El bokor (49 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

—No se trata de Duvalier.

—Entonces el tipo ese, la Mano…

—No. En esta ocasión ha sido mama Candau y su nieto Nomoko.

—¿Le ha sucedido algo a la anciana?

—Es difícil de contar, pero hace apenas unas horas pensé que en su choza se abría un portal hacia el infierno.

—¿A qué te refieres?

—Sé que será difícil de creer pero —dijo Adam suspirando antes de continuar— estoy muy confundido.

—Eres el sacerdote más listo que conozco, oírte así me deja perplejo.

—Nunca había visto algo como esto, los papeles volaban por los aires, los cristales se rompían, las oraciones en creole…

—¿Estás seguro de no estarme contando una pesadilla?

—Los cortes en mi cara y el dolor en mi costado no me dejan pensar tal cosa, aunque preferiría creer que se trató de una pesadilla. Jean se ha empeñado en que acepte que el demonio anda suelto…

—Y tú te empeñas en buscarle una explicación científica.

—Angelo, el chico levitó.

—Creo que no te escuché bien…

—Ante mis ojos, Nomoko se suspendió en el aire, tenía los ojos en blanco y murmuraba cosas que no entendí.

—Adam, sabes bien que muchos magos empiezan a mostrarnos esas cosas…

—No fue un truco…

—Entonces la mente te juega una mala pasada o algún fenómeno magnético…

—Tengo las mismas dudas que tú, pasé toda la noche buscando explicaciones a todo lo que sucedió.

—Quisiera serte de mayor utilidad, pero no encuentro sentido a lo que me dices.

—Angelo, mama Candau me ha hablado de una especie de hermandad. Una que custodia lo que dan en llamar el sello de fuego. ¿Sabes algo al respecto?

—He oído algo al respecto, algunos monjes en el África hablaban de que en Nigeria particularmente se realizaban ritos referidos a un sello, al parecer creen que quienes custodian el sello son defensores de una fe muy antigua, aún más que las religiones monoteístas. Se decía que el sello fue dado por un dios a los hombres como un regalo.

—Vamos como la historia de Prometeo.

—No exactamente. No se trató de un robo, sino de una dádiva para que pudieran enfrentar fuerzas contrarias.

—¿Al mal?

—Estamos tentados a simplificar las cosas binariamente, pero la verdad es mucho más complicada que eso.

—Eso mismo me dijeron.

—No es solo una lucha entre el bien y el mal, es algo mucho más complejo lo que implican esas creencias.

—Pero hay demonios involucrados.

—Todas las creencias llegan tarde o temprano a mezclarse. Sabes bien que en la Biblia hay algunas aseveraciones que la ligan con creencias paganas, seguramente influencia del politeísmo griego y romano. Igual sucede con todas las demás creencias, se mezclan, se nutren unas a otros, al pasar de generación en generación es difícil distinguir qué es original y qué es añadido por la imaginación y fantasía de quienes las cuentan.

—Me han hablado de un grupo de doce…

—Es el punto más alto de la hermandad, los vigilantes del grial, si es que quieres verlo en una dimensión cristiana.

—Y el grial sería el sello de fuego.

—Así es.

—Pero, entonces ¿es algo físico?

—¿Quién puede saberlo?

—Muchos han disertado sobre si el grial era la copa en la que bebió Jesús en la Última Cena o si se trata de una alegoría que se refiriera a algo más. Se le dieron poderes como en la leyenda de la Fuente de la Eterna Juventud, que quien bebiera de ella no moriría jamás.

—Fábulas medievales.

—Lo mismo sucede con este sello de que me hablas, nadie con seguridad sabe dónde termina la verdad y dónde empieza la fantasía.

—Pero, si el sello existiera ¿Cuál sería su poder?

—De ser verdad, sería capaz de exorcizar a los demonios y cerrar las puertas para una posesión demoniaca.

—Una especie de amuleto.

—Algo más allá de una pata de conejo o una herradura. Recuerda que el sello fue entregado por un dios a los hombres para combatir a un bando contrario, no necesariamente al mal.

—¿Quieres decir que también puede ser un instrumento del mal?

—No hay arriba y abajo en el universo, no pretendas ver las cosas en blanco o negro, aleja de tu mente los prejuicios y juzga según lo que te dicte el corazón.

—Mi corazón está muy contrariado.

—¿Amanda Strout?

—Me dice mama Candau que su padre era uno de los doce y que era el portador del sello de fuego y Jean Renaud que el tipo fue asesinado y que alguien o algo devoró su cerebro.

—¿Un ritual?

—Sin duda. Ten cuidado Adam, independientemente de que creas o no en el misticismo de todo esto, las personas que si lo creen son tan peligrosas como la creencia misma. Mantente alerta y no dejes que tu mente te juegue una mala pasada.

—Hablaré con Amanda Strout, es la única que parece estar cuerda en esta maldita isla.

—No dejes de comunicarte conmigo, estaré orando por ti.

