Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Pero qué cosas más graciosas dice este chico. Explíquese que me muero de risa.
—Pues, dejando a un lado mi teoría sobre los pechos, porque hay señoras y muy bien dotadas por cierto y centrándome en la de los vientres masculinos, diré que el menos agradecido es el de pepino preñado horizontal, porque al espectador le parece que de un momento a otro se va a producir el alumbramiento mediante un estallido. Es el vientre más agresivo. Luego el vientre caído, que parece una morrena de glaciar que se lo lleva todo por delante, es el más desagradable de aspecto; pero con no mirar, santas pascuas. El otro, el vientre cámara acorazada, es inevitable, porque su propietario parece un armario que le va desde la nuez hasta las partes, con perdón, y ahí dentro caben todas las vísceras, las joyas de la familia y hasta el dinero negro.
—Pero qué gracioso es este vasco, Ernesto.
—Muy gracioso el vasco, muy gracioso.
—En algo hay que matar el tiempo, porque yo soy muy activo y en cuanto se acaban los pesajes, los masajes, la gimnasia, la lavativa… en fin, todo este rollo, ya no sé qué hacer y me entra la depre. Y cuando me entra la depre me desconozco a mí mismo y me entregaría a cualquier aventura por descabellada que fuera. Hay quien supera las depresiones comprándose corbatas de seda italianas o tabletas de chocolate suizo, pero a mí me da por la megalomanía, y cuando me deprimo robaría un zepelín o planearía un atraco perfecto.
—¡Qué gracioso, pero qué gracioso! —insistía doña Solita, maravillada de que el vasco pudiera sorprenderla tanto.
—Y le diré más. A veces he planeado atracar mi propia fábrica y lo tengo todo muy bien estudiado. Hay que tener en cuenta ante todo los movimientos de mi hermana y de su hijo mayor, que son un poco imprevisibles, porque mi hermana es jefe de ventas y mi sobrino lleva las relaciones públicas. Pero hay un día al mes, normalmente un viernes, en que los dos tienen el horario controlado y en todo momento sé dónde están. Ese día doy un atraco y no se entera ni Dios. Cuando se enteran yo ya estoy a mil kilómetros y con toda la pasta en la cartera.
—¿Y luego qué haría?
—Pues volver y contarlo todo. Al fin y al cabo lo que me llevaría sería una miseria porque siempre tenemos la caja medio vacía, no vaya a producirse un atraco un día y a tener una desgracia. Con la inseguridad ciudadana que hay hoy en día.
—Entonces ¿por qué se atracaría usted a sí mismo?
—No lo sé, señora Sólita, no me lo pregunte. Quizá para excitarme y al mismo tiempo no incurrir en un delito. Lo importante es asumir el desafío, realizar la operación. El resultado es lo de menos.
Llegaba Sullivan bostezando, arrastrando con elegancia la toalla, pero arrastrándola, y el albornoz tan cansado como el cuerpo.
—¿Ahora te levantas?
—Ahora.
—Pues si es la hora del caldo vegetal. —Es que me fui anoche a Bolinches con un amigo que vino a visitarme y no veas. Volví a las tantas.
—Y… y te pusiste morao.
Lo ha dicho el vasco con un hilo de voz, con una sobreexcitación contenida y las vibraciones de esa sobreexcitación contagian a don Ernesto y hacen detener la calceta de doña Sólita, por si la historia lo mereciera. Baja Sullivan la voz después de mirar a derecha e izquierda y musita:
—Cuatro pedacitos de jabugo y media dorada a la sal.
—¡La madre que te parió! ¡Media dorada a la sal! ¡Cómo se ha puesto el hijo de puta este mientras los demás nos morimos de hambre!
Había indignación en el vasco, no por la violación del tabú, sino por la desconsideración solidaria del señorito, que era muy suyo el señorito, repetía el vasco con la ira creciente, y así van las cosas en Andalucía, que luego nos mandáis a todos los ganapanes que os sobran para que les demos de comer en el País Vasco. Perplejo Sullivan ante la reacción y meditabundo el coronel que consideraba los pros y los contras de la situación, y si bien reconocía el derecho de Sullivan a intoxicarse con media dorada a la sal, no estaba lejos de la molesta sensación de estúpido hambriento que manifestaba el vasco.
—Pero no te pongas así. Otro día te fugas tú a Bolinches y te comes un jamón con chorreras, si quieres.
—Que no es eso, hombre. Es que lo que no se puede hacer, no se puede hacer, y si se puede hacer, no se puede contar.
—¿Pero no has sido tú el que me ha pedido que hablara?
—Y esta mañana en el pesaje ¿qué?
—No me he pesado.
—No se ha pesado. ¿Lo habéis oído? No se ha pesado
Hacía aspavientos Sullivan para que el matrimonio asumiera lo racional de su conducta y tuvo que dar explicaciones a Colom y la pareja del tendero y la gordita elástica que se habían acercado ante los gruñidos del vasco.
—¿Y a cuánto te salió ese menú? —preguntó el joven tendero.
