Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—No. Se quedó roque del susto. Un ataque cardíaco. A él le condenaron a ocho años. Cumplió cuatro. Desde entonces no se ha metido en líos que se sepan. Declaró de buenas a primeras sus antecedentes. Su coartada no sirve, como la de nadie. A partir de las doce de la noche esto es el valle del ronquido. Cada mochuelo está en su olivo y nadie sabe lo que hace el otro.
—¿Ese hombre forma parte del personal que se queda aquí o del que vive en Bolinches?
—Se queda aquí. Es especialista en calderas y depuradoras. En cualquier momento se le puede necesitar.
Se echó a reír Carvalho.
—Si ese hombre no existiera habría que inventarlo.
—Me lo guardo en la reserva.
—Todos están pidiendo un chivo expiatorio.
—Cumplo órdenes.
Sonó el teléfono y Serrano se lo señaló a su ayudante. Lo cogió y forcejeó durante unos segundos con su propia capacidad de comprender lo que le estaban diciendo.
—O alguien se cachondea o esto es de tebeo. La guardia civil ha detenido a un tal Juanito de Utrera,
el Niño Camaleón
, y a otro tipo.
—¿Dónde?
—Querían entrar en el recinto. Les han dicho que no se podía y se han puesto chulos.
—
¡El Niño Camaleón!
El que faltaba. ¿Quién será ese tío?
Carvalho le puso en antecedentes sobre las actividades culturales de El Balneario y Serrano se encogió de hombros. Ordenó que le dejaran pasar y se encaminó al despacho de Molinas para saber a qué atenerse sobre el cantaor. Molinas estaba reunido con los Faber, recién llegados de Madrid dijeron, y al decirlo contemplaban a Serrano con una especial insistencia. Empezaban las explicaciones de Molinas sobre Juanito de Utrera y sus disculpas dirigidas a los Faber por no haberse acordado de aplazar la actuación del dúo flamenco, cuando les llegaron voces airadas desde la entrada y salieron del despacho para presenciar la escena de Juanito de Utrera abanicando con su sombrero cordobés al guitarrista derrumbado sobre el sofá.
—¡Mire lo que le han hecho los civiles, esos salvajes!
Tardó
el Niño Camaleón
en explicar que, ante la tozudez del guardia en no dejarles pasar, le habían dicho cuatro cosas bien dichas, y en su nerviosismo el guardia les había dado algunos manotazos, con mala intención, se lo juro, señor Molinas, con mala intención, que mire cómo me ha dejado el tupé que parece una boina. Y este pobretico que nunca se ha visto en una de éstas, pues que se me ha puesto pálido, amarillo, verde y ahí lo tiene. Que no hay derecho. Disculpó Molinas a los guardias por las muchas horas que llevaban de servicio e informó a la pareja flamenca de lo sucedido y de lo impropio de que en estas circunstancias nos deleitaran con sus canciones.
—Nosotros nos metemos en situación, señor Molinas, y le cantamos hondo, hondo… algo triste, impresionante, que al lado de lo nuestro el Réquiem de Mozart es un chachachá.
—No, no, muchas gracias, queridos amigos, alabo su profesionalidad, pero no sería comprendido, todo el mundo está muy nervioso.
—Fíjese en esta letrilla, señor Molinas:
Te canto porque te has muerto,
compañerito del alma.
Te canto porque te has muerto,
compañerito del alma.
Se había reanimado el guitarrista y semiincorporado en el sofá empezó a jalear al cantante y a iniciar las palmas. Insistió Molinas en que no era el momento y que no se preocuparan por el cobro de la actuación. A efectos de pago, como si hubieran cantado. Se lo agradecían mucho y lo aceptaban, aunque no era su estilo y le aseguraban que no había ceremonia fúnebre más bonita que un fandango cantado con el corazón. Carvalho les dejó entre intercambios versallescos y se puso a la estela de Serrano, que volvía al encuentro con los Faber. Primero los dos hermanos contemplaron a Carvalho como un enigma, pero el retornado Molinas realizó las presentaciones. Ni le hicieron caso los Faber, ansiosos como estaban de decirle a Serrano que habían conseguido audiencia con el ministro del Interior, por intercesión de un alto cargo del Gobierno, cliente habitual de El Balneario, y que habían recibido toda clase de seguridades del pronto final de tantas molestias. Dudo que El Balneario pueda recuperarse durante muchos años de este desprestigio, insistía Hans Faber, y hubiera seguido en sus lamentaciones de no haberse reproducido de nuevo el alboroto en la entrada. Y al salir todos a ver lo que ocurría, volvieron a encontrar al de Utrera y su guitarrista en plena histeria, con los tupés más ladeados si cabía y flanqueados por una pareja de la guardia civil.
—¡Le juro, señor Molinas, que somos inocentes!
