El bosque de los corazones dormidos (12 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

De repente me vi a mí misma bajar del Land Rover de mi tío el día que llegué a la Dehesa. Desde mi posición, en las nubes, podía verlo todo a vista de pájaro. Me costó reconocerme en aquella chica delgaducha de cara pálida y mirada triste. Caminaba arrastrando los pies, con las manos en los bolsillos. Contemplé cómo me detenía frente al estanque y me agachaba para buscar un guijarro plano, que después lancé con efecto. El canto rebotó tres veces sobre el agua y lo celebré con un saltito. Creo que fue justo en ese instante cuando tomé la decisión de quedarme.

La lluvia diluyó esa escena caprichosa y me devolvió a la gélida oscuridad del pozo. Aunque no había llegado a dormirme, me encontraba en una especie de sopor, un delirio que me impedía pensar con claridad. Intenté aferrarme a ese aturdimiento con todas mis fuerzas para no afrontar lo que estaba viviendo. Sin embargo, el agua helada sobre mi cabeza y el aullido cercano de unos lobos me recordaron que debía hacer algo pronto. Tenía que luchar por mi vida antes de que fuera demasiado tarde y aquel hoyo se convirtiera en mi tumba. Intentaba reunir fuerzas cuando me asaltó un nuevo delirio.

Estaba ahora en el entierro de mi madre. Lo veía todo desde un ángulo del tanatorio. Me vi sentada en una silla del pasillo, donde me había pasado el velatorio entero haciendo sudokus compulsivamente. Clavaba el bolígrafo con tanta fuerza, que algunos trazos habían perforado el papel. No lloraba. Solo hacía números y mantenía la vista fija en aquellos cuadritos. Entré en la sala donde estaba el ataúd. Aquella escena era nueva para mí; aquel día no había querido ver a mi madre muerta. Mi abuela estaba a su lado. Tenía su mano cogida y le susurraba algo al oído. Me acerqué a escuchar. «Mi niña, espérame… Pronto estaré contigo.» Me fijé en mi madre. Estaba tan hermosa que parecía un ángel. Besé su piel ya fría. Una lágrima resbaló por mi mejilla y aterrizó en la suya.

Mis propias lágrimas se mezclaban con la lluvia que empezaba a inundar la trampa.

Diluviaba.

El hoyo se llenaba de agua y lodo. Devuelta a la horrible realidad, luché hasta lograr trepar un metro y apartarme del fondo. Luego conseguí ganar algunos centímetros más. El vestido embarrado se pegaba a mi cuerpo como una segunda piel.

Y entonces me volví a hundir. Las paredes reblandecidas empezaron a desmoronarse y a caer sobre mí. Aterrorizada, me cubrí la cabeza con los brazos mientras recibía una embestida de barro.

Cuando cesó, me di cuenta de la tragedia. Había quedado enterrada de cintura para abajo. Me resultaba imposible mover las piernas.

Mi mente volvió a desconectar para evadirse unos instantes del sufrimiento de ver un final cada vez más cercano.

Vi aquella playa de mi infancia tostada por el sol. Mi madre y mi abuela pedaleaban con energía mientras charlaban alegremente en aquel patín. Olores agradables de sal, yodo, crema solar y helado de vainilla se mezclaban en aquel recuerdo de unas vacaciones en la Costa Brava. Yo estaba recostada en la parte de atrás del patín, saboreando mi helado, con las piernas sumergidas en el agua y el sol bronceando mi cara. Mientras me dejaba mecer por el vaivén de las olas, las risas y el chapoteo de los bañistas hacían de banda sonora de aquel instante de felicidad plena.

El agua me llegaba al pecho cuando recuperé de nuevo el sentido. Estaba helada y aprisionada en el barro.

Entendí que si no dejaba de llover —algo improbable por la fuerza de la tempestad—, moriría ahogada o congelada antes de media hora. Estaba tan agotada que solo quería dormir, cerrar los ojos y fundirme en algún recuerdo agradable.

No quería estar allí cuando el agua anegara completamente el pozo. Quería volar de nuevo hacia algún momento feliz de mi triste historia. Deseaba sentir mis piernas y mis brazos libres, que aquella tortura acabara de una vez…

En esta ocasión no me vi desde arriba, como en el primero de los delirios anteriores. Mi mente viajó hasta mi primer recuerdo, que reviví con una precisión asombrosa. Yo tenía dos años y me encontraba envuelta en una mantita, en brazos de mi madre. Ella estaba sentada en el salón de una vecina, con la que charlaba y tomaba café. No entendía ni una palabra de lo que decían, como si aún no supiera descifrar el lenguaje. Su conversación era para mí una cadencia monótona de sonidos, rota de vez en cuando por sus risas. No podía moverme, pero no me importaba. Estaba muy a gusto envuelta en mi manta con la visión en contrapicado del rostro de mi madre. De vez en cuando bajaba la mirada y me sonreía. Sus ojos se inundaron de amor al encontrarse con los míos.

