El Balneario (18 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Mientras tanto en El Balneario la satisfacción por lo que iba a ser pronto y necesitado desenlace dio paso a estupor e indignación al conocerse la noticia del asesinalo de Frisch. Su viuda había sido recogida por un jeep y llevada a la morgue de Bolinches. Los restantes balnearenses consideraron el crimen como una muestra más de que padecían una conjura v que era necesario cuanto antes hacer un escarmiento y sobre todo salir de aquella ratonera. Iban por esa vereda los ánimos dialécticos cuando hacia la una del mediodía frenó ante la entrada principal del balneario un coche patrulla de la policía y de él descendió el inspector Serrano abriendo camino a un sonriente Luguín que alzó los brazos en señal de triunfo cuando avistó a un ramillete de sus compañeros. Costó identificar al agresor en un primer momento, porque se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a los veinte o treinta europeos de más de metro ochenta y cinco de estatura y ciento diez kilos de peso que albergaba la clínica. Pero luego se fijó, sin el menor margen de error, en la persona de Klaus Schróeder, ingeniero electrónico de Colonia, quien ante la visión de Luguín de vuelta, libre, y la evidencia de que la pesadilla seguía planteada, fue al encuentro del hombrecillo y le partió la mandíbula de un puñetazo, sin que Serrano ni un guarda jurado que le secundaba llegaran a tiempo de hacer otra cosa que recoger a Luguín del suelo como si fuera un juguete roto.

19

En opinión de Molinas, opinión que habrían compartido sin duda los vecinos y allegados del interfecto, KÍaus Schróeder no era una mala persona, ni había agredido: Luguín por un prurito racista o clasista ante la prueba de insumisión al papel de chivo expiatorio que había demostrado el ex presidiario. No es que su condición de ingeniero electrónico, residente y ejerciente en Colonia, le colocara por encima de cualquier sospecha, aunque los ingenieros electrónicos residentes y ejercientes en Colonia suelen ser gentes respetadas, con comprobada capacidad de autocontrol. Lo más lógico, opinó Gastein, es que Schróeder al agredir a Luguín en realidad trataba de derribar al fantasma agresivo del misterio.

—¿Comprenden? Para él Luguín era la solución del misterio. Pensaba que el misterio se había terminado. Pero cuando le ve reaparecer todo el enigma se replantea, la pesadilla vuelve a empezar.

—Y entonces va y le sacude —concluyó Molinas el razonamiento por la vía más directa, la que les conducía a la situación embarazosa que estaban viviendo, sólido el aire de la clínica de enrarecido que estaba, especialmente en las zonas por donde se movía el servicio, llena de rumores y malas caras.

Educado Schróeder en el principio de que no hay que agredir al prójimo, pero ya que lo agredes hay que conseguir ponerlo cuanto antes fuera de combate, principio que tanto ha hecho por la prosperidad individual y colectiva de los hombres y los pueblos, no es que estuviera satisfecho de su puñetazo como impulso inicial, pero sí como resultado final. Es decir, era una mala acción pero técnicamente perfecta. La prueba era que Luguín tenía la mandíbula destrozada. Entre la colonia extranjera se comentaba que no debía haber golpeado al presunto delincuente, pero que había sido un golpe realmente extraordinario.

Aunque el agresor presentó sus excusas a Molina y adujo enajenación transitoria debida al clima de crispación y terror que se había apoderado de todos los pobladores del balneario, la sirena de la ambulancia que se llevaba a Luguín al hospital de Bolinches dejó una estela sonora de reclamo, de toque de rebato que convocó al personal subalterno del balneario en torno del comité de empresa. La historia de las relaciones laborales dentro de El Balneario se iniciaba bajo el signo del paternalismo racionalizado con el que los Faber dotaron a los trabajadores de los mismos derechos que hubieran tenido en la casa central de Suiza o en cualquier otra sucursal, a pesar de que aún en España regía la legislación franquista. Voluntad democrática y prosperidad económica generaron un clima de coexistencia colaboradora que se fue deteriorando a medida que los capataces de los Faber fueron añadiendo peculiaridades de democracia empobrecida a unas relaciones nacidas para regir la lucha de clases en situaciones de democracias ricas. El aumento de los costes sin la voluntad de reducir beneficios había condicionado reajustes de plantillas más o menos incruentos, disuasorios, a modo de jubilaciones anticipadas o empujones para la obviedad del despido, sin que se repusieran las plazas vacantes aunque aumentara objetivamente el volumen de trabajo de cada empleado. Este factor de mantener la misma productividad con menos productores, unido a la progresiva usura en la negociación de los convenios, no había llevado jamás a condiciones dramáticas por la pobreza del mercado de trabajo de la zona y la prudencia consiguiente de los trabajadores expuestos a salir por las puertas de Faber and Faber en dirección a la nada. Pero el trato recibido por Luguín fue considerado vejatorio e insultante para todos los trabajadores de la empresa, como declaró el primer orador del encuentro, el conductor del autobús de la clínica y el elemento más radical, a años luz del moderado centrismo de los cuadros más ilustrados de los trabajadores indígenas: dos enfermeras, el profesor de gimnasia y la jefa de la sección de masajes.

