propósito, tú, bestia, de cuatro pies maligna, aunque tomases prestada habla de hombre, ¿a quién, aunque fuese la más necia persona del mundo, podrías persuadir que esta crueldad tuya puede vacar de culpa? Mayormente que tú pudieras socorrer y ayudar al mezquino del mozo a coces y bocados. ¿Cómo pudiste muchas veces darle de coces y no pudiste cuando le mataban defenderlo con aquella misma osadía y esfuerzo? Cierto tú pudieras arrebatarlo encima de tus espaldas y escaparlo de las manos de aquel cruel ladrón y enemigo. Finalmente, no, debieras tú solo echar a huir y desamparar aquel tu compañero maestro y pastor. ¿No sabes que aquellos que niegan ayuda y socorro a los que están en peligro de muerte, que porque van contra las buenas costumbres y contra lo que son obligados, suelen ser punidos y castigados? Pero tú, homicida traidor, no te alegrarás mucho tiempo con mi pena y tribulación: yo te prometo haga de manera que sientas este miserable dolor mío tenga fuerzas naturales.

Y como esto dijo, desenvueltas sus manos, desató una faja que traía ceñida, y ligados mis pies y manos con ella me apretó muy fuertemente, porque no restase solaz alguno para mi venganza, y arrebató una tranca con que se solían cerrar las puertas del establo y no cesó de darme de palos, hasta que con el peso del madero vencida y fatigada su fuerza le saltó de la mano. Entonces, quejándose que tan presto había cansado, arremetió al fuego y tomó un tizón ardiendo, y lanzómele en medio de estas ingles, que me quemó, hasta que ya no me restaba sino sólo un remedio, en que me esforzaba, que solté un chisquete de líquido, que le ensucié toda la cara y los ojos. Finalmente, que con aquella ceguedad y hedor se apartó tanta pena y destrucción de mí, que, si no, perecía yo, asnal Meleagro, quemado por aquella Altea.

OCTAVO LIBRO

Argumento

En este libro se contiene la desdichada muerte del marido de Carites, y de cómo ella sacó los ojos a su enamorado Trasilo; y cómo ella misma, de su propia voluntad, se mató, y la mudanza que hicieron sus criados después de su muerte; y cuenta muy lucidamente de ciertos echacuernos de la diosa Siria, diciendo de sus vicios y suciedades y cómo se cortaban los miembros para ganar dineros, y después cómo se descubrieron los engaños que traían.

Capítulo I

Cómo venido un mancebo a casa de su amo de Lucio cuenta con admirable dilación cómo Trasilo, por amores de Carites, mató con engaño a Lepolemo, y cómo ella le sacó los ojos a Trasilo y después se mató a sí.

Esa misma noche, al primer canto de los gallos, vino un mancebo de una ciudad que estaba allí cerca, el cual, según que a mí me parecía, debía de ser uno de los criados y servidores de Carites, aquella doncella que padeció conmigo tantas tribulaciones y trabajos en casa de aquellos ladrones. Este mancebo, estando sentado al fuego con los otros gañanes y mozos, contaba cosas maravillosas y espantables de la desventura e infortunio que había venido a la fortuna y casa de su señora, diciendo de esta manera:

—Yegüerizos, vaqueros y boyeros: quieroos contar cómo yo tuve una mezquina de una señora, la cual murió de un caso gravísimo, aunque no fue desacompañada y sin venganza al otro mundo; y por que mejor sepáis todas las cosas, os quiero decir este negocio cómo aconteció desde el principio, porque puedan muy bien los que son más discretos y la buena fortuna los enseñó a escribir ponerlo en escritura a manera de historia. Era un mancebo de esta ciudad que está aquí cerca, hidalgo y noble de linaje, caballero asaz rico; pero era dado a los vicios de lujuria y tabernas, andando de continuo en los mesones y burdeles acompañado de compañía de ladrones y ensuciando sus manos con sangre humana, el cual se llamaba Trasilo: tal era su fama y así se decía de él. Este mancebo fue uno de los principales que pidió en casamiento esta dueña Carites, siendo ella de edad para casar, y con toda su posibilidad trabajó por casarse con ella; y como quiera que en linaje precedía a todos los otros, y también con sus grandes dádivas y presentes convidaba la voluntad y juicio de sus padres, pero por sus malas costumbres él fue desechado y repelido. Después que la hija de mi señor se casó y vino en manos de aquel noble varón Lepolemo, Trasilo criaba y continuaba entre sí el amor por él comenzado, y recordándose de aquella indignación y enojo que tenía por haberle negado el casamiento, buscaba acceso para su cruel deseo; finalmente, que hallando oportuna ocasión para la maldad que tenía pensada días había, se aparejó a hacer la traición. Y el día que la doncella fue librada de mano de los ladrones por astucia y esfuerzo de su esposo, él, mostrando alegrarse más señaladamente que otro, se mezcló con los otros que hacían alegrías, y con mucho gozo mostraba con su presencia que tenía placer del linaje que saldría de los nuevos desposados; y por honra de tan noble generación él fue recibido en nuestra casa como de los principales huéspedes, y callando el consejo de su traición mentía y engañaba con persona y gesto de fidelísimo amigo. Ya con la mucha conversación y continuas hablas, y algunas veces que comía y bebía con ellos, era muy amado. Y con la amistad que le tenían, el necio malaventurado poco a poco se lanzó en el pozo profundo del amor. ¿Por qué no? Pues que el fuego del primer amor primeramente deleita con muy poquito calor, pero, con la yesca de la conversación, de poco ardor sale tan gran fuego que todo el hombre quema. Finalmente, Trasilo deliberó consigo muchos días antes de hacer lo que pudiese; y como no hallase lugar oportuno para poder hablar a la dueña secretamente, y viese asimismo que por la muchedumbre de los que la guardaban estaban cercados todos los caminos para cumplir su voluntad, y también conociese que el vínculo del nuevo amor y afición que entre el marido y mujer crecía no se pudiese desatar, y que la dueña, aunque quisiese, como quiera que ella no podía querer tal cosa, no era posible comenzar a hacer maldad a su marido, pero con todo esto Trasilo era forzado y compelido con porfía obstinada a procurar lo que no podía alcanzar como si pudiese efectuarlo. Y lo que ahora le parecía muy difícil de alcanzar, el amor loco que cada día más se esforzaba le hacía creer y tener esperanza por su edad y juventud que era fácil cosa de haber. Mas yo ruego ahora que, con mucha atención, entendáis en qué paró el ímpetu de esta furiosa lujuria. Un día, Lepolemo tomó consigo a Trasilo y fuese a caza de monte para buscar animales, así como corzos, porque en esto no hay ferocidad ni braveza como en los otros animales, y también Carites no consentía que su marido fuese a cazar bestias armadas con dientes o con cuernos, por el peligro que de ello podía seguir.

