El bokor (24 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

El gobierno de Duvalier ejerció el poder a través de uno de los más crueles terrorismos de estado jamás visto. Logró controlar el país y su población a través de dos medios de terror: Primero, los tonton macoutes que siempre actuaron como un grupo paramilitar modelado en los camisas negras de Mussolini. En vez de un salario como «guardias presidenciales», estos gozaban de una amnistía legal y perpetua, entonces vivían de crímenes, extorsiones y asesinatos. Debo decir con vergüenza que mi padre fue uno de estos saqueadores, hasta que fue asesinado. La otra vía de control político fue a través de la religión, particularmente el vudú. Francois Duvalier cambió su imagen y empezó a llamarse Papa Doc. Se vestía de traje y sombrero negro, como los sepultureros del viejo oeste, que en vudú representan la muerte. Decía que las balas no lo podían matar y que él era la reencarnación del «espiritú» de Haití y los latidos de su corazón representaban a todos los ancestros de su pueblo. Fue gracias a él y a ese terror al daño físico y emocional por medio del cual gobernaba, que el vudú tiene una imagen macabra para las personas ajenas a este culto. Todos los medios de comunicación tenían prohibido difundir noticias ajenas a Papa Doc y sus poderes. Luego fue prácticamente convertido en algo parecido a un Dios, Pocos días después de su muerte se hizo muy común encontrar frases en los edificios públicos y las escuelas que decían «Papa Doc es uno en los loas, Jesús y Dios Padre», los loas son los espíritus de los muertos según el vudú, o ver imágenes suyas sentado con Jesús de pie a su lado con la leyenda «el elegido».

Tres años después de haberse declarado presidente vitalicio, Papa Doc controlaba el país entero. La corrupción estaba a la orden del día al igual que las torturas y asesinatos dirigidos por los tonton macoutes. Irónicamente el sistema racista de las élites «no-negras» contra las que Papa Doc llegó al poder, fue excluido por un régimen de terror que sumió a los haitianos en la miseria. Los pocos que tuvieron la oportunidad de realizar estudios emigraron a los Estados Unidos, a Canadá, a Europa y al África para escapar del régimen de terror de Papa Doc. Durante la administración Kennedy, los Estados Unidos se empezaron a distanciar de Duvalier en gran parte porque este decía que la política exterior de los Estados Unidos era racista puesto que ayudaba a Trujillo en la República Dominicana a costas de los pobres negros de Haití. Sin embargo, cuando Papa Doc observó que no podría aguantar un aislacionismo de parte de los americanos, por razones comerciales, creó toda una campaña justificando las barbaridades de los tonton macoutes como acciones anticomunistas. De repente, Haití estaba plagado de comunistas según Papa Doc que decretó una ley anticomunista la que permitía mandar a estos al exilio, a la cárcel o ejecutarlos. Independientemente de las razones, todos los opositores de Papa Doc fueron acusados de comunistas. Sin embargo, como se logró ganar la confianza de América, fue al votar a favor del embargo contra Cuba en 1962.

Al momento de su muerte, este mismo año, era poseedor de una formidable riqueza, producto de la rapiña y saqueo durante años de los millones de dólares de la ayuda internacional que llegaban al país y terminaron engrosando sus cuentas bancarias en Suiza. Cuando lo sucedió su hijo, con apenas diecinueve años, fue así como se ganó el apelativo de ‘Baby Doc’, el régimen aflojó un poco las cuerdas de la censura en los medios y aprobó algunas tímidas reformas, pero ha continuado el saqueo descarado de las arcas fiscales.

En medio de todas estas reseñas llegaron al palacio presidencial donde los esperaba Baby Doc, el Palacio había sido la residencia oficial de la familia Duvalier desde 1957. Los Duvalier daban fiestas fastuosas en éste Palacio y llamaban la atención del mundo, pues siendo Haití un país tan pobre, era escandaloso enterarse de las fiestas versallescas donde corría el vino y la comida que tanto escaseaba en la población, Kennedy pensó en las muchas bocas que podrían ser alimentadas con lo gastado en una solo de esas fiestas, pero no dijo nada, solo sintió una nausea en su estómago que le hizo volver a la realidad. Si Baby Doc era parecido a su padre, todas sus ideas de convencerlo de actuar contra la Mano de los Muertos y hacer algo por aquel país serían inútiles.

—Se dice que Papa Doc celebraba aquí, cotidianamente, ceremonias vudú, muchos de ellos ritos nocturnos con los cadáveres de sus enemigos —dijo Jean como si le contara una película de horror y no la historia reciente de su pueblo.

