El bastión del espino (30 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Ése no fue el mensaje que transmitió el guardia, respondió el illithid Istire, y su «voz» sobrenatural resonó en la mente de Ebenezer.

—Quiero un Árbitro —repuso Bronwyn con calma, sin prestar atención a su propia mentira—. Según las leyes del comercio de Puerto Calavera, tenemos derecho a uno.

Un deje de emoción —irritación, frustración y tal vez respeto— fue emitido por el illithid.

Por aquí
, les indicó a regañadientes.

La criatura los condujo hacia las profundidades de la cueva. A medida que avanzaban, el resplandor azulado se iba intensificando, hasta que el brillo forzó a Ebenezer a protegerse los ojos. Cuando empezó a distinguir el origen de aquella luz, deseó no haber abierto los ojos.

Un extraño y deformado illithid estaba sentado en un pedestal que era un dado con escalones por los cuatro costados. En vez de cuatro tentáculos, aquel ejemplar tenía nueve o diez de gran longitud que sobresalían por todos los costados de una enorme y reluciente cabeza, y que se movían suavemente por el aire como si fuera un pulpo de las profundidades en busca de presas.

—Un Árbitro —explicó suavemente Bronwyn—. Tienes que coger la punta de uno de estos tentáculos y, mientras lo hagas, permaneceremos en igualdad de condiciones. El illithid no podrá influir en nosotros, ni nosotros controlarlo.

Ebenezer contempló los ondulantes tentáculos con ojos de desesperación.

—Cuando encontremos al resto de mi clan, esos enanos van a tener una deuda conmigo —musitó.

Istire cogió uno de los tentáculos e instó a Bronwyn y Ebenezer a hacer lo mismo.

La experiencia era tan desagradable como el enano había temido. De inmediato, se sintió inmerso en una nube de extrañas sensaciones. Nunca había pensado en concreto en la maldad, más que su impulso natural de desenfundar el hacha y hacer el trabajo cuando una criatura malvada se cruzaba en su camino, pero no tenía ni idea de que la maldad podía tener un sonido, una forma y un olor propios. Unir su mente con la de un illithid lo convenció de eso fuera de toda duda. Aunque peor todavía era el hambre, el hambre oscura, envolvente y absoluta que constituía el poder del illithid.

Por fortuna, Bronwyn parecía más capaz de adaptar su modo de pensar al modo en que los illithids hacían negocios. Tras una breve negociación, Istire respondió a las preguntas de Bronwyn con presteza: quién tenía esclavos enanos, dónde los escondían y en qué barco iban a zarpar. Ebenezer sospechaba que la conversación iba a costar a Bronwyn mucho más que el ridículo precio que había acordado pagar, pero por más que se alegrase de la información que la criatura les había vendido, antes se introduciría en la garganta de un dragón que permitir de nuevo introducirse en la mente de un illithid.

De camino al exterior, Ebenezer no se molestó en demostrar bravuconería, sino que pensó que la rapidez era más útil. Prácticamente sacó a rastras a Bronwyn de la reluciente caverna azul para llevarla a la relativa oscuridad y pureza de los túneles.

—Una pizca de plata y un puñado de perlas negras —musitó Ebenezer, maravillado por el precio que Bronwyn había pagado por la operación, aunque no deseaba que su guía oyera lo que decía. Como era más fácil pensar en un futuro lejano en que tendrían que saldar deudas que meditar sobre la negra y sombría realidad que tenían ante ellos, añadió—: El clan estará obligado a pagarte el precio de este rescate, pero con un poco de tiempo no tendremos problema.

Lo interrumpió el entrecejo fruncido de Bronwyn.

—Hablaremos de eso más tarde. Por ahora, no es momento de hablar de reembolsos.

—¡Vale! —admitió él con un suspiro—. ¿Cómo se llama el lugar adónde vamos ahora?

—El Troll Ardiente, una taberna frecuentada por piratas y contrabandistas. Es poco más que un desagüe, pero podremos encontrar la información que precisamos.

Una hora más tarde, Ebenezer estaba sentado en lo alto de un taburete desvencijado, ensuciándose los codos de la chaqueta en la infesta barra que tenía delante. Iba dando pequeños sorbos a su cerveza, demasiado deprimido para preocuparse por el agua que le habían añadido al brebaje.

El barco había zarpado ya. El barco que conducía a sus congéneres a la esclavitud había zarpado aquel mismo día, y lo habían perdido. Ningún túnel podía alcanzarlos al lugar adonde iban. A Ebenezer se le negaba incluso el frío consuelo de la venganza porque los asesinos y ladrones humanos que habían hecho eso estaban fuera del alcance de su hacha vengativa. Ebenezer soltó otro juramento e hizo un gesto para que le sirvieran una tercera cerveza.

—¿Juegas a los dados? —sugirió una voz basta y áspera a su lado.

