El Balneario (2 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

—Agua, mucha agua. Aproveche cualquier momento o pretexto para beber agua. Acostúmbrese a relacionar ansiedades con agua. Si tiene hambre, beba agua. Si se deprime, beba agua. Si tiene nostalgia, beba agua. Si se trata de deseos sexuales, beba agua.

—¿Se tienen deseos sexuales?

—Cada cliente es un caso, pero sí, hay pulsiones sexuales, aunque el predominio de clientes con exceso de peso tiende a crear una atmósfera asexuada. Siempre hay excepciones y entonces se dispara la imaginación erótica.

—¿Hay promiscuidad en este convento para gordos?

—Insisto en que no son gordos todos los que están.

Gastein le señala el hígado, a distancia, con un dedo educado en el arte de señalar. Un dedo largo, dibujado por un escultor genético expresionista, contundente, fuerte, ligero y a la vez inapelable.

—Usted está aquí por culpa de su hígado. Ha bebido mucho.

—He vivido mucho.

—¿Vivir es beber?

—¿Por qué no?

—Mal le irá entre nosotros si no parte de una filosofía menos autodestructiva. Es posible autoengañar al cuerpo mientras se es joven, en el sentido biológico de la palabra. Usted sigue siendo joven, pero en el sentido estadístico. Es joven porque aún le quedan veinticinco o treinta años de esperanza de vida, en el sentido estadístico de la esperanza. Pero ya no se puede permitir demasiadas alegrías. Pregúntese a sí mismo: ¿Por qué estoy aquí? Y contéstese la verdad: Porque tengo miedo de mi cuerpo. Porque tengo miedo de mí mismo.

Y del miedo al desprecio. La entrega de la voluntad a cualquier agente salvador que los brujos propongan. Quizá las experiencias más excitantes, tan máximas como agridulces, reservadas a los ingresados sean los enemas, eufemismo que oculta la vieja práctica de la lavativa y el pesaje cada mañana, nada más levantarse, en bragas las damas y en calzoncillo slip los hombres. El enema retrotrae a tiempos de viejas amenazas infantiles, del descubrimiento del dolor: inyecciones, vacunas, cataplasmas, parches anticatárricos, lavativas. Y algo de ritual infantil y moral tiene el día del enema, avisado desde el amanecer por las enfermeras que señalan con la punta del bolígrafo la fatal indicación y miran al paciente como si su cara ya empezara a ser un culo. Hoy le toca enema. Y allí está, en el lavabo, el depósito que contendrá el agua purificadora de las entrañas hécicas y la cánula que se abrirá paso implacable por la puerta estrecha que la naturaleza diseñó para ser exclusivamente de salida y que la medicina y la sexualidad han convertido en puerta batiente. Llegará la enfermera con una voz cantarína disuasora de terrores, manipulará en el lavabo mientras el paciente empieza a ofrecer el culo a la otredad con el ano tan cerrado como la imaginación y la dignidad de cara a la pared. Y la suerte estará echada cuando la mujer se acerque a la cama y se cierna como amenaza vista desde la perspectiva del insecto que va a ser enculado. Y ya está. Una rasposidad olvidada se asoma al laberinto de las putrefacciones finales y empieza a mearse en la intimidad del cuerpo con el pretexto de limpiarle de adherencias envejecidas. El tiempo pesa como una bolsa llena de agua sucia y el cerebro lucha con los esfínteres para evitar que se abran y enseñen la vergüenza fuera de tiempo y lugar. Sabedora de esta tensión dialéctica entre cerebro y culo, la enfermera avisa que va a retirarse, para evitarse salpicaduras que, de producirse, asumiría con una estricta profesionalidad, que prefiere no malgastar. Ya está. Y el paciente cierra los ojos y cierra al tiempo todos los agujeros del cuerpo como si buscase la esencialidad misma del orificio en la representación simbólica del punto. Ya está. Se retira la voz cantarína de la enfermera y sobre el lecho queda la violación, las tripas llenas de aguas mareadas en busca de una salida y en el cerebro la confirmación de la sospecha de que no somos nada, ratificada cuando tres, cuatro, cinco minutos después, las aguas encuentran el camino de salida y el paciente ha de correr hacia la taza sanitaria y vaciar el sur de su cuerpo y de su alma a medias repartido el espíritu entre aproximaciones a dolores de parto y al gusto que da liberarse de lo peor de uno mismo. Y si ésta es la experiencia más cuestionadora de la propia imagen, la más excitante es el pesaje de la mañana. Algo así como esperar la buena nota por el estricto cumplimiento de las normas establecidas. Perder peso los gordos y ganarlo los flacos. Mantener la presión sanguínea en sus límites. Sobre la báscula o con el torniquete en el brazo, el paciente espera la puntuación de la enfermera, educada en repetir cuantos entusiasmos hagan falta para premiar pérdidas o ganancias positivas, aunque sean miserables y no estén a la altura de la inversión de dinero y libre albedrío que ha hecho cada paciente. Los hay que salen de la sala de pesaje con la corona de laurel sobre las sienes y los hay que van directamente en busca de una cuerda para ahorcarse o, en su defecto, de un espejo ante el cual abofetearse y renegar del propio metabolismo, cuando no de la misma madre que lo parió, expresión más abundante en las manifestaciones de desesperación de los clientes nacionales que en los extranjeros, desde tiempo ha educados en la disciplina de que las cosas son como son, efectos de causas que ya no se pueden borrar de los códigos secretos que hacen los cuerpos y las almas.