Capítulo XV

Conseguir el estado del sueño no era una alivio para el alma de Adam Kennedy, parecía estar envuelto en una gigantesca tela de araña que le ocupaba todos los espacios de su mente, tanto dormido como despierto. Aquel día no fue la excepción, apenas logró dormirse y no bien había empezado la fase REM, cuando imágenes de su pasado en Haití volvieron a repetirse, miraba a Baby Doc y a la Mano de los Muertos riéndose de él, luego Nomoko con su ojo vivo en blanco, igual o más que el que tenía muerto, mama Candau lo miraba desde un rincón y negaba con la cabeza, como reprobando lo que el sacerdote hacía. En el sueño, estaba de cuclillas, inclinado hacia el frente jugando con algo en el suelo que no podía ver ya que el sacerdote del sueño le daba la espalda, se fue acercando poco a poco hasta estar apenas a dos metros de aquel hombre que sin duda alguna era él mismo. Un olor dulzón invadía el ambiente y todo aquello que veía más allá del cura, se alongaba o se contraía hasta hacerse una caricatura. Intentó tocar el hombro de aquel hombre, pero este se volvió de repente hacia él, tenía la cara llena de sangre, como una fiera que acababa de devorar a su presa. El sacerdote le mostró sus manos y también estaban llenas de sangre fresca, luego, con un ademán le pidió que viera hacia abajo. Presentía que estaba a punto de observar algo de lo que se arrepentiría, vaciló, pero se sobrepuso y fijó sus ojos en aquel bulto con el que jugaba el sacerdote, el Adam Kennedy del sueño. El olor dulzón era ahora más intenso y no hacía falta que se lo dijeran, era el olor de la sangre. Tendida en el suelo, se encontraba una mujer, sus piernas muy abiertas y flexionadas. Pensó lo peor, pensó que aquello había sido un crimen, que el sacerdote había matado a la chica y de alguna forma la había devorado como si se tratara de una gacela herida por las fauces de un león fiero. La Mano sonreía y a su lado Baby Doc con gesto severo le ordenaba ver lo que él mismo había hecho. Mama Candau seguía con su mirada de reproche observándolo desde un rincón con Nomoko entre sus faldas como siempre hacía cuando se sentía atemorizado. Luego, Jean salía de la casa y le gritaba para que se apartara del cuerpo de la mujer. Sin embargo, no podía mover sus piernas, estaba clavado al suelo de aquella casa como si cientos de clavos hubiesen sido insertados en sus zapatos, fijándolo a la madera de la habitación. Bajó los ojos en la dirección que el Kennedy empapado en sangre le seguía indicando insistentemente y entonces pudo ver con claridad, María la chica que antes le hacía los quehaceres de la casa y que se había convertido en prostituta, la misma María que un día entrara en trance a la iglesia la noche en que la anciana fuera asesinada y colgada como un animal, estaba pariendo, lo hacía ahora como un animal, sola, sin la ayuda de nadie. Pujaba insistentemente como queriendo liberarse de aquel bulto que se salía por su vagina dilatada.

Ahora no era el parto de la Mano en la pared lo que miraba, sino el parto de María, la joven trastornada a la que tuvo que despedir para evitar los comentarios que lo envolvían, la misma María que no quiso seguir recibiendo su ayuda monetaria, porque no recibía limosnas de nadie, la María orgullosa que prefirió convertirse en prostituta antes que aceptar la caridad. Sangraba demasiado e inundaba el aire con aquel olor dulzón que se pegaba a su nariz. Intentó ayudarla ante la mirada del sacerdote del sueño que seguía impasible a pesar de que la niña bramaba como una vaca que sentía que se le escapaba la vida en aquel parto. Al arrodillarse pudo ver la cabeza del niño que ya había salido del cuerpo de la mujer, estaba empapado en sangre y en una tela viscosa, dos esfuerzos más de la joven y el bebé se escurrió de su cuerpo. Adam lo tomó en sus manos. El niño no lloraba, su madre tampoco. Los bramidos de María se fueron apagando como un radio al que se le acaban las baterías. Luego, un silencio total envolvía el lugar. Mama Candau se acercaba a él y estirando sus brazos le pedía que le diera al niño. También la Mano hacía lo mismo pero con un gesto fiero. La Mano de los Muertos intentó quitarle al niño de los brazos y Adam se volvió con fuerza para evitarlo. El golpe lo despertó. Estaba en su habitación de Nueva Orleans, tirado en el suelo y empapado de sudor. Buscó al niño entre sus brazos, pero no había nada más que el dolor de los nudillos en carne viva. Tampoco estaba María, ni Mama Candau, ni Momoko mirándolo con sus ojos muertos, ni Jean. Intentó levantarse pero le fallaron las fuerzas, volteó su cabeza en dirección a la cama y abajo pudo ver un objeto que no debería estar allí. Lo reconoció enseguida. Era una especie de fetiche tallado en una raíz, representaba al diablo con dientes largos y una cola larga que terminaba en una especie de flecha, era el demonio de la tentación, de la lujuria y los deseos impuros, alguien se lo había dejado en la puerta de la casa de Haití haciéndole ver que sabía lo que estaba sucediendo con sus votos de castidad.

