El bastión del espino (29 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—¿No podrías detener la difusión de esa balada? —preguntó Khelben.

«Con más facilidad de lo que te crees», pensó Danilo con una punzada de culpabilidad. Podía dejarla sin escribir y que no se cantara nunca, pero ¿qué ganaría con eso? Lo que le había dicho a Khelben era cierto: si él mismo no escribía esa balada, alguien lo haría y el relato podía ir ampliándose a medida que lo fueran cantando.

—¿Cómo? ¿Prohibir una canción? Eso sólo conseguiría que se difundiera con más rapidez. Y tienes que admitir que tiene todos los elementos de un buen relato: heroísmo, tragedia y misterio. Encontrará eco fácil en espadachines a sueldo retirados, que abundan en Aguas Profundas.

—¿Por qué?

—Bueno, porque aparte de los hombres que constituían las patrullas, El Bastión del Espino estaba dirigida por paladines de edad madura, veteranos que elegían seguir sirviendo antes que retirarse. Los paladines de El Bastión del Espino desafiaban su edad y sus debilidades y murieron luchando, como héroes, mucho después de que se les pasara la hora. No me negarás que tiene atractivo.

Danilo alargó el brazo para coger el cucharón de la sopera, pero se lo pensó mejor.

—Todavía hay más. Aunque la audiencia espera siempre que en los relatos la bondad triunfe sobre la maldad, muchos son los que se sorprenden y se deleitan en secreto cuando es el mal el que sale victorioso..., siempre y cuando el asunto no les afecte personalmente.

El archimago se limpió la boca con una servilleta de lino.

—Es un poco duro decir eso.

Danilo se encogió de hombros.

—Pero aun así, es cierto. Como existe todavía mucho misterio en torno a la caída de El Bastión del Espino, habrá especulaciones. Los que escuchen la balada se convertirán de inmediato en narradores y añadirán fantasías sobre lo sucedido.

—Pero no todos los hombres son propensos a las habladurías —aseveró el archimago—. ¿Desde hace cuánto tiempo se estaban reuniendo fuerzas de tamaño reducido para lanzarse contra El Bastión del Espino? Los paladines del Tribunal de Justicia se empeñarán en averiguarlo, eso por no hablar de los caballeros de Summit Hall. Huelga decir que será un empeño inútil porque sólo un asalto de grandes proporciones y a gran escala de un poder descomunal podría derribar esos muros.

Danilo se examinó las uñas.

—¿Estás pensando en intervenir, tío?

El archimago soltó un resoplido.

—Ante eso, sólo tengo una palabra: Ascalhorn.

—Ah, muy agudo.

Durante un rato, ambos se quedaron en silencio, y en el aire pareció quedar suspendido el recuerdo de los resultados calamitosos e imprevistos de un uso indebido de magia poderosa. La caída de la fortaleza que Khelben acababa de nombrar había abierto el portal a poderes más oscuros y mortíferos. Durante años, Ascalhorn había sido llamado con acierto el alcázar de la Puerta del Infierno y representaba el fracaso de los remedios mágicos. Evocar ese episodio probaba la firme resolución de Khelben de mantenerse al margen. Danilo a menudo sospechaba que Khelben tenía una participación más profunda y personal en aquel asunto, pero nunca había hallado el modo de enfocar el tema.

—Así, ¿qué propones que hagan los Arpistas? —lo pinchó Danilo.

—No te gustará mi sugerencia —le advirtió el archimago—, pero escucha lo que me preocupa y sopésalo. Hronulf de Tyr fue uno de los hombres ejecutados y con él se pierde un anillo de poder considerable y misterioso. Tenemos que recuperarlo nosotros.

—Otra vez ese «nosotros» —murmuró el joven en un tono de voz cargado de presentimiento.

La sonrisa de Khelben fue adusta y fugaz.

—Esa tarea no recaerá sobre ti. Hay una persona más adecuada que tú para llevarla a cabo.

—Bronwyn, supongo.

—¿Quién mejor que ella? Ha demostrado gran habilidad en la búsqueda de objetos perdidos y lo que todavía no sepa de su linaje, lo descubrirá en breve. Sería prudente que en este asunto consiguiéramos colocarla al servicio de los Arpistas.

Danilo estaba más que decepcionado por aquel súbito giro en los acontecimientos.

—Esa tarea la situará en serio peligro.

—¿Es acaso diferente de las otras muchas misiones que ha emprendido por voluntad propia?

Aquella afirmación era cierta, pero Danilo todavía se estrujaba el ingenio en busca de argumentos de peso en contra de aquel plan. De repente, se le ocurrió pensar que quizá Bronwyn poseía ya el anillo. Si había conseguido ver a su padre, tal vez se lo había entregado antes de morir. Era una posibilidad que cabía investigar. Si fuese cierta, Danilo se veía incapaz de pensar en nada lo suficientemente importante para arrebatar a Bronwyn el único tesoro familiar que nunca había poseído ni que probablemente tendría en el futuro.

—Bronwyn hará lo que le ordenes —afirmó Danilo, dejando que en su tono de voz asomara cierta irritación—. Siempre te obedece. Pero, dime, ¿qué tiene ese anillo que lo hace ser más importante a tus ojos que su persona?