—El control médico es indispensable y es el que da seriedad a nuestro tratamiento. Todo el plan de cura lo hacen nuestros médicos. Hay dos comprobaciones médicas por semana y cuantas consultas el paciente exija. Es indispensable un análisis de sangre a la entrada y otro a la salida, para comprobar los efectos de la cura.

Gastein es el cabeza del equipo médico. Por su veteranía y por su extranjería, aseguran los clientes españoles, en la sospecha de que Faber and Faber se fía más del personal especializado alemán o suizo que de los españoles. La aportación hispánica a la clínica es el paisaje, una tercera parte de los clientes y el personal subalterno: algunas enfermeras, masajistas, el profesor de gimnasia y el servicio. Las muchachas que hacen la limpieza, arreglan las habitaciones, abastecen de infusiones según un horario de precisión, han sido reclutadas en la serranía, por razones de cercanía al balneario y para crear una dependencia económica en la zona que elimine los restos de resentimiento ante la extranjerización de un lugar sin el cual el valle del Sangre perdería su principal carácter. También son de la serranía los empleados masculinos que atienden las calderas, la depuración de la inmensa piscina de aguas climatizadas, los trabajos del jardín subtropical, la restauración constante del gran complejo moderno y la conservación, como si de un edificio de interés artístico se tratara, del pabellón cupular para los baños de fango, que la empresa conserva más como un monumento al pasado que como un útil de salud asumible por la moderna tecnología. Sobre el follaje del parque descendente hacia las riberas del Sangre, el pabellón arabizante cumple su función en el collage de la multinacional como una ráfaga de guitarra española en cualquier sinfonía impresionista francesa titulable África. Es una concesión al exotismo y a la obsolescencia.

—Es curioso que hayan conservado la sección de barros del antiguo balneario.

Gastein levanta los ojos de la receta que está escribiendo y tarda en comprender la pregunta de Carvalho.

—Hay un acuerdo municipal vigente desde hace doscientos años según el cual los habitantes del pueblo y su comarca, hasta Bolinches, tienen derecho a utilizar las aguas sulfurosas, sea quien sea el propietario de la concesión. El caudal de las aguas ha disminuido y no permite una explotación a la vieja usanza, pero parte se utiliza para los usos de la clínica y parte para ese compromiso. Pero yo le añadí un motivo a los señores Faber cuando les convencí de que transigieran con el antiguo acuerdo. Todos los balnearios tienen una historia mágica o religiosa, como usted quiera. Los puntos de referencia mágicos no deben tocarse. Son en cierto sentido sagrados. ¿No le parece a usted?

Difícil establecer la edad del doctor. No sólo ahora, ennoblecido por la bata blanca de su liturgia, sino incluso cuando se viste de tenista y se somete al duro peloteo de la doctora Hoffman, la analista, o al bombardeo atómico de la poderosa madame Fedorovna, la regente de El Balneario en ausencia de los hermanos Faber, que complementa las tareas de dirección del gerente, señor Molinas, más jefe de personal que otra cosa. Madame Fedorovna es una rusa alta y cúbica, con cara de muñeca envejecida y una mirada entre lo dulce y lo turbio que prestan los ayunos frecuentes. Su función en la clínica se basa en aparecerse al lado de los ayunantes en el momento en que están ingiriendo el brebaje vegetal o el zumo de frutas, poner los ojos en blanco y decir: «¡Qué maravilla los productos naturales! ¿Ha pensado alguna vez, señor Carvalho, en lo maravilloso de una creación que sin violencia nos da todo cuanto necesitamos para vivir? Piense en la maravilla pequeña, pero al mismo tiempo extraordinaria, de un zumo de zanahoria como el que usted está tomando…» Y madame Fedorovna pide a su vez un zumo de zanahoria, lo paladea, chasquea la lengua contra el paladar en busca del sabor oscuro y terroso de la zanahoria y en su expresión está la sabiduría de una gran catadora en condiciones de decir la marca y la añada de la raíz. Incita a Carvalho a que siga bebiendo y le pide con la mirada que sus ojos expresen la alegría interior que proporciona dar salud al cuerpo y nada más que salud. Su cuerpo se lo agradecerá. Es a la vez un slogan, una consigna y un recurso sintáctico para vacíos de significación. Su cuerpo se lo agradecerá.

—Lo dudo, madame Fedorovna. Lo dudo.

—Tiene usted que recuperar la confianza en su cuerpo.

—Es un borde, señora, un auténtico borde.

