El asno de oro (18 page)

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Authors: Apuleyo

Contando él estas cosas yo gemía y lloraba dentro de las entrañas, haciendo comparación de aquella mi primera fortuna, de aquel Lucio bienaventurado, con la presente calamidad de asno malaventurado; además de esto, me veía en el pensamiento que los varones de la antigua doctrina, no sin causa, fingían y pronunciaban ser la fortuna ciega y sin ojos, la cual siempre daba sus riquezas a hombres malos y que no las merecían, y nunca escogía a alguno de los hombres por juicio y justo, antes, conversaba principalmente con tales personas de las cuales debía huir si de lejos las viese; y lo que más extremo y peor es de todos los extremos, que nos da diversas y contrarias opiniones, en tal manera que un mal hombre sea glorificado y alabado con fama de buen varón, y, por el contrario, un bueno sea maltratado en boca de los malos. Así que yo, a quien su cruel ímpetu trajo y reformó en una bestia de cuatro pies, de la más vil suerte de todas las bestias, de la cual desdicha justamente habría mancillada y se dolería quienquiera de aquel a quien hubiese acontecido, aunque fuese muy mal hombre, sobre todo era ahora acusado de crimen de ladrón contra mi huésped muy amado, que tanta honra me hizo en su casa, el cual crimen, no solamente quienquiera podría nombrar latrocinio, pero más justamente se llamaría parricidio; y con todo esto no podía defender mi causa, al menos negar con una sola palabra; finalmente, por que la mala conciencia no pareciese que estando yo presente consentía a tan celerado crimen, con esta impaciencia enojado, quise decir. «No hice yo tal cosa.» La primera sílaba bien la dije, no una vez, mas muchas; pero las siguientes palabras nunca las pude declarar, y quedeme en la primera voz, rebuznando siempre una cosa: no, no. La cual nunca pude más pronunciar, como quiera que menease las labios caídos y redondos. ¿Qué más puedo yo quejarme de crueldad de la fortuna, sino que aun no hubo vergüenza de juntarme y hacer compañero con mi caballo y servidor que me trajo a cuestas? Estando yo entre mí, fluctuando en tales pensamientos, vínome aquel cuidado principal, en que me recordaba cómo por consejo y deliberación de los ladrones yo estaba sentenciado para ser sacrificio del ánima de aquella doncella, y mirando muchas veces mi barriga, me parecía que ya estaba pariendo a la mezquina de la moza. Mas, si os place, aquel que trujo de mí falsa relación del hurto, sacados de su seno mil ducados que allí traía cosidos, los cuales, según decía, había robado a diversos caminantes, echándolos dentro en el arca para provecho común de todos, comenzó a inquirir y preguntar solícitamente de la salud de todos los compañeros; y sabido cómo algunos de los más esforzados eran muertos en diversos, aunque no perezosos casos, persuadioles que entre tanto no robasen los caminos y guardasen treguas con todos, hasta que entendiesen en buscar compañeros y con la malicia de la nueva juventud fuese restituido el número de su compañía, como antes estaba, porque haciendo así podrían compeler, poniendo miedo a los que no quisiesen y provocando con premio a los que de su voluntad quisiesen: que no habría pocos que, renunciando a la vida pobre y servir, no quisiesen más seguir su opinión y compañía, la cual parecía que era cosa de grande estado y poderío, diciendo que él había hablado, por su parte, con un hombre poco había, alto de cuerpo y mancebo bien esforzado, y le había persuadido y finalmente acabado con él que tornase a ejercitar las manos, que traía embotadas de la luenga paz: y que mientras pudiese usase de los bienes de la buena fortuna y no quisiese ensuciar sus esforzadas manos pidiendo por amor de Dios, sino que se ejercitase cogiendo oro a manos llenas. Cuando aquel mancebo hubo dicho estas cosas, todos los que allí estaban consintieron en ello, diciendo que tal hombre como aquél, que era ya probado en las armas, que debería ser luego llamado, y buscaron otros para suplir el número de los compañeros. Entonces aquél salió fuera de casa y tardó un poco, el cual trajo consigo un mancebo grande y esforzado, como había prometido, que no sé si se podría comparar a ninguno de los que estaban presentes, porque, además de la grandeza de su cuerpo, sobrepujaba en altura a los otros toda la cabeza, y, si os place, entonces le apuntaban los pelos de las barbas; como quiera que venía muy mal vestido y mal ataviado, con un sayo vil y roto, entre el cual parecía el pecho y vientre con las costras y callos duros y fuertes, de esta manera como entró en casa, dijo:

—Dios os salve, servidores del fortísimo dios Marte y mis fieles compañeros; recibid, queriendo de vuestra voluntad y gana, un hombre de gran corazón que quiere estar en vuestra compañía: que de mejor gana recibe heridas en el cuerpo que dineros en la mano, y es mejor que la muerte, la cual otros temen; y no penséis que soy pobre y desechado, ni estiméis mis virtudes de estos paños rotos, porque yo fui capitán de un esforzado ejército que casi destruimos a toda Macedonia: yo soy aquel ladrón famoso que ha por nombre Hemo de Tracia, del cual todas las provincias temen. Yo soy hijo de aquel Terón, que fue muy famoso ladrón; yo fui criado con sangre de hombres, y crecí entre los hombres de guerra, y fui heredero e imitador de la virtud de mi padre; pero en el espacio de poco tiempo perdí aquellas grandes riquezas y aquella primera muchedumbre de mis fuertes compañeros; porque además de yo haber sido procurador del emperador César, fui también su capitán de doscientos hombres, de donde la mala fortuna me derribó y fue causa de todo mi mal. Dejado esto aparte, como ya en vuestra presencia había comenzado, tomaré la orden de contar el negocio porque sepáis cómo pasa. En el palacio del emperador César había un caballero muy noble e hidalgo y muy conocido y privado del emperador, al cual cruel envidia, por malicia de algunos acusado, lanzó y desterró de palacio. Su mujer, que había nombre Plotina, dueña de mucha fidelidad y de singular prudencia y castidad, que había acrecentado el linaje de su marido con diez hijos que le había parido, menospreciando y desechando los placeres y reposos de la ciudad, le acompañó y fue compañera de su desdicha, la cual, cortados los cabellos, en hábito de hombre, ceñida una cinta llena de oro y de joyas muy preciosas, entre las manos y espadas de los caballeros que la guardaban, salió sin ningún temor, siendo participante de todos los peligros, y sosteniendo cuidado continuo por la salud de su marido, sufrió y pasó continuas tribulaciones con ánimo y esfuerzo de hombre. Y después de pasadas muchas dificultades y peligros por mar y por tierra, llegó a la ciudad de Zacinto, adonde su suerte y ventura le había dado por algún tiempo estancia y morada; pero cuando llegó al puerto de Acciaco, por donde nosotros andábamos robando toda Macedonia, ya que era de noche, por apartarse de la mar y por tomar algún refresco, entrose aquella noche a dormir en una venta que estaba cerca de la mar; adonde nosotros llegamos y robamos todo cuanto traía; y no con poco peligro de nuestras personas nos partimos de allí, porque como aquella dueña oyó el sonido de la puerta cuando la abríamos, lanzose en su cámara, dando gritos y voces, que despertó a todos, llamando por sus nombres a sus escuderos y criados y a toda la vecindad, que le viniese a socorrer, y si no fuera que con el miedo que cada uno tenía de sí mismo se escondían, el negocio fuera de tal manera que no partiéramos de allí sin pena; pero después de poco, aquella dueña, muy buena y honrada, de gran fe y graciosa en buenas costumbres, porque es razón de contar la verdad, suplicó a la majestad del emperador César, y alcanzó muy presta, tornada para su marido, y asimismo impetró llena venganza del robo que le fue hecho. Finalmente, que el emperador no quiso que hubiese colegio ni compañía del ladrón Hemo, y luego se deshizo y perdió, porque todo lo puede la voluntad de un gran príncipe. Así que, hecha pesquisa contra nosotros, toda la compañía de los caballeros y pendones de aquella hueste fue muerta y destruida; yo solo, en gran pena y fatiga, me hurté entre los otros y escapé de la boca del infierno en esta manera: Vestido con una ropa de mujer, y tocada una toca en la cabeza, calzados los pies con servillas de mujer blancas y delgadas, así escondido debajo de este hábito de mujer, cabalgando encima de un asnillo que iba cargado de espigas de cebada, pasé por medio de las batallas de los enemigos. Los cuales, pensando que era una mujer asnera, me dejaron pasar libremente, cuanto más que en aquel tiempo yo no tenía barbas y con la juventud me resplandecía la cara; pero con todo esto, yo nunca me aparté ni caí de la gloria de mi padre, ni de mi esfuerzo y virtud. Verdad es que casi con miedo, pasando cerca de las lanzas y espadas de los caballeros, encubierto con engaño de hábito ajeno, yo solo me iba por esas villas y castillos, donde apañaba lo que podía, para provisión de mi camino.

