El Balneario (6 page)

Read El Balneario Online

Authors: Manuel Vázquez Montalbán

—Y además es uno de los pocos alimentos que carecen de contraindicaciones.

Ante tamaña ciencia, cejó el embate de la indignación y bien pronto flaquearon las voces críticas y hasta algunas recordaron argumentaciones en favor del perejil de madame Fedorovna en sus clases de reeducación dietética. No es que los españoles frecuentaran voluntariamente esas clases con entusiasmo, pero madame Fedorovna, buena conocedora de la psicología autóctona, tenía por costumbre marcar de cerca la colonia española en las horas anteriores a la charla hasta forzarles con su poderosa presencia a penetrar en el salón de conferencias, donde daba consejos regenerativos basados en prescindir de un noventa por ciento de lo que constituía lo más agradable de la memoria gastronómica española, más algunas fobias complementarias, como la que madame Fedorovna tenía contra el jamón dulce, superchería industrial y tóxica con la que venía sosteniendo un duro e implacable combate desde hacía lustros. Según madame Fedorovna, el jamón dulce era tan adulterable como la mortadela y lo era todo menos jamón, y sobre todas las cosas, colorantes y aromatizantes químicos que eran suficiente contraindicación frente a la única posible bondad del producto: su bajo índice calórico a comparación del desdeñable jamón serrano. La cara que ponía madame Fedorovna cuando se aplicaba a destruir el mito del jamón serrano reaparecía en las pesadillas de los asilados cuando soñaban en bocadillos de jamón, con tomate el pan en el caso de los catalanes y a palo seco el pan y el jamón en el resto de los españoles. Era quizá lo que menos perdonaban a madame Fedorovna, a la que le aceptaban incluso su reprobación de la tortilla de patatas como uno de los males dietéticos que más han contribuido a la ruina física de los españoles. No permanecían los hombres ajenos al mercadillo dietético de la tertulia, pero era lo suyo fijarse en lo que pasaba en el mundo y en España e incluso decir en voz alta su sanción ante las personas y los hechos. Eran frecuentes los sarcasmos cuando aparecían en la pantalla televisiva los gobernantes socialistas, y se le oyó gritar más que decir «Yo a ese tío lo fusilaría» al hombre del chandal cuando apareció en pantalla Marcelino Camacho, secretario general de Comisiones Obreras. Pero ninguna exclamación o toma de posición había superado la que el vasco recordaba haber oído en aquel mismo salón en octubre de 1982, cuando en ocasión de la victoria electoral de los socialistas y al aparecer en pantalla el que sería vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, una dama alta y morena, amueblada con exquisitez así en las joyas como en el vestuario, se pusiera a gritar: «¡Afganistán! ¡Afganistán!» Como si temiera que de la gestión socialista pudiera derivarse una afganización de España. No bien se había dicho «Yo a ese tío lo fusilaría» en referencia a Marcelino Camacho, penetró en el salón de televisión el escritor Sánchez Bolín, por lo que se sospechó que hubiera podido oír el comentario más allá de la puerta, y hasta el hombre del chandal no quedó en paz y no le ayudó demasiado la inoportuna locuacidad del vasco, empeñado en retener la afirmación y contradecirla:

—Pues no sé yo por qué habría que fusilar a Camacho. Yo antes fusilaba a tanto hijodeputa que nos está subiendo los impuestos.

Eso. Eso. Hasta las damas se sumaron a la búsqueda de enemigos más evidentes que el secretario del sindicato filocomunista, sin que Sánchez Bolín les agradeciera el gesto, ni en esta vida ni en la otra, porque nada más comprobar que había poca predisposición para ver
Viaje a Italia
, de Rossellini, se llevó su sordera, su miopía y su comunistez a su habitación dejando una situación rota y desilusionada, y con la mosca tras la oreja al coronel Villavicencio, molesto por las atribuciones militares que se había autoatribuido el hombre del chandal. Molestia que retuvo en su interior mientras duró el concurso televisivo al que entregaron su curiosidad, pero que expresó cuando subía los escalones en pos de la ligereza de su esposa.

—Qué cono va a fusilar el rosco ese. Aquí el único que puede fusilar soy yo.

—No te enojes, Ernesto, que te sube la tensión.