Y llegando a un monte muy espeso de árboles, comenzaron los cazadores a llamar los perros, que eran monteros de linaje, para que sacasen de allí los animales que había, y como los perros eran enseñados de aquella arte, repartiéronse luego cercando todas las salidas de aquel monte.

Estando así cada uno aguardando en su estancia, hecha señal por los cazadores, comenzaron de latir y ladrar tan reciamente, que toda la montaña hinchieron de voces, de la cual no salió corza, ni gama, ni cierva, que es mansa más que ninguna otra fiera, pero salió un puerco montés muy grande y nunca otro tal visto, grueso y espantable, con las cerdas levantadas encima del lomo, echando espumarajos, con el sonido de las navajas, los ojos de fuego, su vista espantable, con ímpetu cruel que parecía un rayo; y luego, como llegaron a él los principales y más esforzados perros, dando con las navajas acá y allá los mató y despedazó, y después saltó las redes por donde primero aderezó su camino, y por allí saltó.

Nosotros, cuando aquello vimos, espantados de gran miedo, como no éramos acostumbrados de aquella peligrosa manera de caza, mayormente que estábamos sin armas y sin ninguna manera de defensa, escondímonos entre aquellas ramas y hojas de los árboles. Trasilo, como halló oportunidad de la traición y maldad que tenía pensada, habló a Lepolemo engañosamente de esta manera:

—¿Qué es la causa por que, confusos de miedo y semejantes a la flaqueza de estos nuestros siervos, o espantados como mujeres, dejamos perder tan hermosa presa de miedo de nuestras manos? ¿Por qué no subimos en nuestros caballos y seguimos a este puerco? Toma tú este venablo, yo tomaré mi lanza.

Y diciendo esto, no tardaron más y saltaron luego en sus caballos y con grandísima gana siguieron tras el puerco; el cual, viéndose apretado, no se le olvidó su esfuerzo y tornó con gran ímpetu y encendimiento de su ferocidad, dando golpes con las navajas, hiriendo y rompiendo al primero que tomaba. Mas el primero que llegó a él fue Lepolemo, que le lanzó el venablo que llevaba, por las espaldas. Trasilo perdonó al jabalí y arrojó la lanza al caballo de Lepolemo, que le cortó las corvas de los pies, por manera que el caballo cayó hacia la parte donde estaba herido y contra su voluntad dio con su señor en tierra. No tardó el puerco, que con mucha furia vino para él y comenzole a trabar de la ropa, y él, que se quería levantar, el puerco le dio tantas navajadas que le abrió por muchas partes; pero en todo esto nunca el bueno de su amigo le socorrió ni se arrepintió de la traición comenzada, ni se pudo hartar por ver en tanto peligro a su amigo: al menos debiera con esto satisfacer a su crueldad; antes hizo al contrario, porque queriéndose levantar Lepolemo y cubriendo sus heridas, rogándole con mucha fatiga que lo socorriese, Trasilo le metió la lanza por el muslo de la pierna derecha, y tanto mayor golpe le dio cuanto creyó que la llaga de la lanza era semejante a las heridas de las navajas. Asimismo mató al puerco. En esta manera muerto Lepolemo, salimos todos de donde estábamos escondidos y corrimos allá. Trasilo, como quiera que acabado lo que deseaba, viendo muerto a su amigo, estaba alegre; pero con la cara cubrió el gozo, fingiendo tristeza y dolor, y con mucha ansia abrazaba al cuerpo que él había muerto. De manera que ninguna cosa dejó de hacer, aunque disimuladamente, para cumplir el oficio de los que lloran la muerte de sus amigos. Solamente los ojos nunca pudieron echar lágrimas; y así él, confortándose con nosotros, que llorábamos de corazón y verdaderamente, la culpa que tenía su mano, dábala al puerco. Aun casi no era acabado de hacer este mal tan grande, cuando la fama corría por una parte y por otra, y la primera jornada fue a casa de Lepolemo, la cual hirió las orejas de su desdichada mujer. Cuando la mezquina recibió tal mensajero, el cual nunca otro oirá, sin seso y conmovida de gran furor y pena, corriendo como loca por esas calles y plazas, y después por los campos, dando voces, quejándose de la muerte de su marido; luego se juntaron muchos de la ciudad, tristes, llorando, y siguieron tras de ella, acompañando su dolor, que casi nadie quedó en la ciudad con ganas de ver lo que había pasado. He aquí donde viene el cuerpo de su marido, el cual, como ella vio, se cayó amortecida encima de él; y cierto ella diera el ánima allí, como lo tenía prometido, sino que, apartada por fuerza de sus criados, quedó viva.

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