El bosque de los corazones dormidos (15 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

Escuché cómo alguien gritaba mi nombre. Sonaba sordo, sofocado por los árboles que nos envolvían. Aturdida, pensé en responder, pero tardé poco en darme cuenta de que no quería ser encontrada y permanecí callada. Bosco reforzó mi pensamiento haciéndome una señal para que guardara silencio.

De pronto cesaron las llamadas.

—Volvamos a la cabaña —dije finalmente.

Me miró con consternación.

—No. Tienes que volver a tu casa.

—Pero quiero ir contigo… —murmuré dolida.

—¿Por qué?

Me sentí estúpida al no saber qué contestar.

Bosco suspiró.

—Si vienes conmigo, me pondrás en un serio aprieto. Nadie, ¿me oyes bien, Clara?, nadie puede saber de mi existencia.

Me gustó cómo su voz cristalina y sus labios perfectos dieron forma por primera vez a mi nombre. Asentí como una niña buena que por fin ha entendido la trascendencia de sus actos.

Sus ojos azules me escrutaron un momento al tiempo que me alzaba del suelo y me tomaba en brazos con un movimiento rápido y ágil. Recosté la cabeza sobre su hombro, pegué la mejilla a su cuello e inspiré el agradable aroma de su piel. Olía a pino, a musgo y a bosque húmedo calentado al sol. Enseguida supe que, en su ausencia, evocaría mil veces aquella fragancia natural y asilvestrada, que superaba con creces el efecto embriagador del mejor perfume. Cerré los ojos un instante y me dejé mecer por el vaivén de sus pasos a través del bosque.

Fue entonces cuando la nieve rompió su tregua y empezó a caer con mayor fuerza. De nuevo oímos la llamada y los ladridos. Esta vez sonaban lejanos, pero había que actuar con cautela si queríamos llegar a la Dehesa sin ser sorprendidos.

—Conozco un camino alternativo cruzando el río —dijo leyendo mis pensamientos—. Creo que podremos despistarlos.

Bosco avanzaba con decisión. Me sorprendió su habilidad para esquivar los árboles y la maleza a esa velocidad, con el suelo resbaladizo y con la carga de mi cuerpo. Por la confianza y la delicadeza felina de sus pasos, se notaba que conocía el monte a la perfección.

Pensé en sus palabras. Me había pedido que mantuviera en secreto su existencia. Entendí que por ese mismo motivo se había ocultado de mí hasta el momento del hoyo. Nadie podía saber que vivía en la cabaña del diablo, pero ¿por qué? ¿De qué se escondía? Deseché la idea de que tuviera algún problema con la justicia. Bosco no parecía la clase de persona que se mete en esos líos. Todavía no acababa de entender sus cambios de humor y su expresión a veces airada, pero si de algo estaba profundamente convencida era de su corazón noble y bueno… El corazón de un ángel.

No dejaba de nevar.

Sentí el aguanieve empapando mi pelo y deslizándose por mis mejillas. Enterré la cara en su cuello y pude sentir el latido acelerado de su pulso.

Temblé de forma involuntaria.

—Busquemos un refugio —dijo Bosco acercando sus labios a mi oído—. Estamos cerca de una cueva.

El bosque enmudeció de repente mientras la nieve seguía cayendo en silencio. A pesar de la huida, del frío y de la nevada, aquel paisaje me pareció distinto en sus brazos. Había perdido por completo su lado siniestro para convertirse, en pleno otoño, en una hermosísima estampa navideña. Una parte de mí se resistía a dejar morir ese instante; quería sentir su protección eternamente.

Bosco atravesó el río cruzando un tronco caído. Cerré los ojos para vencer el vértigo que me producía su potente caudal a nuestros pies.

Después de unos metros de subida, apareció una enorme roca. De no habernos detenido justo enfrente, jamás habría reparado en la pequeña cavidad que se abría en ella. Un dosel de plantas trepadoras camuflaban su entrada. Tras dejarme a un lado, contemplé asombrada cómo Bosco se agachaba en posición felina e introducía la cabeza en la madriguera. A continuación, emitió un silbido extraño, parecido al siseo de una serpiente.

Esperó unos segundos antes de retirar la cortina de hojas y ramas y girarse hacia mí.

—Entra, no hay nadie.

Le miré paralizada y totalmente confusa. ¿De verdad pensaba que iba a meterme en aquel agujero?

Captó mi reacción y se adelantó con un movimiento ágil, deslizándose con destreza, aunque para ello tuviera casi que reptar.

Su mano asomó un segundo más tarde invitándome a cruzar al otro lado. La tomé confiada y me dejé arrastrar hacia el interior.

Un olor almizclado y punzante de animal salvaje, mezclado con humedad y vegetación mojada, sacudió mis sentidos nada más entrar en la cueva. No me pareció especialmente desagradable, pero sí intenso. Me acostumbré a él enseguida.

A pesar de la dificultad con la que se filtraba la luz, pude apreciar las dimensiones de aquella guarida de techo alto y paredes estrechas. El suelo de arena estaba mullido con helechos. Me senté sobre él y observé cómo unas gotas de agua hacían carreras por las paredes, tapizadas de musgo y hongos.