—Que se suba lo que sea y adonde sea. Pero no se puede tolerar que los civiles se metan donde no les llaman y menos cuando son vascos, que no tendrían ni derecho a hablar, porque son más salvajes que los salvajes y matan por matar, como si fuera uno de esos deportes imbéciles que practican.

—Ernesto.

—¿Qué se puede pensar de unos tíos que se lo pasan de puta madre cortando troncos o levantando piedras?

—Ernesto.

—¡Que no lo vuelva a repetir en mi presencia, porque lo cuadro y le digo cuatro cosas bien dichas!

—Ernesto.

—Que a mí hay que conocerme.

6

El primer día Carvalho lo había pasado tomando posesión del lugar y de sus gentes, aunque íntimamente se preguntaba qué hacía él allí, hasta qué punto había acudido por el consejo del médico o atraído por la mitología de los balnearios, hospitales sin muros donde la muerte se sienta en sillones de mimbres historiados o de viejas forjas liberty cubiertas según una antigua lucha entre la herrumbre y la pintura blanca. Pero luego llegaron la purga, los dos primeros días a caldo vegetal y zumo de frutas y algo parecido a la depresión le puso a la orilla del teléfono, a punto estuvo de llamar a
Biscuter
o a Charo o a Fuster, pero no lo hizo porque dudaba en poder mantener un tono de voz entero. La soledad del ayunante es la peor de las soledades. Luego se sintió atrapado por la rutina del establecimiento, la expectación del pesaje, la gimnasia, la piscina e incluso le pidió hora al profesor de tenis para recuperar la memoria tenística que había abandonado en Estados Unidos. El profesor era un alemán lento, viejo y delgado, empeñado en que rememorizara los golpes pero con elegancia. Le conducía el brazo con sus manos, le empujaba los pies a suaves patadas para que se situara en su sitio.

—Esto es tenis, no squash ni . Si corre usted mucho podrá devolver las pelotas, pero jugará sin elegancia. Y si juega sin elegancia no le invitarán en las mejores pistas.

No tuvo tiempo Carvalho de boquiabrirse. Secundó todos los consejos de Von Trotta y a los tres días de prácticas tenía un drive que no lo hubiera mejorado Nureyev y cogía las boleas con la fuerza de un Rod Laver, pero con la elegancia de Margot Fonteyn. En cambio, smashaba como un asesino, según le advirtió el profesor.

—Eso que usted da no es un golpe de tenis, es un intento de asesinato. Recuerde que si juega sin elegancia no será invitado en las mejores pistas.

—McEnroe juega sin elegancia y en cambio le invitan en las mejores pistas.

—Eso no es un tenista. Eso es un gamberro inexperto que brilla en tiempos en los que han desaparecido los grandes estilistas.

Y bailaba el tenis Von Trotta como si fuera la
Invitación al vals
. Se desesperaba el profesor cuando le tocaba jugar con ejecutivos cúbicos de Colonia o Dusseldorf, dispuestos a fusilarle a pelotazos, empeñados en convertir cada clase de tenis en una final de Forest Hill, y agradecía en cambio el tenis de Sullivan, elegante, elegante, quizá algo débil pero elegante. Del tenis al masaje subacuático, una inmersión en bañera de agua tibia y el brazo de una enfermera manejando una manguera trompa de elefante de la que salía un chorro de agua a presión con la fuerza relativizada por el agua estancada en la bañera. El chorro buscaba las adiposidades de Carvalho como un hurón enfurecido y Carvalho se maravillaba de que las aguas no quedaran llenas de virutas de carnes inútiles. Después del masaje se quedaba relajado dentro del agua, bajo el consejo de no levantarse de. un impulso, sino poco a poco; de lo contrario se exponía a una lipotimia. Fue durante una de estas inmersiones relajantes cuando, a través de la entreabierta puerta que comunicaba con la sala de masajes vecina, oyó una conversación a malas voces entre dos mujeres. Primero reconoció la voz de madame Fedorovna y luego a través del resquicio de la puerta vio cómo pasaba mistress Simpson en retirada. No habían hablado en inglés, ni en alemán, sino en ruso, una nota más que añadir al conjunto de cualidades de la apabullante mistress Simpson. Alguna connotación de la conversación se interfería en su memoria como un ruido, algo que no sonaba concordantemente, y más tarde se dio cuenta de que lo sorprendente era el tono de reconvención que había en las palabras de la Fedorovna y la estridente defensiva de la atlética anciana. Si algo caracterizaba las relaciones dentro de El Balneario, era la corrección en las formas, el apriorismo de que nadie tenía que convencer de nada a nadie, ni mucho menos pedir explicaciones. Incluso si durante el pesaje frau Helda deducía que el paciente no había respetado el régimen por un brusco aumento de peso continuado, de sus labios no salía ninguna reprimenda, sino la propuesta de que se bebiera un litro y medio de infusión de pelo de panocha, un diurético que le haría perder el agua acumulada en el organismo. Inconcebible que mistress Simpson hubiera violado alguna norma lo suficiente como para indignar a madame Fedorovna, como no hubiera sido sorprendida devorando un jamón dulce o introduciendo fraudulentamente en El Balneario una tortilla de patatas. Por lo demás el comportamiento de la vieja americana siguió siendo el de siempre, una perpetua exhibición de la séptima juventud en la que vivía, así en el gimnasio como en la piscina, o en el simple acto de caminar como una bailarina ingrávida en el trance de acudir a una cita con Gene Kelly en torno al farol de las mejores películas de Stanley Donen.

