El bokor (14 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

—¿No la crees capaz?

—Por supuesto que no, esos hombres pesan cuatro veces lo que puede pesar esa mujer.

—Pero en un estado de ánimo…

—Ya conozco esas teorías de la fuerza descomunal, luego me dirás que quizá un estado de posesión y todas esas cosas, y no estoy dispuesto a aceptar nada sobrenatural hasta agotar todas las posibilidades naturales.

—Siempre has sido un escéptico, lo mismo que yo.

—Solo que tú desde que fuiste a Haití pareces ser capaz de creer cualquier cosa.

—Sabes bien lo que viví en la isla.

—Aun así, Adam, creo que das rienda suelta a tu imaginación. Te recomiendo que hables con los detectives y les cuentes todo lo que sabes, esto es un asunto de la policía y no de un caza vampiros. La señora McIntire no es una asesina, solo una madre desolada.

—Quizá su esposo…

—Adam, deja de pensar en eso y vete a casa a descansar, luces terrible.

—Ahora recuerdo que el uniformado me dijo que el señor McIntire vino a buscarme.

—¿A la iglesia?

—Así es, estaba preocupado de que uno de los cuerpos encontrados fuera el mio.

—Bueno, si ayer los visitaste y te asaltaron de camino, es lógico que se preocupara.

—Lo cierto del caso es que también estuvo por aquí.

—No pensarás que rondaba la escena porque fue él quien…

—Son solo tonterías, quizá tengas razón y deba irme a descansar. No te preocupes, hablaré con los detectives y les contaré todo cuanto sé.

—Haces bien.

—Ahora me marcho, creo que este lugar solo me pondrá peor.

Adam abrazó a Ryan y sintió un calor agradable, un sentimiento de paz pareció serenarlo. Luego, se marchó caminando despacio hasta desaparecer de la vista del sacerdote que se había quedado mirándolo desde la entrada de la casa cural. Sabía que era imposible descansar sin antes visitar a los McIntire y saber como había evolucionado Jenny desde la noche anterior. Devolverle la visita a Alexander sería la excusa perfecta. Tardó media hora en llegar hasta la residencia de los McIntire. Apenas llegó la casa le alegró la vista con su apariencia victoriana, con hermosos jardines en su alrededor y maceteros que bordeaban las ventanas luciendo geranios en flor. No pudo evitar un escalofrío cuando vio unas tablas cubriendo la ventana de una de las alcobas. Sin siquiera tocar a la puerta, Alexander McIntire salió a recibirlo.

—Gracias a Dios que está usted bien, padre Kennedy. Supongo que le han dicho que fui a buscarlo apenas supe de…

—Me lo ha dicho un oficial y decidí venir a visitarlos. ¿Se encuentra bien Jenny?

—Eso es algo que un psiquiatra como usted me puede decir con mayor propiedad.

—¿Tuvo otra crisis?

—Así es, luego de que usted se fue, subí a la habitación para llevarle un poco de té que la tranquilizara, pero no fue muy atinado. No más entrar comenzó a lanzarme objetos y gritarme como una poseída. Ya habrá visto la ventana…

—¿La quebró al lanzarle un objeto?

—La quebró con sus propios puños, se ha hecho daño, y he tenido que vendarle las manos, luego de sacarle los vidrios que se le incrustaron.

—Lamento oír eso.

—Gracias padre, ¿quisiera hablar con ella?

—Si está descansando no quisiera importunarla.

—Acaba de dormirse, debió pasar toda la noche en vela rondando la habitación como un tigre enjaulado. La encerré por fuera para que no se hiciera daño rompiendo objetos por toda la casa.

—¿Y que hay de usted? ¿Ha podido dormir?

—Unas pocas horas, pero me siento descansado.

—Las ventajas de ser un hombre fuerte.

—No más que usted, padre, se ve que ha seguido golpeando el saco con vigor.

—Hago lo posible por mantenerme en forma.

—Lo mismo yo.

—Solo que usted levanta pesas ¿No es así?

—Así es y he progresado mucho desde la última vez que hablamos de esto.

—¿Supera ya los doscientos kilos?

—Los doscientos cincuenta —dijo mostrando sus bíceps hiperdesarrollados.

—Se ve que está usted en muy buena forma. Lamento no poder decir lo mismo de Jenny.

—Es una mujer fuerte, aunque no en el sentido físico.

—¿No levanta mucho peso?

—Por supuesto que no, apenas si puede con las bolsas del mandado.

—Señor McIntire…

—Dígame padre.

—¿Pasó usted la noche en casa?

—Que pregunta, padre, por supuesto que sí, no dejaría sola a Jenny luego de la escena de ayer, la verdad es que temí que se fuera a hacer daño, así que me apresuré a recoger los vidrios que quedaron dentro de la casa y luego de dejarla encerrada me fui a tomar un té y luego me puse a leer en el salón hasta que me venció el sueño.

—Supongo que antes de dormirse subió usted con la señora McIntire.