Diciendo esto, descojó de aquellos paños rasgados que traía vestidos y sacó dos mil ducados de oro, diciendo:

—Veis aquí esta pitanza, y aun digo que en dote los doy de buena gana para vuestro colegio y compañía; y aun me ofrezco por vuestro capitán fidelísimo, y si vosotros, señores, no rehusáis esto, yo me obligo a hacer que en espacio de breve tiempo esta vuestra casa, que ahora es de piedra, se torne toda oro.

No tardaron más los ladrones: todos conformes y de un voto le hicieron su capitán, y le vistieron luego una vestidura de seda, como convenía a tal capitán, quitándole primero el sayo roto, aunque rico, que traía. En esta manera reformado, dio paz y abrazó a cado uno de ellos, y sentado en más alto lugar que ninguno, comenzaba a hacer fiesta con su cena de muchos manjares.

Capítulo II

Cómo aquel mancebo recibido en la compañía por Hemo, afamado ladrón, fue descubierto ser Lepolemo, esposo de la doncella, el cual la libertó con su buena industria y llevó a su tierra.

Entonces, hablando unos con otros, comenzaron a decir de la huida de la doncella y de cómo yo la llevaba a cuestas, y diciendo asimismo de la monstruosa y no oída muerte que para entrambos nos tenían aparejada: lo cual, todo por él oído, preguntó dónde estaba aquella moza; y lleváronlo adonde estaba, y como la vio en la prisión cargada de hierros, comenzó a despreciarla, haciendo un sonido con las narices, y saliose luego de la cámara, y desde que se tornó a sentar, dijo luego a los ladrones:

—Yo, señores, no soy tan bruto ni temerario que quiera refrenar vuestra sentencia y acuerdo; pero yo pensaría que tenía dentro, en mi corazón, pecado de mala conciencia si disimulase lo que me parece que es bueno y provechoso; mas una cosa habéis de pensar: que esto que yo os digo es por vuestra causa y provecho. Por ende, si esto que dijere no os pluguiera, digo que tengáis libertad para tornaros al asno. Porque yo, señores, pienso que los ladrones y los que de ellos saben más, ninguna cosa deben anteponer a su ganancia; también esta venganza es dañosa muchas veces a ellos y a otros. Pues si mataréis la doncella en el asno, no haréis otra cosa sino ejercitar vuestro enojo sin ningún provecho ni ganancia. Por ende, me parece que esta doncella se debería de llevar a alguna ciudad, porque no sería liviano el precio que por ella se diese, según su edad; que aun yo tengo conocido, días ha, algunos rufianes, de los cuales uno podría, según yo pienso, comprar esta moza con grandes talentos de oro, para ponerla al partido, como ella merece, y aun de semejante huida que ésta, cuando ella hubiere servido en el burdel, no os dará poca venganza. Éste es mi parecer, y de lo que yo haría, por ser útil y provechoso; pero sobre todo digo que vosotros sois señores de mis consejos y de todas mis cosas.