Ebenezer hizo girar el taburete para toparse con el ejemplar de orco más feo que había visto en su vida. La criatura era poco más alta que un enano, aunque era ancha y robusta como la mayoría de sus congéneres. A Ebenezer se le ocurrió que algún dios con tiempo para perder y con un retorcido sentido del humor había colocado a la criatura entre las palmas de sus manos y la había compactado como si fuera una bola de nieve. En opinión de Ebenezer, el dios en cuestión debería haber seguido apretando hasta rematar la faena.

Ebenezer se señaló el pecho.

—¿Estás hablando conmigo?

—¿Por qué no? —El orco circular enseñó los colmillos en una ebria sonrisa y palmeó a Ebenezer con camaradería en el hombro.

Una corriente de ira enana, satisfactoria y depuradora, corrió por las venas de Ebenezer. Poco antes había enviado a un kobold a través de la ventana de la taberna, sin molestarse en abrir las contraventanas, porque se había burlado de él porque no llevaba bigote. Aunque aquello no lo había dejado del todo satisfecho, encontrarse un orco que se acercase a él con gesto amistoso era la gota que colmaba el vaso.

—Ya que lo preguntas —gruñó el enano—, te mostraré por qué no quiero.

Alargó la mano y cogió el cubilete que le ofrecía el orco. Lo volcó sobre la mesa y se desató el martillo del cinto. El rugido de protesta del orco hizo tintinear las jarras de cerveza de la barra cuando comprendió el intento de Ebenezer. Alargó la mano para recoger los dados, en el preciso instante en que uno de sus dedos quedaba pillado por el mazazo del martillo.

Varios clientes, la mayoría tan feos como el mismo orco, se acercaron para investigar el escándalo, con los rostros surcados de cicatrices y colmillos y la general expresión de amenaza que solían lucir. Ebenezer los recibió con un ligero ademán.

—Mirad —comentó, señalando el dado destrozado. Un diminuto escarabajo azul iridiscente, una especie de cosa preciosa que parecía como un zafiro con patas, se escabulló desesperadamente. Aquellas criaturas diminutas podían ser adiestradas para que dejaran caer su peso contra el lado coloreado de su diminuta prisión.

Un murmullo bajo de enojo se levantó entre el puñado de hombres, orcos y cosas peores que rodeaban a Ebenezer y al orco que lo había desafiado. Utilizar dados trucados no era un buen sistema para ganarse amigos, comprobó Ebenezer con satisfacción, ni siquiera en un lugar como aquél.

El aullido de dolor y ultraje del orco se interrumpió de repente cuando descubrió cómo había cambiado la corriente de opinión. Retrocedió unos pasos, con los ojillos de cerdo alerta y sujetándose el dedo aplastado contra el pecho. Luego, dio media vuelta y echó a correr, con sus antiguos compañeros de juegos pisándole los talones. Ebenezer levantó la jarra de cerveza a modo de saludo burlón y volvió a concentrarse en la barra del bar y en su objetivo de seguir bebiendo hasta caer de bruces sobre el mostrador y despertarse al cabo de unas horas de bien merecida inconsciencia.

Más o menos una hora más tarde, Bronwyn encontró al enano todavía en la barra.

Ebenezer parecía tan derrotado que su propia e indecisa resolución se hizo más firme.

Había encontrado una solución, una que la aterrorizaba pero que era la mejor de que disponía. Y era la única posibilidad que el enano tenía de encontrar a su familia perdida.

Se acercó hasta la barra, apartando a su paso varias manos que intentaban sujetarla, y cogió el brazo del enano cuando se disponía a levantar su jarra de cerveza, cuya espuma se desparramó por el tablero y le humedeció la barba. Le dirigió una mirada de desesperanza.

—¿Por qué has hecho eso?

—He conseguido un barco —le informó con urgencia.

El enano entrecerró los ojos.

—¿Un barco?

—Y una tripulación. Son contrabandistas que esperan un cargamento que, según parece, se ha retrasado, y el capitán está perdiendo a muchos hombres durante la espera.

Está ansioso por conseguir un trabajo y nos hará el trayecto a buen precio.

—Espera un momento. ¿Dices que vamos a tener que echarnos a la mar? ¿En un barco?

—Es el método más usual —siseó ella, impaciente—. Ahora, vamos. No tenemos mucho tiempo para llegar a los muelles.

El enano todavía parecía indeciso, pero bajó del taburete y la siguió fuera de El Troll Ardiente para abrirse camino entre hileras de edificios de madera que configuraban un tortuoso laberinto de estrechas callejuelas que conducía a los muelles.

La perspectiva de un viaje por mar dejaba a Bronwyn con los nervios tan a flor de piel que se sentía como si la hubiesen despojado de varias capas de abrigo para dejarla en una posición de increíble vulnerabilidad. Empezó a murmurar por lo bajo para distraerse.

—Conseguir un barco ha sido más fácil de lo que habría pensado. El capitán estuvo incluso dispuesto a fiarnos a cambio de un botín o del pago. Si eres un enano devoto, ruega porque el barco tenga un botín que valga la pena, o esto puede ser nuestra ruina.

—El clan se lo merece —repitió Ebenezer.