—No, dormí aquí en el salón. Tengo un sofá cama, desde que murió Jeremy no hemos dormido juntos.

—Entiendo…

—Es difícil enfrentar esta situación, pero tengo la fe de que pronto Jenny encontrará el consuelo que necesita y dejará descansar en paz al chico.

—Puedo ayudarle como psiquiatra, sabe que no tiene más que decírmelo y le buscaré alguna prescripción.

—Creo que le puede ayudar más como sacerdote. Claro, siempre y cuando no le meta esas ideas revolucionarias que trajo usted de Haití.

—Lamento que sin desearlo le haya hecho creer en esas tonterías, no era mi intención que creyera que Jeremy puede volver de la tumba.

—Padre, muy en confianza, ¿cree usted que sea posible…

—Por supuesto que no.

—Pero en Haití…

—Volver de la muerte no es posible más que con una resucitación médica, nunca por artes mágicas ni nada parecido.

—Me alegra saber que ha cambiado su forma de pensar.

—Es algo que su esposa debe entender si es que quiere salir del estado en que se encuentra.

—Estoy muy preocupado por su salud, se despierta por las mañanas con mucho cansancio y luego pasa durmiendo todo el día. Se le ha hecho costumbre vagar por las noches por la ciudad y ya usted sabe que eso no es seguro, ni siquiera para un hombre fuerte como lo es usted.

—Está en depresión, quizá algunas píldoras la ayuden a conciliar el sueño como se debe.

—No es de las que le gusta medicarse.

—Pues le guste o no, creo que tendrá que hacerlo.

—No conoce bien a Jenny, cuando algo no le parece bien, no hay fuerza en el mundo que la haga pensar de otra manera. Aún ahora que apenas si tiene fuerzas, no se doblega, al menos no ante mí.

—Tendrá que buscar la manera. Señor McIntire —dijo después de un silencio incómodo en que el hombre meditaba— ¿para qué me fue a buscar a la iglesia?

—Me enteré de lo que había sucedido y perdóneme, pero lo primero que me vino a la mente fue el que lo habían asaltado de nuevo y esta vez…

—Señor McIntire, los hombres que fueron asesinados —dijo intentando escudriñar la mirada de Alexander— son los mismos que me asaltaron ayer.

—¿Está usted seguro?

—Por supuesto, jamás olvidaría sus caras.

—No creerá que los hechos están relacionados…

—Espero que la policía no lo crea así.

—¿Lo han interrogado?

—Yo no diría interrogado, pero si, me han hecho algunas preguntas.

—Estoy seguro de que no pensarán que usted…

—La policía aun no sabe qué pensar.

—Eso me pareció cuando fui a intentar saber de quién se trataba el muerto, en un principio pensé que se trataba de solo una persona, pero algunos curiosos me dijeron que había dos hombres.

—Así es.

—¿Tiene usted detalles?

—No muchos, aunque si me dejaron ver la escena. Ya habían bajado los cuerpos, pero la sangre aún estaba allí.

—¿Dice usted que bajaron los cuerpos?

—Quien los asesinó los colgó por los pies de una viga de la iglesia, les han cortado la yugular y los han dejado desangrarse.

—Es atroz.

—Es lo peor que he visto en América.

—Supongo que en Haití vio cosas peores.

Adam Kennedy recordó con pesar lo que había vivido en Haití a las pocas semanas de haber conocido a la Mano de los Muertos. Fue en una festividad en que el padre Kennedy había decidido realizar una misa especial que compitiera con las actividades paganas que celebraban una especie halloween americano aderezado con sacrificios de animales en una verdadera bacanal donde la sangre era ingerida mientras la vida del animal se escapaba a chorros por su arteria abierta.