Se arrastró por el piso y estiró su mano hasta alcanzar el fetiche. Era duro, áspero, de un negro intenso. Sus dimensiones no eran mayores a diez centímetros de alto por cinco de circunferencia en su parte más ancha. Tenía un gesto muy propio de un demonio libidinoso. De su boca abierta parecía correr la saliva, como un perro que mira a un hueso carnudo. Lo atrajo hacia sí y lo examinó sin levantarse del suelo. Estaba intacto, al menos tal como lo había traído de la isla, porque la mañana en que lo descubrió en la puerta de su casa, lo lanzó con fuerza contra un tamarindo y aún era posible verle las huellas que el golpe le había dejado. Uno de los cuernos que le salía de la cabeza se había partido por la mitad y el enorme falo de que estaba provisto había tenido que pegárselo con cemento de contacto. Aún no sabía por qué había decidido quedarse con aquel muñeco, pero una fuerza poderosa le decía que estaba relacionado con su vida, quizá más allá de cualquier entendimiento. Pasó sus dedos por la superficie para ver si había algún daño, pero no sintió cambio alguno. Se levantó trabajosamente y encendió una lámpara con una luz amarillenta. No se veía diferente, no había signos de que aquel objeto hubiese logrado obtener la animación por si mismo y que se hubiera salido del estante donde lo tenía encerrado. Caminó hasta el mueble de madera de pino y vio la puerta entreabierta. El espacio vacío en medio de unas piezas de cerámica indígenas que Jean le había obsequiado y que parecían hacer guardia a la morada de aquel demonio.

Cuando lo puso en su lugar sintió un alivio. Ni siquiera se molestó en pensar en cómo pudo haber llegado hasta de debajo de la cama. Vio la botella de whisky que había dejado sobre la mesa y le dio dos enormes besos que le volvieron a quemar la garganta. Cerró sus ojos cansados y sintió vergüenza por él mismo y también sintió vergüenza de sentir vergüenza. Un nuevo trago de whisky caliente y el estómago rugió molesto por no recibir comida y verse obligado a trabajar procesando aquel líquido que lo quemaba.

El sonido del teléfono lo hizo dar un salto y a punto estuvo de lanzar la botella por los aires. Miró los números de neón de la contestadora y eran las tres de la mañana. No tenía conciencia de haber dormido tanto tiempo, pensó que había sido solo un momento hasta que lo despertó la pesadilla con María.

—¿Quién llama a la hora de las brujas? —gruñó molesto.

Caminó hasta el teléfono y lo descolgó malhumorado —Kennedy— dijo a manera de saludo.

—Padre —sonó la voz de Bronson que parecía que había sido despertado súbitamente.

—¿Es usted detective Bronson?

—Así es.

—¿Se da cuenta de la hora que es?

—Lamento si lo he despertado, pero ha habido un crimen…

—Y supongo que no puede usted dormir por las noches y se empeña en que nadie más lo haga.

—No me entiende, padre. No me refiero a los dos tipos que lo asaltaron.

—¿A qué se refiere? —dijo Kennedy con un mal sabor en la boca que iba más allá del whisky que había tomado.

—Johnson debe estar por llegar a su apartamento. Necesito que se vista y que venga con él.

—¿Puede decirme de qué se trata?

—Lo siento, pero le diré todo una vez esté aquí.

—¿Y adónde se supone que me llevarán?

—A la iglesia, padre.

Un cosquilleo en la nuca le hizo voltear la mirada hacia el fetiche que acababa de poner en el estante. Podría haber jurado que el demonio habló en una lengua que de inmediato reconoció. Lo miró fijamente a la espera de que repitiera lo que acababa de decir, pero el muñeco estaba impávido, expectante de aquello que tenía que decirle el detective pero que ya Adam creía adivinar.

—Padre, ¿Está usted allí?

—Si detective. Me vestiré y esperaré a su compañero afuera.

—No padre, no salga usted a la calle, quédese allí hasta que Johnson llegue a buscarlo.

—Haré lo que me pide —dijo colgando el teléfono.

Kennedy sintió un sudor frio correr por su frente. No tuvo que vestirse. Aun no se quitaba la ropa que llevaba el día anterior. Tan solo fue al baño y orinó sin molestarse en cerrar la puerta. Se lavó las manos con desgano y se miró al espejo. Sus ojos rojos y unas grandes ojeras violáceas atestiguaban que la estaba pasando muy mal. Se lavó la cara con fuerza y los nudillos protestaron volviendo a sangrar profusamente.

—¡Maldición! —dijo metiendo las manos al chorro de agua que se tiñó de rojo. La sensación del agua fría le refrescó el ardor que sentía en ambas manos, era un bálsamo que le aliviaba y de haber sido posible las habría dejado allí toda la noche, toda la vida.

El intercomunicador le avisó que Johnson había llegado. —Enseguida bajo— dijo presionando el botón, tomó una vieja jacket de cuero y salió al encuentro del detective que lo esperaba recostado sobre el auto con una luz roja intermitente en el techo.

—Buenas noches, detective —dijo a manera de saludo.

—Lamento decirle que no lo son —dijo Johnson secamente.

—¿Puedo saber de qué se trata? Su compañero no ha querido decirme nada.

—¿Dormía usted, padre Kennedy?

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