—Están lejos —dijo Bosco sacudiéndose el pelo mojado—. Podemos descansar aquí un rato hasta que cese la nieve.

Asentí con la cabeza.

Se sentó a mi lado de tal forma que nuestras rodillas se rozaron.

—¿Tendremos tiempo? —pregunté.

—¿Tiempo para qué?

Me miró con sorpresa.

—Bueno… Estabas a punto de explicarme tu don cuando sonaron los disparos.

Suspiró.

Esperé unos segundos antes de hablar.

—Pensaba que habíamos superado tu etapa de silencio —refunfuñé.

Casi sonrió.

—De acuerdo. Aunque no sé por qué dije «don», cuando se trata más bien de una «maldición».

Hizo una pausa antes de soltar su gran secreto.

—Puedo oler el miedo.

—¿El miedo? —No podía admitir que esa fuera la respuesta que esperaba, pero ahora que por fin había decidido contarme la verdad, quería saber más—. ¿Y cómo se supone que funciona ese don?

—Es una facultad propia de algunos animales, cuyo olfato es capaz de detectar con facilidad la adrenalina que liberamos cuando estamos asustados.

—¿Tú puedes hacer lo mismo?

—Sí —reconoció con tristeza—. Soy sensible al temor de la gente. Puedo olerlo. Sentirlo… a kilómetros de distancia.

—¿Y qué hay de malo en eso? —pregunté fascinada.

—Cuando un animal percibe temor, su instinto natural es defenderse. Reacciona con ira de una forma innata porque sabe que el pánico es un arma muy peligrosa. El miedo es una emoción contagiosa y, por desgracia, cuando estamos asustados hacemos cosas terribles…

—¿Quieres decir que el miedo despierta tu ira?

—No siempre, aunque nunca me deja indiferente. —Su rostro se tensó—. Digamos que… cuando hay gente asustada a mi alrededor no lo paso muy bien.

—Por eso vives en el bosque —reflexioné en voz alta—. Y por eso intentas mantener a todo el mundo alejado.

—Exacto. La leyenda de Rodrigoalbar y la tendencia a la superstición de la gente de por aquí me han venido muy bien. Bastaron unas cuantas señales de brujería para que no cruzaran la línea.

Recordé la dentadura de animal colgada del pino, el muñeco de vudú y los montículos de piedras que había encontrado por el bosque el día que me perdí. De repente, todo cobraba un nuevo sentido.

—Mientras tanto —continuó— fui entrenándome en el arte de la invisibilidad.

Sonreí al pensar que yo misma le había confundido con un fantasma.

—¿Cómo vivías antes?

Bosco me miró con expresión confusa. Me sobrecogí por la forma en que sus ojos y dientes brillaron en la oscuridad de la cueva, como los de un depredador. Me fijé también en la silueta felina de su cuerpo apenas abrigado por un suéter de cuello vuelto que se ajustaba a su pecho como una segunda piel. Parecía inmune al frío.

—¿Cómo era tu vida antes de instalarte en el bosque? —puntualicé.

—Vivía en la capital, con mi padre. Teníamos una vida más o menos tranquila… hasta que se manifestó mi «don». —Pronunció la palabra con desdén—. Yo siempre había sido un buen chico. Me gustaba la gente y tenía muchos amigos. Al cumplir los dieciséis, empecé a notar cosas extrañas y a meterme en líos. Me volví hipersensible y reaccionaba con agresividad.

—Y huiste al bosque en busca de soledad.

—No en aquel momento. Mi padre pensó que se trataba de algún desorden mental. Después de una temporadita en un balneario suizo, me dieron el alta. Fue fácil —sonrió divertido—, allí nadie estaba asustado.

—¿Volviste a la ciudad en aquel momento?

Frunció el ceño antes de contestar.

—Lo intenté… Traté de recuperar mi vida. Pero… no te imaginas lo asustada que está la gente en la ciudad; el miedo se huele en cada esquina. Era insoportable. Yo no entendía qué me pasaba. Me estaba volviendo loco… Y entonces hice algo terrible.

Bosco sacudió la cabeza como queriéndose librar de un mal recuerdo.

—Después de aquello…

No me pasó por alto que Bosco había eludido explicarme «aquello»… Me pregunté qué cosa tan terrible habría hecho, pero no me atreví a preguntar y él siguió con su narración.

—Le dije a mi padre que quería recorrer mundo, a lo que él no se negó. Con mis rarezas y después del accidente, me había convertido en una presencia incómoda para él. Me prometió una asignación mensual y pagar mis gastos en una prestigiosa universidad estadounidense a mi vuelta. Supongo que quería mantenerme alejado de su vida… —Se detuvo para tomar aire antes de continuar—. Recién cumplidos los diecisiete, me vine a Colmenar buscando a mi abuelo. Nadie sabía qué había sido de él. Un día me adentré en el bosque y me perdí. Un viejo de barbas blancas vino a mi rescate…

En aquel momento deslizó una mano bajo su suéter y sacó un pedacito de cartón. Me lo extendió para que pudiera verlo. Era una fotografía desteñida en la que aparecían un anciano y un niño. Entre ellos no había una actitud cariñosa o cómplice. No hacían nada. Solo posaban y miraban a cámara, con el bosque como escenario a sus espaldas. Parecía una toma increíblemente antigua… Enseguida reconocí en ambos la mirada de mi ángel.