—Gracias Ángelo, necesito de toda la ayuda posible.

Capítulo XXXIII

Puerto Príncipe, Haití, 1971

Adam estaba más confundido que nunca antes en la vida, en su cabeza un torbellino se encargaba de mezclar los sentimientos más contrapuestos, sentía amor y deseo por Amanda Strout, no podía negárselo a sí mismo, las pasiones que aquella mujer despertaba en él no eran el simple interés intelectual al encontrarse con alguien tan culta y preparada como él mismo, sino que Amanda le hacía sentir excitado, confundido, estimulado sexualmente en un momento y luego fascinado como un niño que descubre un mundo nuevo al abrir los ojos. Amanda era el fruto prohibido colocado en el medio del Jardín del Edén y al mismo tiempo la serpiente que lo inducía a comerlo, a devorarlo, a sentir el jugo correr por su barbilla y luego por su pecho después de morderlo apasionadamente. Era el pecado y la redención en un solo cuerpo. La había soñado ya varias veces en descontrolados encuentros donde no existía nadie más en la isla, en el mundo, en el universo. Solos ellos dos enfrascados en una lucha titánica sin precedentes por seducir y controlar al otro. Amanda en sus sueños siempre resultaba vencedora, quizá por ser más fuerte o quizá porque Adam renunciaba a la lucha para dejarse arrastrar a esa vorágine de placer que lo subyugaba.

Adam caminaba hacia la mansión de los Duvalier, sabía que allí la hallaría y que cada paso que daba lo adentraba más en aquellos círculos dantescos que lo conducían al infierno, pero caminaba sin miedo, solo con los sentidos exhacervados, al límite, los nervios de punta a la espera de transmitir a su cerebro cualquier nueva sensación que lo ayudara a enfrentar a ese ángel o a aquel demonio que podía representar Amanda Strout. Ni siquiera Van Helsing se habría enfrentado a un enemigo tan poderoso, su misión no era clavar una estaca en el corazón de un monstruo, era discernir con su intelecto si Amanda se trataba de un súcubo infernal o simplemente de una mujer que lo embelesaba como nunca antes otra había podido hacerlo y al saberlo, poder obrar en consecuencia. ¿Quitarle la vida? Imposible. ¿Entregarse a ella? Peligroso para su alma y su cuerpo. Hablar con Pietri, Candau, Renaud y Barragán solo había provocado un caos en su siempre organizado cerebro. Todos parecían estar en contra de Amanda. ¿Estarían todos equivocados con ella? La voz del pueblo es la voz de Dios. Pamplinas, lugareños estúpidos que como en otros tiempos perseguían con antorchas a todo aquello que se escapara de sus limitados cerebros. Eso eran, campesinos imbuidos de todo aquel ambiente mágico que Haití ofrecía para deleite de los amantes del ocultismo. Bestias. Ignorantes. Celosos de la belleza cautivadora de aquella mujer que la hacia resaltar como una perla entre miles de pedazos de vidrio.

Una anciana pasó a su lado y persignándose dijo algunas palabras en creole.

—¿Tout bagay anfom, padre Kennedy?

Kennedy siguió su camino sin responderle. Hubiese querido decirle que nada estaba bien, que todo en su cabeza estaba revuelto, pero aquella mujer no lo entendería.

—¡Anmwe, souple. Nou bezwen yon dokte mis touswit! —dijo un hombre al lado del camino, tenía ambas piernas cortadas a la altura de las rodillas y pedía la ayuda de un doctor— ayude a un pobre anciano, padre.

No se molestó en sacar unas monedas, nada de lo que llevaba consigo podría aliviar el hambre que existía en aquella isla. No solo era un hambre de alimento, era una inanición de conocimiento, de fe como él la entendía, no en aquel montón de postales de santos y ángeles a los que veneraban con avidez de solucionar sus problemas. No era una fe sincera, era la fe del desposeído, del que nada tiene más que la esperanza de que en aquellos fetiches con las caras de los santos se encontraba la solución a sus problemas. Necios, ninguno de los santos dejaría el cielo por ayudarles con su carga, ni siquiera el cirineo se ofreció libremente a llevar la cruz de Jesús, tampoco encontrarían en aquella isla alguien que libremente les ayudara, si no era por el mandato del nefasto Duvalier. El hijo era igual al padre, Baby Doc en comunión con Papa Doc, los dos fundidos en uno solo, un tirano con hambre de poder y como si se tratara de la Trinidad del demonio, la Mano de los Muertos era el espíritu que animaba hacia la maldad a aquellos gobernantes sin escrúpulos.

Un tonton macoute se cruzó en su camino:

—¿Hacia donde camina, padre? Va usted en la dirección contraria.

Todas las direcciones en aquella isla eran contrarias en el camino de la luz. No tenía cómo perderse. Solo tenía que dejarse llevar por el calor que emanaban las llamas de aquel infierno con forma de mansión, levantada sobre las espaldas de aquel pueblo esclavo, tan esclavo como los hebreos en Egipto, sin que existiera la promesa de un mesías libertador que habría de llevarlos a la tierra prometida.