—¿Y no te ha dado algo aquí dentro? —interrogó el catalán.
—Estoy cojonudo. Eso del cólico hepático se lo inventan para tenernos en un puño, como los curas se inventaban que si te la pelabas se vaciaba la columna vertebral.
EÍ vasco se había ido a quemar sus furias siguiendo con pasos medidores todo el amplio perímetro de la piscina. Llevaba las manos cogidas sobre el culo y hablaba solo.
—Pues vaya una le ha pillado a ése.
—Comprende, Sullivan, que aquí se está en tensión. El ayuno nos hace especialmente sensibles.
—Que es una criatura ese vasco, hombre, te lo digo yo.
—Lo que pasa es que aquí uno se aburre mucho si no le gusta hacer cosas prácticas o leer, y Duñabeitia se pasa el día elucubrando. Y eso no es bueno.
Ratificó el coronel la explicación aportada por su esposa y ni escuchó la exclamación de solidaridad con el vasco que salía de la boca de la jovencita. O la escuchó a medio oído, como el rumrum que debía atender por cortesía pero cuya remota argumentación no le convencía. Estaba encantada la joven con la espontaneidad del vasco. Había reaccionado sinceramente y eso era de agradecer en estos tiempos de tanta doblez en los que se dice lo que no se hace y se hace lo que no se dice.
—Aquí se habla mucho y se hace poco —redujo el coronel la argumentación de la muchacha, y como su afirmación no convocara la expectación que esperaba, achicó un ojo y masculló—: ¿Se entiende lo que digo?
—Pues no, la verdad.
Ametralló el coronel al joven quesero con una ráfaga de mirada negatoria.
—Pues está claro, chico. Cuando yo digo esto hay, es que esto hay, y si me quiero comer un jamón entero, me lo como y salga el sol por Antequera. Recluta, anda, vete a por el vasco y le dices que aquí le espero porque acabo de tener una idea que le va a iluminar el caletre.
Así hizo el quesero y se le vio forcejear dialécticamente con el vasco hasta que le convenció y se lo trajo con el ceño fruncido y la mirada sobre las losetas del canto de la piscina.
—Vasco, siéntate aquí que vuestro coronel ha urdido un plan que será recordado en este balneario por los siglos de los siglos.
—¿Qué chorrada se te ha ocurrido?
—Un atraco.
Guiñó el ojo el coronel en dirección a Colom, porque le constaba la seriedad de espíritu de los catalanes y quería que el catalán entrara en el juego. Rió brevemente el aludido y tras musitar varias veces «siempre está de broma, coronel, qué hombre, siempre está de broma», se apartó para no verse envuelto por la complicidad.
—Tú a tu calceta y nosotros a lo nuestro —ordenó el coronel a su mujer y obligó a Sullivan, al vasco y al quesero a acercársele para escuchar su plan de acción—. Necesito hombres bregados que no se arruguen ante las dificultades y que estén dispuestos a todo sacrificio premiado con un suficiente botín.
—Ésos somos nosotros —opinó Sullivan.
—Pero no somos los suficientes. Hay que contar con un quinto elemento a tenor de las distintas tareas que en mi condición de jefe de grupo debiera encomendaros. He hecho un rápido repaso de los efectivos humanos con los que contamos y llego a la conclusión de que los demás hombres de la colonia española o son muy viejos o son muy catalanes, es decir, muy suyos y poco de fiar ante planes donde priva la audacia y el factor sorpresa. Por eliminación le he echado la vista a ese que se llama Carvalho. Con ése se puede contar porque es un tío bregado y tiene experiencia. ¿Qué os parece como quinto elemento?
—Por mí, cojonudo, mi coronel.
Y se llevó Sullivan la mano a una hipotética visera.
—Pues tú has de trabajártelo para nuestra causa. La llamaremos «Operación Hipercalórica».
—Hipercalórica. Me gusta. Esto promete.
No le fue fácil a Sullivan, a pesar de su talante directo y poco acomplejado, sincerarse con Carvalho sobre los propósitos del coronel ya secundados sin reservas por el vasco, el quesero y él mismo. Merodeando, empezó hablando del tedium vitae y de las situaciones irracionales que a veces se creaban en los ámbitos cerrados. Cada cuatro puntos cardinales, adujo Sullivan, crean su propia cultura, una manera de ver, de pensar, de actuar. No le era tampoco fácil a Carvalho asumir a Sullivan como filósofo de la conciencia en su relación con la conducta, pero dejó hablar a la espera de que se desvelara lo que era misterio o simples ganas de pegar la hebra.
—El caso es que el coronel, que, aquí entre nosotros, con ese aspecto que tiene de cabo chusquero es un echao palante, se ha montado un rollo muy superior para el que necesita la colaboración de cuatro tíos sin piedad y sin escrúpulos. Y hemos pensado en usted como uno de esos cinco. Porque usted se aburre como todos nosotros.
—Ignoro cómo se aburren ustedes, pero, en efecto, reconozco que de vez en cuando me aburro.