—Yo no he dicho eso —lo reprendió Khelben—. Encontrar los anillos y mantenerlos alejados de aquellos que quieren utilizar su poder es la única manera de garantizar la seguridad de Bronwyn. Mientras puedan conseguirse esos anillos, cualquier descendiente de Samular se convierte en una presa codiciada.

Danilo cogió una jarra de cerveza y se sirvió un vaso.

—No me hagas actuar a ciegas, tío. He participado demasiado en todo este asunto y no pienso seguir haciéndolo a menos que me digas lisa y llanamente lo que hacen esos anillos.

—Cuenta la leyenda que...

—Olvídate de las leyendas —lo interrumpió el bardo con impaciencia—. ¿Qué hacen?

Khelben tiró del aro de plata que llevaba colgado en el lóbulo de la oreja, prueba patente de su incomodidad.

—No lo sé —confesó—. Cuando se combinan los tres anillos, producen un efecto muy poderoso cuyo alcance, por desgracia, me es desconocido. El hechicero que los creó por encargo de Samular y sus caballeros no estaba muy dispuesto a compartir sus secretos.

«¡Ajá!», pensó Danilo. Algunos de los comentarios anteriores de Khelben adquirían un significado mayor a juzgar por esa revelación.

—¿Una rivalidad antigua?

El archimago se limitó a encogerse de hombros.

—Encuentra el anillo —repitió.

Danilo se recostó en la silla y bebió un sorbo de cerveza, que era poco espumosa y amarga. Torció el gesto y volvió a dejar la bebida en la mesa.

—Eso será un poco difícil. Como te dije hace días, Bronwyn está fuera en viaje de negocios. Mis contactos no han visto señales de ella en el Vado de la Daga, lo cual parece indicar que usó ese destino
como
tapadera. Me atrevería a pensar que tiene otro destino mucho más profundo en mente.

Pronunció aquellas palabras con toda la intención para confundir deliberadamente al archimago.

Khelben frunció el entrecejo.

—Otra vez Puerto Calavera, ¿no? Bueno, compruébalo. Ayúdala a completar sus asuntos para que podamos centrarnos en el tema que nos ocupa.

Danilo sonrió, aliviado de poder decir por fin la verdad.

—Eso, tío, dalo por hecho.

Ebenezer esperó con impaciencia a que Bronwyn negociara con el humano de edad avanzada que regentaba la posada. Se llamaba Portal del Bostezo y el cliente se sentía igual de soñoliento. Cuando empezaba a dar cabezadas sobre su tercera jarra de cerveza, la joven se acercó a su mesa con una expresión de triunfo en el rostro.

—Durnam nos ayudará a entrar —comentó en voz baja—. No es la única entrada a Puerto Calavera, pero sí la más rápida. Es como si fuéramos un cubo sobre un pozo.

Nos ciñe una cuerda alrededor y nos baja.

—Ah, bueno, espero que sea un pozo seco.

—En principio. —Esbozó una sonrisa fugaz y agresiva—. Puerto Calavera no es ni húmedo ni seco, no según ninguna medida.

El enano digirió las noticias. Había estado demasiado tiempo sentado para su gusto y estaba dispuesto para pasar un par de horas de animación. Se levantó de un brinco.

—Bueno, vamos pues.

Ebenezer siguió a Bronwyn hasta la estancia cerrada con llave y contempló cómo el anciano empujaba para deslizar la tapadera que cubría un agujero del suelo. El enano insistió en introducirse en primer lugar porque suponía que podría advertir con antelación el peligro gracias a su capacidad de ver en la oscuridad, capacidad que ella no compartía. Bronwyn accedió y le contó brevemente qué debía buscar.

Fue una buena elección que él se introdujera en primer lugar porque el trayecto fue mucho más largo de lo que Ebenezer esperaba. Si se hubiese quedado sentado mano sobre mano esperando a que Bronwyn regresara, habría cambiado de opinión y habría exigido ir por otra ruta, pero era difícil cambiar de opinión en mitad de un pozo oscuro y estrecho.

Al final, vislumbró la abertura que Bronwyn le había dicho dónde tenía que estar.

Se balanceó atrás y adelante por la cuerda para coger cierto impulso y luego agarró uno de los asideros de hierro que sobresalían por la pared de piedra. Se empujó hacia el túnel lateral, se quitó el arreo de cuero que llevaba y dio dos fuertes tirones para avisar a los de arriba.

El instinto lo impulsaba a no empezar a dar saltos de alegría por haber llegado hasta allí. Lo rodeaban la oscuridad y el silencio, pero no sabía qué podía estar esperándolo allí y no deseaba que su presencia fuese advertida.

El enano esperó con impaciencia, sin apartar la mano de la empuñadura de su martillo, hasta que Bronwyn hizo su aparición. La agarró del cinturón y la atrajo hasta el túnel lateral. La suela de cuero de sus botas apenas hizo ruido al aterrizar sobre el suelo.