¿Inocentes de qué?, interrogaba el perplejo gerente con la mirada a los cantaores y a la guardia civil, pero hubo que ampliar el radio de su perplejidad porque por la puerta giratoria entraban otros dos guardias civiles empujando a un hombre: Karl Frisch. El sargento se destacó e informó a Serrano que al inspeccionar el coche en que salían del balneario los cantaores habían descubierto al suizo hecho un cuatro en el maletero. Gemían Camaleón y su compañero y señalaban al suizo como si fuera un ovni. ¿Tú conoces a ése? En mi vida le he visto. Carvalho inspeccionó el entorno y al pie de la escalera vio a Helen abrazándose a sí misma, atribulada por la escena que adivinaba a través de las voces. Su marido apenas si podía caminar, sostenido por dos guardias civiles, y Helda decretó que había que trasladarle a la enfermería. ¿No le han visto meterse en el maletero? Que no, que no, inspector, que se ha metido mientras los dos estábamos hablando con usted y el señor Molinas. Marcharon una vez más los artistas y Carvalho siguió a Serrano rumbo a la enfermería. Caminaba el inspector unos pasos adelantado y Carvalho fingía coincidir con el itinerario despreocupado de la persona del policía. Karl estaba de nuevo en la litera, dormido. Helda le sacaba en aquel momento una prueba de sangre para un análisis y Helen se había sentado en la última esquina de la habitación, como pretendiendo ser ignorada. Cuando vio entrar a Serrano se asustó, pero la presencia de Carvalho la tranquilizó. Helen vestía traje de tenis y mantenía la raqueta sobre las rodillas doradas. No. No había visto cómo Karl se escapaba. Tenía apalabrada la pista con el señor Dórffman y lo había dejado aparentemente dormido. Está obsesionado por marcharse. Han sido malos estos meses últimos. Tiene los nervios a flor de piel y ya sólo le faltaba esto. Ahora dormirá una o dos horas, avisó Helda. Aprovecharé para cambiarme y escribir unas postales, comunicó Helen, y con los ojos lanzó un aviso a Carvalho. Esperaron la marcha de Serrano y luego salió la mujer y en pos de ella el detective. Con su cola de caballo, el jersey de punto sin mangas, la corta falda que subrayaba las nalgas redondas, las piernas rectas y tersas, los calcetines, a Carvalho le parecía perseguir a una novia adolescente, y adolescente era el juego de la mujer, de vez en cuando asomada al espacio que le dejaba el giro de su cabeza para ofrecer a Carvalho una dulce sonrisa llena de ojos azules y de labios pintados de rosa pálido. Abrió ella la puerta de su habitación y la dejó de par en par para que entrara su seguidor. Dejó la raqueta sobre una de las dos camas, se pasó mecánicamente la mano por la cola y al retirarla llevaba un prendedor que dejó suelta la melena con lentitud de sueño. Dio la cara a Carvalho y lo que habían sido sonrisas eran lágrimas.
—¡Ayúdeme!
Se echó en los brazos del hombre y permaneció acurrucada contra él, con las manos tensamente apretándole los brazos. Luego levantó la cabeza y ofreció sus ojos llorados, ojos azules brillantes por las lágrimas y una boca que se había abierto como una pequeña herida y se posó primero en la mejilla derecha de Carvalho, luego en la izquierda para buscarle finalmente los labios y permanecer allí, como respirando, pero luego, abierta, dejó salir una lengua delgada y tierna que se metió en la boca del hombre y se movió como una mariposa voluntariamente prisionera. Comprobó Carvalho que le sabía el aliento a perejil fermentado, pero había perdido el control de sus propios sentidos y eran sus manos las que saboreaban la textura de los pezones de Helen, con el jersey subido hasta los hombros y las dos tetas sonrientes y ligeras, como liberadas de cautiverio. Profundizó Carvalho el beso y ella levantó los brazos para que se ultimara la desnudez del torso. Se recreó él en la suerte de amasar los pezones o acariciarlos con toda la palma de la mano y sopesar los senos soleados y calientes. Le urgió a ella bajarse la corta falda de tenista y quedar en bragas blancas de tanga, como comprobaron las manos del hombre cuando se fueron en busca de los culos. Bragas que cedieron de buena gana su lugar en el mundo y ante él apareció un pubis de muñeca teñido de castaño suave. Desaconsejó a la mujer que se quitara los calcetines tricolores y las zapatillas de juego y la empujó hasta la cama, donde las lenguas vaciaron los cuerpos de aromas de perejil fermentado para llenarlos de sabor a piel humana bruñida por Badedas azul.
—¡Ayúdame! —exclamaba ella de vez en cuando, como recordándole una deuda que en algún momento vencería, y a cualquier ayuda estaba dispuesto el hombre, que tenía bajo su deseo un cuerpo de desplegable de
Penthouse
en una de sus ediciones menos adocenadas y más afortunadas.