—Compañeros, ese puñetazo lo han dirigido contra el corazón de los españoles y de los obreros.

—Déjalo en trabajadores, Cifuentes, que yo no soy una obrera.

Era una opinión defendible, pero prometía un duro combate argumental entre los técnicos y los asalariados, a juzgar por la vivacidad con la que una de las enfermeras había replicado lo que al fin y al cabo era sólo la primera fase de una arenga.

—Sea. Pero trabajadores u obreros, lo cierto es que nos han golpeado y hay que dar una respuesta.

Aplausos. Dos o tres.

—¿Y qué respuesta hay que dar?

Silencio.

—¿Qué respuesta hay que dar?

Silencio y primeras sospechas de que el orador aún estaba pensando la respuesta más adecuada. —Pues, compañeros, la cosa es bien sencilla… Pero no lo decía.

—¡Una huelga indefinida de protesta activa!

Se liberaron los pensamientos, las respiraciones y los recelos, porque si bien la propuesta fue inmediatamente aceptada por los más subalternos, en cambio hizo cabecear al profesor de gimnasia, hombre de cierta cultura y moderado sentir, socialista algo desencantado pero socialista al fin y muy respetado por los trabajadores de la casa porque hablaba un castellano sin acento local.

—No se pueden matar moscas a cañonazos. No podemos responder a esa provocación indignante, indignante, desde luego, con una medida desproporcionada que acabará quitándonos la razón.

Estaban de acuerdo con el profesor las enfermeras y buena parte de las masajistas y estaba a punto de dejarse seducir por su limpieza vocálica y armonía consonántica buena parte del resto del personal, cuando nuevamente tomó la palabra el conductor:

—Hoy le han roto la mandíbula al compañero Luguín, pero mañana me la romperán a mí o a ti. O nos tratarán como a perros que no supieron defender a tiempo su dignidad. Nuestra función consiste en quitarles la mierda, la cumplimos bien, bien, compañeros, y ésa es nuestra razón, nuestra fuerza. Hemos de darles una lección de dignidad. El capitalismo en su tercera fase de expansión no sólo trata de condenarnos al hambre, sino también al silencio. Recordad que el actual gobierno del PSOE prometió ochocientos mil puestos de trabajo y que a duras penas aún trabajan en España ochocientas mil personas. Abusan de nosotros porque callamos.

—¿Y qué tiene que ver el PSOE con lo que está pasando aquí?

—Yo me entiendo, compañero, y mi gente también me entiende. Todo forma parte de un mismo sistema de dominación basado en la desigualdad y en el silencio de los más desiguales.

Así como la argumentación y la invisible sintaxis de sinceridad del orador iban convenciendo a los demás, los técnicos acentuaban su sonrisa, sus cabeceos desaprobadores y acabaron moviendo las piernas para ganar la puerta y estar en condiciones de una retirada discreta. Su retirada lenta pero irrevocable no escapó al rabillo de un ojo del enardecido orador, que esperó a que se consumara para señalar la puerta por donde habían desaparecido.

—¡Mirad! ¡Mirad lo que han hecho los criados de la empresa! Se han marchado. Ellos sí son los criados de la empresa a los que les gusta que el patrón les pase la mano por el lomo. La responsabilidad de dar la cara por el compañero Luguín es toda nuestra. No podemos defraudarle. No sólo le han roto la cara a él, nos la han roto a todos nosotros y hay que dar una respuesta que impida otra agresión. ¡Manifestémonos ante el despacho de la dirección!

La manifestación subalterna dio la vuelta a los traseros del balneario, como si no se atreviera a enfrentarse a los clientes o como si respetara la insinuación de Molinas de que se manifestaran donde menos podían molestar. Mas no carecía de potencial levantisco, no porque persiguieran prebendas políticas o satisfacer desquites anteriores, sino porque les iba el levantamiento, bien porque sintieran la injusticia cometida con Luguín como propia, bien porque les pedía el cuerpo una operación de rechazo y castigo de la osadía de los señores. Hubiera tolerado incluso Molinas que los agitados llegaran hasta la puerta principal y entregaran sensatamente un pliego de cargos a través de una comisión de portavoces votada al respecto, pero no llegaba a tanto la razón orgánica de la turba, y tras recorrer el dorso de la clínica, se presentó ante la puerta principal de la dirección compactada pero interinamente desarticulada. Se predisponía Molinas a salir flanqueado por madame Fedorovna y el pequeño de los Faber, en la confianza de que tan selecta representación calmaría los ánimos, cuando vio que los aborígenes enarbolaban una pancarta que le aludía directamente: «¿Hasta cuándo, Molinas, al servicio de tus amos?»