—De eso estoy segura. Aunque me parece que la historia del capitán esconde algo —comentó con gesto ausente, súbitamente alerta ante un ruido suave y rítmico que oía a sus espaldas. En Puerto Calavera, el ruido parecía estar en todas partes, reverberaba por la amplia cueva marina y, tras rebotar en las paredes de piedra, resonaba por los túneles.

Pero esa cadencia en particular era demasiado regular y constante para pasarla por alto—. Nos están siguiendo —murmuró. Cogió un diminuto disco de bronce de su bolsa y echó un vistazo por encima del hombro. Captó el reflejo de un feo y achaparrado orco que los contemplaba desde una esquina.

Ebenezer no fue tan discreto. Dio media vuelta y echó un vistazo antes de soltar un ligero resoplido. Aquello no hizo más que enojar al orco, que, bajando la cabeza como si se tratase de un toro, embistió contra ellos. Bronwyn desenfundó su cuchillo y se agachó.

Pero el enano la apartó a un lado y se quedó esperando en el centro del callejón, con el martillo en la mano.

—Déjame a ése. No tardaré mucho, teniendo en cuenta que tiene una mano machacada.

Bronwyn desvió la vista del fulgor que despedían los ojos del enano al martillo que sostenía con una mano, y suspiró.

—Veo que hiciste amigos en la taberna, ¿no?

Ebenezer soltó un gruñido como respuesta y alzó y bajó el martillo para descargar el primer golpe, que pilló la barbilla del orco por abajo, cosa que hizo detener la embestida de la criatura y le levantó la cabeza hacia atrás. Ebenezer atacó con la mano que le quedaba libre y alcanzó a la criatura en el pecho. Los ojos se le salieron de las órbitas y el tono grisáceo de su rostro se convirtió en un azul horroroso. Con gran lentitud, se tambaleó hacia adelante y cayó de bruces sobre uno de los fétidos charcos que cubrían el callejón.

—Se les detiene el corazón, si se consigue dar en el punto exacto —comentó Ebenezer mientras volvía a atarse el martillo al cinto y se volvía hacia Bronwyn—.

¿Qué decías?

Ella cerró la boca, que se le había quedado abierta de perplejidad, y siguió caminando por el callejón.

—El capitán es un ogro —comentó, retomando el hilo de la conversación donde lo había dejado—, pero instruido, bien vestido y bien hablado, no un rufián desesperado de segundo orden.

—Contrabandistas de primera clase —repuso Ebenezer con sequedad.

—Eso es cierto. Si piensas en ello, hay una ciudad por encima y una por debajo y existe tráfico entre ellas. Puedes apostar ese martillo que llevas que muchos de los mercaderes de Aguas Profundas conocen a alguien que conoce a alguien dispuesto a pagar a alguien para conseguir un favor. ¿Me sigues?

—Es fácil, pero la pregunta es si tú conoces a alguien que esté en posición de hacer algo de lo que otros tienen conocimiento.

Bronwyn titubeó, sin estar demasiado segura, pero deseando estarlo.

—¿Recuerdas al hombre que vino a la tienda? Aquel alto, de cabello rubio y atractivo.

—No llevaba barba y sí demasiadas joyas —recordó Ebenezer—. Estabas tan enfadada con él que echabas chispas. ¿Qué sucede con él?

—Es amigo mío y también miembro de una rica familia de mercaderes. Es posible que pudiese hacer algunos arreglos que nos allanaran el camino. Ya llegamos — comentó al ver que el callejón desembocaba en una pasarela amplia y podrida—, y allí está nuestro barco.

Ebenezer siguió con la mirada el punto que señalaba su dedo extendido y la expresión de duda que reflejaba su rostro se oscureció hasta convertirse en un entrecejo fruncido mientras contemplaba el laberinto de muelles y de barcos amarrados sobre una ondulante agua negruzca. Una manada de murciélagos de mar chilló y revoloteó sobre el barco que había indicado Bronwyn, que se preparaba para zarpar. Estibadores fornidos se apresuraban a cargar barriles de suministros a bordo, mientras el capitán, un ogro descomunal, se asomaba por la barandilla para soltar órdenes a gritos en un tono de voz que tenía tanta musicalidad como el bramido de una mula.

—Ese amigo tuyo —comentó Ebenezer en tono sombrío mientras contemplaba el barco, agitado—, dudo que te deba un favor tan grande como te piensas.

Dag Zoreth permanecía en el camino de ronda de la muralla de El Bastión del Espino mientras contemplaba el paso de una caravana de tres vagones, más uno de guardia de mercenarios. Nada interesante. Ni siquiera pensaba sugerir que sus hombres atacaran y exigieran un pago a los comerciantes. Oteó en busca de una caravana más pequeña, una que llevaba una carga mucho más preciosa.

Habían transcurrido varios días desde la victoria de Dag y, cada día que pasaba, se encontraba más rato paseando por la muralla para contemplar la carretera Alta en busca de alguna señal que indicase la llegada de la caravana que traía a su hija. La escolta de soldados zhentilares ya tenía que haber llegado al lugar secreto donde la mantenía oculta. Llegaba con retraso, y a cada momento que pasaba Dag se sentía más y más preocupado.

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