—¡Tu abuelo! —exclamé emocionada—. ¿También tenía el don?

—Sí. Él fue quien me lo explicó. Me enseñó todo lo necesario para sobrevivir en el bosque y mantenerme alejado de la gente. Y así fue como me convertí en un ermitaño.

—¿Qué pasó con él? —pregunté con curiosidad.

—En el pueblo creían que era un fantasma. El espíritu de Rodrigoalbar para ser exactos. Él se encargó de alimentar la leyenda con algunos trucos… y con su rifle. —Rió entre dientes—. Cuando murió hace un año, tomé el relevo. Era algo que habíamos hablado en alguna ocasión. Él quería protegerme.

Nuestras miradas se encontraron unos segundos antes de continuar. Había tristeza en sus ojos.

—Yo mismo lo enterré en el bosque —dijo bajando la mirada—. Nadie supo de su existencia en vida. Nadie lloró su muerte.

—Excepto tú.

—Excepto yo…

—Lo siento mucho. —Notaba un nudo en la garganta—. Lamento haberte molestado con mi presencia… y con mis miedos. He estado asustada desde que llegué. Tu cabaña está a pocos kilómetros de la Dehesa, así que imagino lo mal que te lo he hecho pasar.

—Contigo es distinto.

—¿Por qué?

—Tu miedo es diferente.

—¿Qué tiene de particular?

—A veces consigue airarme, pero otras… despierta en mí compasión y un profundo instinto de protección… —me explicó con dulzura—. No es un miedo del todo puro. Está adulterado con otro sentimiento todavía más potente. Creo que es tristeza.

Buscó una confirmación que no halló en mi cara asombrada.

—Digamos que me afecta de un modo distinto. No sé explicártelo bien porque para mí es algo nuevo. Nunca había sentido algo así.

Aunque no entendí sus palabras, me gustó escuchar aquello. Él también me había hecho sentir cosas nuevas. Al principio, cuando creía que era un fantasma, me había acompañado con su invisible presencia. Más tarde tomó forma de ángel silencioso y me salvó de una muerte segura. Ahora, con aspecto de chico, Bosco abría mi mente a un universo desconocido.

Nuestras miradas se perdieron en el exterior. Los últimos copos de nieve caían sigilosos. Contuve el aliento al ver un zorro detenerse titubeante frente a la cueva. Olisqueó nuestro rastro un instante antes de alejarse y fundirse con la nieve.

—Cuando llegaste, traté de mantenerme a distancia —continuó—, pero no pude.

—De no ser por ti, habría muerto dos veces —dije muy seria, sin darme cuenta de la estupidez que estaba pronunciando.

Nos miramos un segundo antes de estallar en una carcajada.

—¿Sabes? Lo que has dicho no es ninguna tontería. Es posible nacer y morir varias veces en una misma vida. Yo mismo renací como Bosco hace años en este bosque maldito. De mis anteriores existencias solo quedan recuerdos dolorosos… Los hindúes dicen que nos reencarnamos varias veces hasta alcanzar la perfección, pero yo creo que la reencarnación también se produce en los límites de una sola existencia.

—¿Cómo has podido arreglártelas solo todo este tiempo?

Pensé en aspectos prácticos como la compra de alimentos, medicinas o productos de higiene personal.

—El bosque es un gran supermercado si sabes dónde buscar —sonrió—. De todas formas, no he estado del todo solo. Aparte de ti, hay otra persona que conoce mi secreto y que me ayuda de vez en cuando. Me trae libros, comida y otras cosas que no crecen en los arbustos ni corretean por el monte.

Aquella revelación me sorprendió.

—¿Quién es?

—Alguien que parece no tener miedo a nada. Una valiente.

Había dicho «una» valiente. ¿Se estaba refiriendo a «una persona» o a «una chica»? Aquel matiz me pareció importantísimo. Sentí una punzada de celos en el estómago.

Sin embargo, antes de que pudiera seguir con mi interrogatorio, Bosco se levantó y salió un instante al exterior.

—Ha dejado de nevar y el grupo está lejos. Es mejor que salgamos ya.

—¿Cómo sabes que están lejos?

—Tienen miedo de no encontrarte con vida… Puedo olerlo. —Sonrió—. Pero mi olfato me dice que no están cerca.

Un sol débil, sin calor, lucía en medio de un cielo plateado cuando salimos de la cueva. Bosco volvió a cargarme en sus brazos.

Me acurruqué contra su pecho y me propuse disfrutar de los últimos instantes de su compañía. Sin embargo, no lograba relajarme. Había demasiados interrogantes en el aire. ¿Qué cosa tan terrible había hecho antes de huir al bosque? Había mencionado la palabra «accidente»… ¿Quién más conocía su secreto?

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