Tan deliciosa era Helen en su vencida ternura que prolongó el hombre los juegos de tacto y antropofagia, reservando la penetración para el momento en que los ojos de ella derivaran tanto como su sintaxis. Eran gemidos más que palabras las que anunciaron que había llegado el instante en que se abren todos los esfínteres de la mujer y el pene de Carvalho salió de una larga hambre en busca de la puerta estrecha que va a la ciudad doliente. Excesiva la metáfora, pero era de lujo lo que tenía bajo su cuerpo, y los jadeos de la mujer diríase que respondían a una maravillosa escala musical, y agitados los movimientos de su cara pequeña, como buscando mayor espacio para absorber o comprender tanto placer. Mas algo se había roto en la conciencia de Carvalho, escindido en el animal que entraba y casi salía de la mujer desnuda y otro hombre capaz de distanciar la escena y contemplarla como si se produjera en otra galaxia. No disminuía la esquizofrenia la potencia y los ojos de Helen se abrían de vez en cuando, entre gemidos y más gemidos, asombrados y valorativos de la ristra de orgasmos que recibía de tan encausado montador. Pronto se debilitaron los
sigue, sigue
pronunciados en un francés tartamudeado y era casi dolor lo que denunciaron primero los ojos y luego los labios, pidiendo una tregua para lo que, pudiendo ser coito bien medido, empezaba a ser persistente ejercicio de taladradora sin retorno, despellejador de las más tiernas pieles del alma sexual. Trató Carvalho de recuperar una única personalidad dominada por el tenaz montador que llevaba dentro y de consumar su propio placer por primera vez, agotada la hambre y descoyuntada como una muñeca sobada, pero le resultaba imposible y el ¡basta!, ¡basta! que brotaba de los labios de ella pronto pasó de jadeo a lagrimeo y la entrega se convirtió en un forcejeo por liberarse de aquella bestia dotada del movimiento continuo. Se impuso la lucidez y se desenganchó Carvalho con los atributos en todo lo alto y una urgente necesidad de ir al cuarto de baño a consumar con imaginación y mano lo que tan larga cabalgada no había podido ultimar. Frente a la taza del retrete se dio primero recuerdo y placer, un recuerdo de ambiguo cuerpo de mujer, mitad Charo, mitad un sueño, probablemente Helen, y un rostro entregado perdido en un pliegue de la memoria, tal vez una mujer con la que había sido absolutamente ingenuo y feliz y cuyo nombre no podía o no quería recordar, y entonces le llegó el orgasmo, torpe, rápido, devaluado, como si después de medio kilo de caviar hubiera tenido el capricho de tomarse un bocadillo de calamares a la romana. Volvió al dormitorio y allí estaba ella, recogida sobre sí misma, dorado cuerpo bajo el dorado resol de la tarde.
—Eres un hombre terrible.
—No me ocurría una cosa así desde seis meses después de la guerra de Corea.
Dudó la mujer entre tratar de entender lo que oía o aprovechar el tiempo alcanzando parte de los objetivos de la fiesta. Cubrió su desnudez con un albornoz y a Carvalho le pareció de pronto que la habitación se había oscurecido. Ella se le acercó, le besó suavemente los labios.
—¿Me ayudarás?
—¿A qué?
—Tengo que salir de aquí. De lo contrario Karl va a volverse loco y lo voy a pagar yo.
Muy caro iba a pagarlo, porque se le encogía la voz y le volvían las lágrimas, mientras las pequeñas manos se agarraban a las mangas de la camisa de Carvalho.
—¿Por qué he de ayudarte yo? Yo soy uno más en la clínica.
—No. No eres uno más. Te he visto actuar. Dominas la situación.
—¿Quieres salir tú sola?
—¿Yo sola? ¿Estás loco? He de salir con Karl; si no, él me matará; no te lo digo en broma. ¡Me matará!
Silabeaba para que él comprendiera la carga de verdad y presentimiento que había en la palabra.
—Hemos de salir los dos. Luego, si quieres, nos reuniremos y volveremos a hacer el amor, como hoy. Ha sido maravilloso.
Había presenciado escenas parecidas en películas y en la vida. Más en las películas que en la vida, se confesó. Lentamente le invadió el cansancio y empezó a sudar. Se levantó y trató de separarse lo más posible de la mujer, como si quisiera alejar su propia presencia y borrar la tarde.
—No. No es lo que crees. No te he utilizado para salvarle a él, sino para salvarme a mí… a mí…
Volvió a echarse en brazos de Carvalho y él la apartó suavemente, la mantuvo a distancia, la contempló morosa, hondamente. Es una preciosidad, pensó, y le dio la espalda, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Sólo cuatro o cinco veces en su vida la naturaleza le había hecho un regalo tan prodigioso y sin embargo algo le amargaba el pensamiento, como un regusto evidentemente sentimental. Tenía la impresión de que había hecho el amor a cuenta de una deuda y sólo le consolaba la casi segura certeza de que no podría pagarla. A lo sumo mantendría bajo vigilancia al suizo y trataría de sondear a Serrano sobre sus intenciones con respecto al incómodo residente. Serrano estaba ahora con Gastein y el doctor no se sorprendió al ver las maneras participativas con que Carvalho entró en la estancia y se predispuso a escuchar.
—¿Ha llamado a la puerta?
—No. Pero me parece una feliz coincidencia que el doctor Gastein esté aquí. He estado charlando con la señora Frisch, la esposa del suizo, y está seriamente preocupada por la salud de su marido, salud mental, me refiero. ¿No consideran excesivo aguantar a ese hombre con lo liada que está la situación?