De esta manera aquel abogado del fisco de los ladrones proponía nuestro pleito y causa, como muy buen defensor de la doncella y del asno.

Mas como los otros se tardaban en deliberar, con la tardanza de su consejo atormentaban mis entrañas y el mezquino de mi espíritu. Finalmente, de buena gana todos se allegaron a la sentencia del nuevo ladrón, y luego soltaron a la doncella de las cadenas en que estaba; la cual, como vio a aquel mancebo y oyó hacer mención del burdel y del rufián, comenzó con una gran risa a alegrarse tanto, que a mí me vino el pensamiento que todo el linaje de las mujeres merecía ser vituperado, por ver una doncella que, olvidado el amor del mancebo su marido y el deseo de las castas bodas que con él habría de hacer, se alegró súbitamente oyendo el nombre del sucio y hediondo burdel. Y la verdad es que la secta y costumbres de todas las mujeres pendían entonces del juicio de un asno. Aquel mancebo, tornando a repetir la habla, procediendo adelante, dijo:

—Pues ¿por qué no aparejamos de suplicar y hacer sacrificio al dios Marte, nuestro compañero, y también para vender esta moza y buscar compañeros para nuestro colegio? Pero, según yo veo, no hay aquí animal ninguno para hacer sacrificio, ni tenemos vino para que suficientemente podamos beber. Así que dadme diez compañeros de éstos, con los cuales yo me contentaré, e iré a un lugar de éstos por aquí cerca, donde compraré lo que es menester para comer y otras cosas necesarias.

De esta manera, partido de allí, los otros encendieron un gran fuego e hicieron un altar al dios Marte de céspedes verdes. A poco rato tornó aquél, y los otros traían ciertos odres llenos de vino y una manada de ganado delante, de donde tomaron un cabrón grande y escogido, de muchos años, con las guedejas alzadas, el cual sacrificaron al dios Marte, su compañero, a quien ellos seguían, y luego fue aparejado el comer muy abundantemente; entonces, aquel huésped nuevo dijo:

—Vosotros, señores, no solamente me habéis de tener por capitán de vuestras batallas y robos, pero también es razón que me debáis sentir muy diligente para vuestros placeres.

Y diciendo esto, con mucha gracia hablando, ministra a todos con diligencia, barriendo la casa, poniendo la mesa, cocinando manjares sabrosos y poniéndolos delante abundantemente para que comiesen; mayormente se esmeraba en henchir y hartar a todos con grandes y espesas copas de vino. Entre esto, algunas veces, fingiendo que iba por las cosas necesarias para la mesa, entraba donde estaba la moza y traíale algunas cosas de comer que escondidamente tomaba de la mesa, y alegre le traía asimismo alguna taza de vino, de la cual él gustaba primero y ella lo recibía de buena gana; y alguna vez que él la quería besar ella lo consentía, recibiéndole con la boca abierta, la cual cosa a mí me desplacía en extrema manera, y decía entre mí: «¡Oh moza doncella!, ¿tan presto te has olvidado de tu desposorio y de aquel tu muy amado, por quien tanto llorabas, y antepones este advenedizo y cruel matador a aquél, que no sé quién es, tu nuevo marido y esposo, que tus padres ayuntaron contigo? ¿No te acusa la conciencia, y paréceme que, hollado el amor y afición que le tenías, te conviene ser mala mujer entre estas lanzas y espadas? Pues ¿qué será si en alguna manera los otros ladrones sintieron esta burla? ¿Piensas que no tornarás otra vez al asno y otra vez me causarás a mí la muerte? Cierto, tú burlas y juegas de cuero ajeno.» En tanto que yo, en mi pensamiento, falsamente acusaba estas cosas y disputaba de ellas con grande enojo, conocí de sus mismas palabras, algo dudosas, aunque no muy obscuras para asno discreto, que aquel mancebo no era Hemo, ladrón famoso, mas que era Lepolemo, esposo de la doncella: porque procediendo en sus palabras, que ya un poco más claramente hablaran, no curando de mi presencia, estuvieron hablando muy quedo, y él dijo:

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