—La madre que los parió —exclamó Molinas y aña dio—: ¡Esto es intolerable! —en alemán, para que lo oyera el pequeño de los Faber.

Pero no habían terminado los factores directos e indirectos de indignación, porque al insinuarse su presencia tras la puerta giratoria, una voz bien dotada, diríase que de tenor dramático y que él atribuyó al repartidor de El Balneario, clamó:


¡Molinas, cabrón, trabaja de peón!

O sea que la tienen tomada conmigo. Yo que les he recibido, que les he dado la razón cuando la tenían. Que acabo de disuadir al inspector Serrano para que no tome cartas en el asunto. Molinas había asistido a un curso de administración de empresas en Alemania y a otro en España. En Alemania había aprendido a delegar las situaciones conflictivas a una negociación igual, entre colectivo de intermediarios nada irritantes para las dos partes, lo que el profesor Hoffman, de la Universidad de Tubinga creía recordar, llamaba
la disuasión a través de los disuadidos.
Pero en el curso recibido en España a cargo de la patronal del sudeste se le había inculcado que, dado el carácter de nuestro pueblo, muchas veces el dar la cara individualmente aborta una situación conflictiva que en su morosidad es caldo de cultivo para los profesionales del rencor y de la insidia. Difícil para él mismo explicarse por qué en aquel momento optó por las enseñanzas españolas y no las alemanas. Lo cierto es que se encontró a sí mismo solo al otro lado de la puerta giratoria, mirando fría pero duramente a los manifestantes.

—Sois muy dueños de decir lo que queráis y de gritar lo que queráis. Pero me niego a aceptar que soy vuestro enemigo. Esa pancarta no me la merezco.

Lanzó un dedo acusador contra la pancarta y sus portadores se miraron entre sí, cada cual con su palo, dudando entre plegarla o tensarla aún más.

—Y os diré por qué no me la merezco. Cuando se discutió el reajuste de plantilla a comienzos de año ¿quién dio la cara por vosotros ante la empresa?

—¡Nadie! —gritó una voz anónima.

—¿Conque nadie? Qué mala memoria tiene ese que ha gritado «nadie». Querían echar a un veinte por ciento de la plantilla y me negué en redondo. Conseguí salvarte a ti y a ti…

Los aludidos empezaron a sentirse avergonzados y la misma voz que había gritado «¡nadie!» dijo esta vez:

—Nos vas a hacer llorar.

Fue indignación lo que le subió a Molinas al cerebro y saltó dos escalones con el cuerpo prodigiosamente hinchado, como si consiguiera ese efecto psicosomático al alcance de algunos animales que logran fingir un aumento de tamaño cuando se sienten acorralados o cuando pasan al ataque.

—¡Que salga ese hijo de la gran puta a decirme lo que ha dicho en mi cara!