Entró en los límites de la ciudad de Puerto Príncipe, el panorama no era menos pobre, todo en aquella tierra era necesidad. Los tonton macoute controlaban todos los accesos hacia el corazón del país. Lucían toscos, desdeñosos, ensimismados, deseosos de saciar sus propias necesidades sin importarle la de sus compatriotas. Ni uno solo detuvo a Kennedy. Era como si lo esperaran y abrían espacio a su paso decidido en aquella caravana de un solo hombre que viajaba a enfrentarse contra sí mismo, contra sus demonios, los que había traído desde américa y los que había recogido por el camino de aquella tierra llamada Haití, cuna de adoradores de serpientes y practicantes del vudú.

Llegó hasta la mansión y se anunció con la secretaria, una joven negra sin expresión en el rostro.

—¿Tiene usted una cita, padre? —dijo mirando el cuello de la sotana que llevaba puesta como si se tratara de la armadura de un caballero medieval.

—Necesito hablar con Amanda Strout.

—La señorita Strout está con el señor Duvalier y ha pedido no ser molestada.

—Es preciso que hable con ella. Sé bien que me atenderá si usted le indica que estoy aquí.

Luego de dudarlo unos segundos, la mujer le solicitó a Kennedy sentarse a esperar.

El tiempo transcurría despacio, ralentizado por el calor sofocante que de pronto pareció golpear aquella sala de espera. Pero, solo Kennedy sudaba copiosamente, la secretaria y las demás personas que pasaban por la recepción parecían disfrutar de un clima mucho más fresco que el que circundaba al sacerdote. Se aflojó un poco el cuello de la sotana y sintió la humedad que bajaba hasta su pecho. Caminó. Volvió a sentarse. Miró el reloj de bolsillo una, dos, mil veces, mientras la secretaria continuaba en su mundo paralelo. Los que asistían a la mansión para algún trámite, llegaban y se marchaban y Kennedy seguía allí formando parte del paisaje.

—Señor Kennedy —dijo la mujer finalmente— la señorita Strout le ruega la disculpe por la espera, enseguida estará con usted.

Adam suspiró aliviado, miró el reloj instintivamente, sin mirar la hora.

—Padre Kennedy —sonó la voz encantadora de Amanda Strout. —¿Qué hace usted aquí? Debió avisarme, de haber sabido que vendría habría hecho cambios en mi agenda.

—No he querido molestar —dijo Kennedy en un inicio de rendición ante aquel tono de voz que lo atontaba.

—Usted nunca molesta, padre… perdón, Adam, no me acostumbro a la idea de llamarlo por su nombre y mucho menos con esa sotana que lo hace verse tan serio y formal.

—Lo que importa es lo que llevamos en el corazón, no el como nos vistamos.

—Uy, que formal, creo que ha venido el Adam académico y no con quien platiqué la otra noche.

—Parece que varias personas habitan la piel que nos cubre, en mi caso, está el sacerdote, pero también el hombre y hasta el boxeador. ¿En usted quién está, Amanda?

—Pues tendría que decir que la mujer y la niña que fui ayer. Pero, Adam, este ambiente es demasiado formal y todas esas mujeres que finjen no vernos pronto se aburrirán de la falta de acción, qué le parece si salimos a caminar por los jardines de la mansión, tienen una vista que difícilmente verá en otra parte de la isla.

—No quisiera interferir demasiado en sus actividades.

—He terminado por hoy, apuré las citas para poder estar con usted. ¿Le halaga eso?

—Me siento muy halagado.

—Y poderosamente atraído hacia mi ¿No es verdad? Siente hervir su sangre al verme así y deseara saber como se verá mi cuerpo desnudo a la luz de la luna ¿Cierto?

—¿Cómo dice? —dijo Kennedy sorprendido.

—Que parece que esta noche habrá luna llena —repitió Amanda que no supo disimular que la actitud del sacerdote le intrigaba.

—Si… creo que estamos en luna llena —dijo el sacerdote aún aturdido.

—Entonces… ¿qué le parece mi oferta?

—¿Su oferta?

—La de salir a caminar a los jardines.

—Ah, eso. Si, me parece bien.

—Déjeme recoger algunas cosas y enseguida vuelvo, creo que después de caminar con usted me marcharé a casa. Estoy exhausta y no deseo más que unas horas de relajación.

—Sin duda se las merece.

—¿Le gustaría ser objeto de esa relajación, Adam? ¿Envolverme en sus brazos y hacer que todo este cansancio y stress que se acumula en mi cuello y mis hombros se vaya?

—Perdón… pero…

—Padre Kennedy. Creo que está usted un poco disperso. ¿Le preocupa algo?

—¿Por qué lo pregunta?

—Le he pedido que me espere sentado en la recepción unos instantes y usted parece no escucharme.

—Si… claro, la esperaré el tiempo que sea necesario.

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