Se desconcierta un tanto madame Fedorovna, pero finalmente comprende, se ríe y cataloga automáticamente a Carvalho entre los clientes cínicos pero simpáticos, a la larga buenos clientes, porque en toda ironía hay una imposibilidad de enmienda y por lo tanto los clientes irónicos son los que vuelven, porque más tarde o más temprano regresan a los vicios del alcohol, la carne y la molicie. Abandona a Carvalho con una sonrisa cómplice y se va a ver a otro paciente, a repetir la consagración del zumo de zanahoria y el intento de lavado de cerebro sobre los malos usos alimentarios.

—Madame Fedorovna habla de los zumos, las hierbas, las plantas, las patatas, el queso sin grasa… como si fueran elementos mágicos en posesión de las claves de la salud.

Gastein ha terminado la receta y se recuesta en el respaldo de la silla giratoria.

—Madame Fedorovna es una mujer con mucha fe. En el pasado tuvo una dolencia muy grave de la que se salió gracias a nuestros regímenes y no lo ha olvidado.

—Es rusa, ¿no?

—En un sentido amplio, general, sí. Pero en realidad es bielorrusa. No es lo mismo.

—¿Fugitiva del terror soviético?

—No tiene edad de ser lo que antes se llamaba un ruso blanco. Se marchó de la URSS después de la segunda guerra mundial, según creo. Pero tampoco estoy demasiado enterado de la historia del personal de esta casa. ¿Le interesa a usted mucho la vida de madame Fedorovna?

—Usted es centroeuropeo, por lo que parece, y allí están más acostumbrados a conocer de pronto a una madame Fedorovna. Para nosotros, en cambio, es más difícil y fatalmente nos suena o a personaje de novela rusa o de película norteamericana antisoviética.

Gastein tiende a Carvalho el pasaporte de El Balneario, una doble cartulina en la que consta su pase de entrada, sus pesajes diarios, la medicación, la comprobación de la presión sanguínea, los enemas que debe tomar, el total de días de ayuno, los de recuperación plena de las funciones digestivas y la salida, así como los masajes manuales, subacuáticos.

—¿Y el fango?

—¿Quiere usted fango? No lo creo necesario. No es usted reumático.

—Le confesaré que uno de los motivos más sólidos por los que he venido a este balneario ha sido por los fangos.

—Es lo que menos necesita.

—Nunca he sabido exactamente lo que necesitaba.

—Allá usted. No me cuesta nada añadir en su pasaporte que debe tomar dos o tres baños de fango a la semana.

—¿El fango es de aquí?

—No. Los polvos son alemanes, pero se amasa con la poca agua sulfurosa que aún nos queda. Puede usted tomar los fangos en las instalaciones modernas que están junto a la sauna y la sala de masajes o bien en la antigua sala del viejo balneario.

—¿El mismo fango, las mismas aguas?

—Sí. Pero distintas manos. Allí queda un retén de los antiguos masajistas del viejo balneario; son masajistas que conservamos hasta que se jubilen. Ya les falta poco.

—Tomaré los fangos en el viejo edificio y los demás masajes aquí. ¿Los masajes los dan hombres o mujeres?

—Los masajistas no tienen sexo.

2

El profesor de gimnasia ha explicado por enésima vez que la NASA ha estudiado la relación que existe entre la respiración acelerada del gimnasta y la oxigenación de la sangre, y al decirlo ha dirigido una significativa mirada al rincón izquierdo de la sala donde el general Delvaux interrumpía agradecido su esfuerzo de oxigenación para atender las explicaciones del monitor. Todas las miradas de los gimnastas derrengados sobre las mantas, por los suelos, tienen un ojo en el reloj que anuncia diez minutos más de gimnasia y el otro en el general de la OTAN que ha tenido a bien elegir el balneario Faber and Faber Hermanos para una cura de colesterol, un hombre sesentón, delgado aunque de hinchado y puntiagudo estómago, con el pelo escaso entre el castaño y el pelirrojo, algo canoso en las patillas, como si llevara en la cabeza un conjunto estético irresoluto, a la manera de esos trajes marrones, indecisos sobre su propio color, impuesto por una mediocre cromática evidente en la existencia no sólo de algunos marrones, sino también de casi todos los grises y amarillos. Se acogían los gimnastas al indulto teórico del profesor y miraban con insistencia al general como entregándole la responsabilidad de que el profesor siguiera hablando y la gimnasia paralizada. El militar asentía aunque no entendía nada, pero era consciente de su protagonismo estratégico y de que el profesor relacionaba la OTAN con la NASA, pertenecientes ambas entidades a un universo de siglas transcendentales que estaban más allá del alcance del español medio.

—Frío. Frío. Yo coger frío.

Era un manifiesto, pero también una queja. Las miradas abandonaron al general de la OTAN y se fueron hacia mistress Simpson, setenta y cinco años de viuda americana y una voluntad gimnástica evidentemente a favor de un cuerpo en perpetua tensión dialéctica, la gimnasia y los masajes contra la resistencia pasiva de unas células entre el suicidio y la celulitis. Llevaba mistress Simpson el maquillaje de clase de gimnasia, cejas pintadas en sanguina y una suave malva en los labios, falla tectónica de arrugas convergentes, en el centro geológico de un rostro que parecía un plano sectorial de curvas de nivel hecho por un topógrafo minucioso.

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