La iglesia se había vestido con sus mejores galas, que, dada la pobreza del lugar no era más que adornos florales y unos manteles nuevos en el altar. La pequeña iglesia de la Santísima Trinidad podía dar acogida a unas ciento cincuenta personas sentadas en unas bancas largas de madera sin curar y que hacía muchos años habían visto la última capa de barniz. Sin embargo, rara vez se contaba con más de la mitad de los espacios ocupados, lo que hacía a Kennedy pensar que todo el fervor religioso que había visto a su llegada no era más que una apariencia que no coincidía realmente con la necesidad de asistir a oficios religiosos. No había monaguillo, ni sacristán. El padre debía vestirse solo y con las prendas que él mismo había traído de Nueva Orleans que una chica de unos diecisiete años llamada María, se encargaba de lavarle y plancharle a cambio de unos centavos. María no asistía a misa, sus padres a pesar de los ruegos del sacerdote nunca permitieron que la niña se acercara a la iglesia hasta aquella trágica noche. Kennedy ofició fustigando a los adoradores de demonios y encantadores de serpientes, con lo más fuerte de su oratoria. Entre su concurrencia abundaban las mujeres ancianas y los niños, no así los hombres y las mujeres jóvenes que consistentemente se negaban a acudir a los servicios religiosos. En el acto de la consagración apareció Doc, o cómo sabría más tarde, La Mano de los Muertos. Su sola presencia intimidó a toda la concurrencia. Parecía estar dominado por los efectos de una droga, sus gestos y porte no eran los mismos que Adam había visto apenas unas semanas atrás, parecía transformado. Entró a la iglesia sin mostrar ningún respeto, se situó en medio del pasillo y elevando sus ojos al cielo dijo a gran voz: Tout ko mwen cho. Las mujeres que estaban en la iglesia salieron despavoridas atropellándose entre sí en medio del llanto de los niños que no entendían qué estaba sucediendo. Adam dudó por un momento en seguir con la consagración del pan y el vino pero finalmente dejó el cáliz y la hostia de lado y encaró a La Mano de los Muertos. El hombre escupió en sus manos y frotándolas se las mostró al sacerdote que no pudo evitar un gesto de repugnancia. La Mano continuó hablando en creole mientras Adam intentaba sacarlo por la fuerza de la iglesia. A pesar de que el babalao pesaba casi el doble de Kennedy, la fuerza del sacerdote parecía imponerse, hasta que de repente, La Mano pareció transformarse en plomo, sus pies desnudos aferrados al cemento del piso de aquella iglesia no se movían ni un centímetro a pesar de que Kennedy ejercía toda su fuerza por sacarlo del lugar consagrado. La Mano tomó las mejillas del sacerdote con sus manos aun húmedas por la saliva y lo obligó a hincarse, luego, terminó una especie de oración en la lengua de los brujos y fue allí cuando apareció María. Parecía estar en medio de un trance hipnótico. Caminó despacio hasta donde se encontraban los hombres y al llegar frente al sacerdote se despojó de sus vestidos dejando su piel morena completamente al descubierto. Kennedy no pudo dejar de admirar su cuerpo de senos turgentes que remataban en unas aureolas color cereza que contrastaba con el canela de la piel allí donde le daba el sol del caribe y sus muslos eróticamente redondeados, luego cerró sus ojos con fuerza intentando impedir el paso de la tentación. María recitaba algunas palabras en la lengua de los brujos y luego, sin más, abandonó la iglesia de la misma forma abrupta en que había ingresado, dejando al padre de rodillas sin saber qué hacer. Luego, la Mano de los Muertos también abandonó la iglesia, no sin antes apuntar con el dedo al sacerdote y decirle algunas palabras que no logró comprender. Adam si comprendió que había iniciado una batalla con aquel tipo y que el primer asalto lo había ganado el brujo, toda la iglesia se dispersó apenas ingresó Doc y como testigo de su victoria solo quedó el sacerdote hincado en medio del pasillo. Aquella misma noche Adam se enteraría que la derrota había sido aún más aplastante, una mujer que había estado en los oficios, apareció colgada por los pies en el patio trasero de la iglesia, su garganta fue cortada y su sangre se mezcló con el lodo de aquel lugar. Nunca fue posible hallar al culpable, aunque el padre Kennedy estaba convencido de que había sido obra de la Mano de los Muertos.

—En Haití se puede ver lo mejor y lo peor del ser humano —dijo luego de recomponerse de sus pensamientos.

—Debe haber sido dura su estadía en ese sitio.

—Lo fue.

—La gente dice que usted ya no es el mismo. ¿Está consciente de eso, padre?

—Lo estoy, difícilmente somos los mismos luego de cuarenta años de sacerdocio. Muchas cosas pasan por nuestras mentes y dejamos de ser aquellos muchachos ilusionados que pensábamos que podíamos cambiar al mundo con solo desearlo.

—Sé de lo que habla. Supongo que conforme nos vamos envejeciendo vamos comprendiendo que este mundo no cambiará por más que lo intentemos.

—¿Es usted un hombre de fe, señor McIntire?

—A mi manera.

—Entonces no es católico.

—Mi familia lo fue, supongo que fui la decepción de mi madre.

—No me dirá que ella quería que fuera usted sacerdote.

—No llegó a tanto, pero le hubiese encantado que al menos asistiera a misa frecuentemente.

—¿Algún motivo en especial para no asistir?

—Supongo que el de todos, no encontré respuestas en la fe para los problemas que enfrentaba.

—Son legión los que se descorazonan por pensar que en la iglesia encontrarán la paz y luego darse cuenta que entre más nos acercamos a Dios, más cerca parece estar el demonio.

—Padre Kennedy, ¿cree usted en el demonio? Digo, ¿Lo ve como una figura, una especie de aparición con cuerpo o solo lo ve como la maldad en los hombres?

—Mi condición de psiquiatra no me permite verlo como algo más que una manifestación.

—Una muy poderosa si tomamos como ejemplo lo que les ha sucedido a estos hombres.

—Así es, aunque estoy seguro de que no es algo sobrenatural lo que está detrás de todo esto.

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