Tras quitarse el arreo, hizo un gesto a Ebenezer para que la siguiera, un gesto a ciegas para ella porque no podía ver nada en la completa oscuridad del agujero.

Ebenezer acompasó el ritmo de sus zancadas al de Bronwyn y avanzaron con soltura por la oscuridad. Sus ojos, como todos los de los enanos, percibían, aparte de la gama de luces y colores, los sutiles cambios de calor. Los humanos no disponían de esa habilidad, pero Bronwyn avanzaba con notable soltura, tanteando con la punta de los dedos una de las paredes.

Pasaron por dos cruces antes de que Bronwyn girara por un túnel lateral, que avanzaba un poco en pendiente y en forma de espiral, ensanchándose a medida que avanzaban. Con gran lentitud, la percepción del calor se desvaneció de la visión del enano para ser sustituida por una luz débil, fosforescente. Líquenes relucientes pendían de las húmedas paredes de piedra y manchas de hongos móviles y luminosos cubrían los suelos.

Ebenezer dio un puntapié a uno de ellos, que fue a desparramarse contra la pared provocando una mancha de un extraño tono verde luminiscente y acabó rezumando otra vez hacia el suelo para mezclarse con otro hongo.

—Parece que un dragón estornudó por aquí —murmuró, hosco.

—Luego empeora. Ten cuidado dónde pones los pies.

Resultó un buen consejo porque parte de los desechos que había allí eran más desagradables que otros y en más de una ocasión se tropezaron con el cadáver putrefacto de alguna pobre criatura que había sido acorralada y medio devorada.

Caminaron durante horas sin hablar, siempre atentos a los sonidos que producía el túnel: el eco hueco de sus propios pasos, el goteo del agua, los chillidos de las ratas y los lejanos rugidos de monstruos en busca de presas. De vez en cuanto, el débil rumor de una colonia resonaba en los túneles.

—Ya casi hemos llegado —murmuró Bronwyn.

Ebenezer hizo un gesto de asentimiento mientras alzaba una mano para cubrirse las narices, pues el hedor inconfundible de un puerto de mar impregnaba el ambiente.

Giraron por otro pasadizo que desembocaba en una amplia caverna en cuyo suelo se veían desparramados muchos edificios bajos y oscuros.

Se abrieron paso por un mercado miserable formado por seres de las razas más variopintas que Ebenezer había visto nunca. Fue casi un alivio cuando Bronwyn lo hizo desviarse hacia un estrecho pasaje lateral.

El túnel se acababa en seco frente a una diminuta cueva iluminada por una débil y parpadeante luz azulada, en cuyo umbral había apostados dos de los mayores illithids que Ebenezer había visto en su vida. Eran unas criaturas brutas y horribles, bípedas, de tamaño humano, en cuyos cuerpos deformados era imposible distinguir cuáles de ellos eran hembras y cuáles varones. Las cabezas, enormes y calvas, de un enfermizo tono lavanda, sobresalían por encima de vestimentas del color de la sangre seca. Sus rostros carecían de expresión, o al menos sus expresiones eran irreconocibles para el enano.

Los ojos de los illithids eran grandes, blancos y vacíos, y la parte inferior de sus rostros estaba formada por cuatro retorcidos tentáculos de color del espliego. Los vigilantes sostenían lanzas cruzadas con sus manos púrpuras de tres dedos, pero su verdadera arma estaba guardada detrás de aquellos ojos impasibles.

—Tengo que hablar con Istire —comunicó Bronwyn a los guardias, antes de hacer un gesto dirigiéndose a Ebenezer—. Traigo un enano para vender. —A modo de respuesta, los vigilantes se hicieron a un lado y un tercer illithid emergió de las sombras para rogarles que lo acompañaran.

Ebenezer dirigió a su amiga una mirada burlona, y mantuvo la expresión en su rostro mientras seguía a la mujer a través de la cueva. A su modo de ver, un entrecejo fruncido sería más adecuado al modo con que contoneaba sus pasos. Quizás aquellas criaturas moradas podían escudriñar en su mente y saber lo que pensaba de todo aquello, pero ¡sería tan maldito como un duergar si dejaba que su rostro mostrase miedo!

—Supongo que no es mal plan, pero ¿no podrías haberme avisado con tiempo? — se quejó Ebenezer en un susurro mientras él y Bronwyn seguían al guía.

—Es difícil, teniendo en cuenta que voy improvisando sobre la marcha.

—Mmm, espero que no acabes vendiéndome a uno de estos calamares de dos patas —replicó el enano, mostrando más osadía de la que en realidad sentía.

Cuando desembocaron en otra pequeña cueva, su guía volvió a perderse entre las sombras y emergió otro illithid, envuelto en sedas de aspecto caro y joyas de calidad.

Según parecía, el mensaje había sido transmitido en aquella misteriosa forma de hablar mental que utilizaban aquellas criaturas. Como tenía poco sentido mentir a una criatura que era capaz de leer la mente de otro ser, Bronwyn fue directa al grano.

—Istire —empezó, tras hacer un gesto a modo de saludo—. Estamos intentando localizar una expedición de enanos esclavos. Quiero todo el lote.

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