Salió el hijo de la gran puta y, como había presumido Molinas, era el repartidor. No podía el gerente echarse atrás y se fue a por las solapas del subalterno, mas no las tenía porque llevaba un mono verde botella sin nada más debajo, y las manos que pretendían apoderarse del agresor verbal parecieron agresoras, con lo que el repartidor no tuvo más remedio que dar un paso atrás y un manotazo hacia adelante que dio en plena nariz del gerente y le lanzó las gafas al abismo del salto, la caída y la rotura. Fue entonces cuando madame Fedorovna empezó a gritar «¡ Socorro!» tras la puerta giratoria y se puso en marcha la espiral de aspas y viento para dar paso a dos guardas jurados que se lanzaron sobre el comité con los pies por delante, una pistola en una mano y la otra mano repartiendo puñetazos entre gentes poco acostumbradas a recibirlos, especialmente las mujeres de la limpieza, dos de las cuales rodaron por las escaleras. La imagen de las dos mujeres llorosas, patiabiertas, magulladas, impotentes, encolerizó a los varones, que rodearon a los guardas jurados y suplieron la carencia inicial de agresividad por la eficacia de ser mayoría y de acertarles de lleno, varias veces, en las cabezas con el rastrillador manual del césped, con tal violencia que uno de los guardas jurados perdió la pistola y se quedó en el sitio con la cabeza chorreando sangre y el otro perdió la compostura, y probablemente el empleo, cuando dio la espalda a la venganza de los amotinados y ganó la puerta giratoria como quien se sube a un bote salvavidas. Cargados de razones y de mártires, los veinte manifestantes lanzaron objetos contundentes contra la puerta y trataron de hacer daño a Molinas y a la dirección en sus partes más sensibles, por lo que, contrariamente a la costumbre establecida y a la coherente relación entre los espacios del balneario y las funciones de que les habían laboralmente atribuido, rebasara el seto que les separaba de la zona de la piscina y la pista de tenis e invadieron el lugar predilecto de los clientes, en situación de tomar el sol los pocos que conservaban el ánimo para ello, la mayor parte mujeres con sus muchos o pocos, llenos o vacíos, poderosos o nacidos pechos al aire. La avanzadilla subalterna se les apareció como una patrulla tártara en el límite de la estepa y tras una ligera vacilación, el tiempo justo que el cerebro colectivo de unos bañistas tarda en detectar una agresión igualmente colectiva, los residentes allí desparramados unieron sus desnudeces y sus gritos, convocando a efectivos más alejado incluso los que guardaban turno para la visita con Gastein o los masajes o quienes peloteaban coléricamente en la pista de tenis. Había casi una igualdad numérica, bajo la que se enfrentaban desiguales estados de ánimo primitivos, miedo agresivo por parte de los clientes y violencia acelerada para autojustificarse todas las violaciones de tabúes que habían cometido por parte de los trabajadores. Los clientes formaron una vanguardia en la que participaba una mayoría de hombres, entre ellos los tenistas con las raquetas en ristre, y no fueron los menos lanzados los españoles, especialmente Sullivan y el coronel, que se apoderaron de una banqueta y arremetieron los dos juntos contra el enemigo. La diferencia de estatura y de vivacidad en la carrera provocó que perdiera pie el coronel y rodara por el césped en peligroso descenso hacia la piscina, venturosamente frenado por la propia desigualdad cilíndrica de su cuerpo, ya que el estómago y el bajo vientre formaban un apéndice cónico aleatorio que fue amortiguando la aceleración del rodamiento. Y la caída del coronel dejó a solas en su flanco a Sullivan, sin la posibilidad además de blandir con fuerza el asiento, por lo que tenía las manos ocupadas y ninguna posibilidad de agredir y todas las de ser agredido. Como así fue, a puñetazo limpio, por manifestantes que reconocieron en él a un compatriota y se creyeron más autorizados para darle de puñadas y patadas hasta que le hicieron caer y aun en el suelo le patearon hasta que optó por seguir una ruta de rodaje y huida paralela a la que el coronel había recorrido involuntariamente. En cambio, cinco ejecutivos agresivos alemanes, el cultivador belga de endivias y el mayorista más importante de productos del Périgord cargaron con notable saber contra los amotinados y dieron golpes contundentes y sabios que causaron mella en la avanzadilla y la hicieron retroceder hasta el seto. Y así habrían quedado las cosas de no salir de una puerta lateral, la que daba a la zona de estricta asistencia sanitaria y al gimnasio, una inesperada turba de ignoradas mujeres de la limpieza que ante los gritos y al ver cómo algunos de sus maridos estaban recibiendo un duro castigo a cargo de aquellos extranjeros, arremetieron como avispas contra los agresores y les dejaron en las caras uñadas que tardarían en cicatrizar quince días y una ciega rabia que no olvidarían mientras vivieran. Las mismas mujeres que pedían permiso y casi perdón por invadir su habitación cada mañana, hacerles la cama, pasar el aspirador, limpiar la taza sanitaria de las mal borradas salpicaduras de las diarreas enémicas o las que les servían en la habitación con una puntualidad japonesa el té de las dos treinta o la compota del día de salida del ayuno o el yoghourt extra en caso de un brusco descenso de presión, y siempre con aquella amabilidad oriental que ningún antropólogo habría razonablemente atribuido a ignorados sustratos olvidados de la arqueología del alma española, se lanzaban sobre sus clientes como pirañas contra bueyes prepotentes que no sabían cómo sacárselas de sus patas llenas de mordeduras. Brillaba en su cénit del mediodía el sol sobre el campo de batalla y nadie escuchaba las órdenes del coronel que, enderezado, sugería a gritos un repliegue estratégico tras un examen de la situación que le llevó a la conclusión que de momento los clientes estaban en desventaja. Sólo dos de las mujeres, la de la cornisa cantábrica y una dama entre la delgadez y el culturalismo, tomaban parte eficazmente en la batalla, arañando y siendo arañadas e incluso acertando a devolver guantazo por guantazo. En cambio el resto se había retirado para gritar a una prudente distancia, mientras la vanguardia masculina recibía un duro castigo e iban desertando las solidaridades de los más viejos, los más gordos o los más prudentes. Entre estos últimos estaban Delvaux y Colom. Nadie le escuchaba, pero de haberle escuchado no se hubiera sorprendido ante lo que decía Delvaux:

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