Carvalho aprovechaba los masajes para hablar con las masajistas hasta tropezar con el muro de la discreción profesional con que defendían las intimidades de El Balneario. A Carvalho le intrigaba el contenido humano de la razón social Faber and Faber y la masajista manual le dijo que eran dos hermanos, próximos a la sesentena, que sólo acudían a la clínica dos veces al año con regularidad de semestre y cuando ocurría algo excepcional.

—¿Qué quiere decir algo excepcional?

Algunos intentos de robo. Especialmente uno importante durante el que se introdujo una furgoneta en el recinto, pero afortunadamente un cliente con insomnio que paseaba por el parque lo vio y, al acercarse, la furgoneta huyó. Muy importante iba a ser el robo para requerir una furgoneta y las especulaciones llegaron a presumir que querían robar el archivo de El Balneario por encargo de un grupo financiero que trataba de montar un establecimiento similar. Todas las recetas de cocina son secretas, informó la masajista bajando la voz. ¿De qué cocina? De todo. Desde el caldo vegetal que toman los ayunantes hasta todos los platos de regímenes hipocalóricos e hipercalóricos. El misticismo de la delgadez y la alimentación natural se había apoderado incluso del personal subalterno, no del peonaje, que seguía aferrado al paladar de su memoria, pero sí de los cuadros indígenas medios, que de vez en cuando incluso ayunaban no por solidaridad con los pacientes, sino para gozar de los beneficios de la desintoxicación y así estar más cerca de la comprensión de las experiencias de los clientes. Ayudaban a esa fe la calidad media de la clientela y las irregulares estancias en El Balneario de principales figuras del Gold Gotha de la aristocracia, el dinero y la inteligencia. Siempre se rumoreaba, por ejemplo, que Cristina Onassis estaba a punto de llegar y a veces llegaba. Otro cliente prometido era Orson Welles y hasta se recordaba una estancia de Audrey Hepburn para engordar unos cuantos kilos que resolvieran su problema de no lugar en un cine donde el cuerpo humano ha de ser, como nunca, fiel a unos valores standard de la belleza digerible. Inolvidable el recuerdo del desembarco de un jeque árabe con harén incluido y las dificultades que tuvo que superar el gerente para ofrecer una ala del edificio exclusivamente reservada a las mujeres del jeque. El príncipe sarraceno era un estudioso de las huellas del Islam en España y sabía que sus antepasados habían utilizado aquel lugar para sus baños purificadores y se emocionó ante las hechuras orientalizantes del pabellón superviviente. Tanto que prometió una donación especial para que se construyera una mezquita en el altozano del oeste, orientado hacia Bolinches y el Mediterráneo, dominador de la suave caída del río Sangre en el salto del Niño Moro.

—¿Mistress Simpson es una cliente habitual?

—Con ésta es la cuarta vez, al menos desde que yo estoy aquí.

—Es muy especial.

—Sí, muy especial.

—Tiene una vitalidad envidiable para su edad.

—Y usted que lo diga, porque esa mujer se conserva por encima de lo normal. A mí me ha dicho que cada día hace una tabla de gimnasia de una hora y yo con un cuarto de hora ya quedo para el arrastre.

—¿Es muy impertinente?