—Se trata de una operación a la vez de castigo y de saqueo.
—¿Contra quién?
—Contra la razón social Faber and Faber. Es decir, contra la administración de este balneario y contra esta funesta filosofía represiva que nos aplican. Vamos a preparar un asalto nocturno a la cocina con el fin de apoderarnos de toda la manduca que encontremos.
—Será comida de régimen.
—En la cocina tienen de todo porque parte del personal no es vegetariano, y, además, tengan lo que tengan siempre será mejor que ese miserable caldo vegetal que nos dan. ¿Juega?
—Juego.
—A las doce, cuando termine la segunda hora de gimnasia, nos encontramos en el gimnasio. Sea puntual. El coronel ha dicho que la puntualidad es la base de toda operación militar.
Una profunda educación en el respeto al poder militar, atávica, suponía Carvalho, grabada en el subconsciente de un pueblo que había perdido sus luchas con los militares desde los tiempos de Viriato o, en su defecto, de Escipión el Africano, le obligó a estar pendiente toda la mañana de la hora exacta de la cita. En la monótona existencia del balneario eran de agradecer las expectativas que daban sentido al paso del tiempo más allá de las muescas de las botellas de agua vacías o de los tazones de caldo vegetal que le separaban del gran día del primer alimento sólido: una compota de manzana. La ansiedad porque llegaran las doce le hizo asistir distraído al encuentro normativo con Gastein y contestar sin concentración las preguntas que el doctor le hacía sobre su adaptación al ayuno y a la especial atmósfera de la clínica. Sin saber cómo se encontró con una «tabla de calculación» en las manos y tuvo que parar mayor atención en las explicaciones del médico.
—Conviene que empiece a mentalizarse para el período posterior al ayuno. En esta tabla de calculación encontrará las mediciones de proteínas, grasas, hidratos de carbono y calorías que tienen los alimentos más habituales para ustedes los españoles… omnívoros. Usted es catalán.
—Vivo y trabajo en Cataluña.
—Pues bien, todos los catalanes reaccionan fatal cuando se enteran de que cien gramos de butifarra equivalen a quinientas cuarenta y una calorías. ¿Sabía usted que un puñadito de nueces suman más de setecientas calorías? Y cien gramos de aceitunas rellenas ya son doscientas calorías.
—No siga. Me deprime.
—Dirá que soy un sádico, pero le conviene que haga cálculos… calcule… Usted no tiene exceso de grasa muscular, pero tiene colesterol. Cualquier alimentación hipercalórica produce aumento de grasas.
—Insisto, no siga. Me iré a roer mi pena en soledad.
—Y calcule… calcule…
Puesto a fantasear, Carvalho calculó un sabroso menú provocador mientras tomaba el sol tumbado en la terraza de su cuarto. Cincuenta gramos de caviar, setenta calorías. Una minucia. Un cogote de merluza a la sidra, cuatrocientas calorías. Una paella de marisco, setecientas calorías. Un poco de cuidado en las restantes comidas quien se engorda es porque quiere. En cuanto a las grasas era imprescindible la generosidad con el aceite en la paella, pero en el resto del menú el aceite era evitable o reducible. El porvenir gastronómico se prometía de color de rosa siempre y cuando no cayera en los excesos de un salmis de pato, que no le salía por menos de quinientas calorías, aunque ordeñara a la bestia de la mayor parte posible de sus grasas. Le pareció indignante que la naturaleza hubiera metido trescientas setenta y una calorías en cien gramos de arroz y que cien gramos del pan más apetitoso, el pan crujiente, sumaran hasta trescientas ochenta. En cambio, un miserable y repugnante huevo duro, ese tumor lunar blando, no llega a noventa calorías, bellaco manjar que sabía a impotencia imaginativa. Un buen costaba casi seiscientas calorías y en cambio un asqueroso muslo de pollo de granja sólo te salía por ciento veinte. En estas distracciones estuvo a punto de llegar tarde a la cita con el coronel, pero cumplió con la hora y allí estaban los conjurados en torno de la primera autoridad militar de la plaza.
—Muy bien. Por ser la primera cita todo ha ido muy bien. Caballeros, soy hombre de pocas palabras y poco hay que decir y mucho que hacer hasta llegar al día D y la hora H. Un objetivo militar ante todo debe ser conocido y por lo tanto hemos de pasar por un período de observación, previa la recogida de información que ahora, ya, aquí, podamos reunir. Para empezar, tú, recluta…
—Tomás.
—Tomás, entérate de los movimientos generales de la casa. Hay que elegir la noche más adecuada. Golpear al enemigo cuando menos se lo espere.
—Para eso no hace falta que se movilice Tomás, mi coronel. Mañana por la noche es el día de la semana que dedican al baile social. Casi todo el mundo estará en el salón.
—Correcto, Sullivan. Serías un magnífico miembro del Servicio de Información Militar. Ya tenemos el día D… Ahora es necesario concentrarnos en la hora, en el momento justo en que la cocina queda vacía o dotada de elementos de vigilancia mínimos que podamos neutralizar.