—Aquí nunca hay clientes impertinentes, señor —respondió la masajista a la impertinencia de Carvalho, boca abajo, con las carnes entregadas al manoseo enérgico y aséptico de la muchacha y el cerebro repartido entre la curiosidad por todo lo que aparecía en aquel escenario y un placer nuevo que traducía mejor que nada la cantidad de verdad que había en el slogan propuesto por todo el ámbito de El Balneario: el propio cuerpo es el mejor amigo del hombre.

Carvalho había redescubierto su cuerpo. De hecho vivía pendiente de él desde que se levantaba hasta que se acostaba. Nada más poner los pies en el suelo se iba a orinar para que la pérdida de las aguas nocturnas le permitiera rebajar peso de cara a la segunda estación del ví narcisista: el pesaje. La gimnasia o el castigo del cuerpo pecador. La sauna que le succionaba las aguas inútiles y le abría los poros para que salieran los venenos acumulados por tanto orujo helado o por los excesos de salmis de pato a altas horas de la madrugada en compañía del gestor Fuster. Y los guisos constantes de
Biscuter
. Aquella fiebre de madre nutridora que tenía el fetillo, siempre proponiéndole platos que le dejaba sobre la mesa del despacho como ofrendas a un dios angustioso del Hambre. Carvalho se miraba el cuerpo en el espejo del cuarto de baño después de cada experiencia regenerativa. Pero ninguna para tener la sensación de lo que es y no es un cuerpo como un masaje manual, donde las manos del técnico denuncian lo que sobra y lo que falta, la flaccidez de lo que hay y la consistencia muscular perdida. Después de las iniciales depresiones penetraba en las venas una extraña euforia en parte debida al proceso depurativo, pero en parte también al lavado del cerebro tóxico de animal voraz y bebedor. Era como la limpieza de alma de un espíritu recuperado a través de los ejercicios espirituales, limpieza que no culminará hasta el instante en que caiga de rodillas y pida perdón a Dios por todos los pecados cometidos. ¿Cuándo llegaría ese momento en que, de hinojos ante la magnificencia del valle del Sangre, él, Pepe Carvalho, emponzoñado por el bacalao al , las pochas con almejas, las patatas con chorizo a la riojana, el brioche con al tuétano, el arroz a la tinta de sepia, el pan con tomate alcahueta de tantas meriendas arbitrarias, el arroz con bacalao, el puding de merluza y mejillones de roca, última especialidad con la que aún pugnaba
Biscuter
, pediría perdón a los dioses de la Dietética? Y qué decir de la bebida. Cuando volvía la vista atrás, Carvalho se veía en la necesidad de atravesar un lago de orujo helado y después remontar un río de vinos blancos de entre horas, obsesiones periódicas por unos o por otros que le habían llevado a una última devoción por el Marqués de Griñón, no sabía si por la indudable calidad del vino o como intento de aproximación tangencial y platónica a la señora marquesa, de soltera Isabel Preysler, Lou von Salome filipina que al igual como su predecesora había coleccionado a Nietzsche, Rilke y Freud, ella traducía aquella tríada gloriosa a tiempos de posmodernidad y la dejaba en Julio Iglesias, el marqués de Griñón y un ministro de Economía que por ella dejó la familia y el control del Presupuesto General del Estado. Y no quería ya pasar el capítulo de tintos, aquellos tintos que veía en un fondo oscuro de sangre, sangriento, como sangriento y despellejado debía haber quedado su hígado después de aquel mal trato durante años y años.
El propio cuerpo es el mejor amigo del hombre
, se oyó decir a sí mismo Carvalho, no sin preocupación, porque a pesar de la evidente complacencia derivada del buen comportamiento, del ayuno y del ejercicio físico, algo le decía que en un lugar indeterminado de su cerebro estaban agazapados y aplazados los demonios neuróticos del hambre y la sed, y ese mensaje no le desagradaba. Es más, se dijo Carvalho ante el espejo, con el torso desnudo y un dedo apuntando hacia el lugar aproximado donde debía estar el hígado:
Por mí puedes reventar, hijo de puta.

Other books

Sisters in Sanity by Gayle Forman
Someone Like You by Susan Mallery
Salvage by Jason Nahrung
Almost Amish by Cushman, Kathryn
The Happiness Project by Gretchen Rubin
Safe Harbor by Laylah Hunter
Fight by Kelly Wyre
Temptation to Submit by Jennifer Leeland