Al levantar la cabeza hacia el cielo, el agua helada se fundió en contacto con mis mejillas febriles.

Entonces supe que iba a morir.

Lo acepté y casi lo deseé. Me había rendido.

La tierra me oprimía hasta el pecho y el agua me llegaba casi a los labios. Logré sacar un brazo y apartar con él el barro de mi cara, pero no tenía fuerzas para seguir luchando. Engullida por un hoyo en la negritud de la noche, pedí al firmamento que mi siguiente vida fuera un poquito más amable.

Y entonces una tenue luz se abrió paso en el cielo. Al principio solo fue un débil y lejano resplandor, pero poco a poco se volvió más brillante hasta abarcar un espacio amplio. La luminosidad me permitió atisbar una silueta humana. Después, el destello se hizo tan intenso que me deslumbró por un momento.

Entendí que había llegado mi hora; que aquello no era más que la luz al final del túnel y aquella figura, mi ángel que venía a acompañarme al mundo de los muertos.

Sonreí y extendí mi brazo libre.

El ángel tomó mi mano un instante antes de rendirme completamente a su voluntad.

La cabaña del diablo

E
staba tendida en una mullida cama cuando abrí los ojos. La luz tenue y anaranjada de una chimenea cercana me desveló pocos detalles de dónde me encontraba. Era un lugar desconocido con paredes de madera. No pude ver mucho más, porque unos brazos me rodeaban de tal modo, que casi no podía moverme. Me sobresalté al darme cuenta de que estaba desnuda y abrazada a un extraño. Una gruesa manta cubría nuestros cuerpos, pegados piel con piel, mientras mi cara reposaba sobre su pecho.

Asustada, levanté levemente la cabeza y me encontré con el rostro perfecto de mi ángel a escasos centímetros del mío. Estaba dormido, pero sus rasgos contraídos delataban su estado de alerta. Podía sentir su respiración cálida en mis mejillas. Contemplé su rostro a la luz de las llamas. Era, con diferencia, el chico más guapo que había visto en mi vida. Me fijé en cómo su pelo dorado se ondulaba alborotado sobre la almohada. Me gustaron su nariz recta y sus pómulos marcados. Tenía una mandíbula fuerte y unos labios bien dibujados. Reprimí el impulso de alargar la mano y sentir el roce de su piel bronceada.

La razón se impuso en forma de preguntas: ¿dónde me encontraba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién era ese chico? ¿Por qué estábamos desnudos?

Intenté incorporarme, pero mi cuerpo no respondió. Me estremecí con una mezcla de temor y vergüenza. En ese momento abrió los ojos y me miró con dureza.

—¿Quién eres? —dije confusa con un hilo de voz apenas audible.

No dijo nada.

—¿Qué hago aquí? —insistí.

El recuerdo vago de lo que había pasado en el bosque me asaltó produciéndome un escalofrío. Era un milagro que hubiera sobrevivido a la trampa. Había estado enterrada en el lodo y con el agua hasta el cuello.

Una especie de gemido escapó de mis labios. El chico de la cabaña no contestó a mis preguntas. En lugar de eso, me abrazó aún más fuerte, como si mi reacción asustada le hubiera conmovido.

Sentí su piel cálida y comprendí que solo intentaba darme calor con su cuerpo. Me pareció un gesto demasiado íntimo y salvaje, más propio de animales que de personas que ni siquiera se conocen, pero lo cierto era que ya no estaba helada y había dejado de temblar de forma convulsiva.

Por extraño que fuera, tuve que reconocer que estaba a gusto, tanto que volví a cerrar los ojos confiada. No sentía dolor, ni frío, solo el contacto cálido y suave de su piel. Una sensación cercana al placer me animó a acercarme más, hasta casi presionar mi cuerpo contra el suyo.

En aquel momento no era consciente de que me encontraba bajo los efectos de un potente analgésico natural a base de hierbas y raíces.

Me pregunté si aquello era el cielo.

Mis heridas empezaron a despertarse poco después. Volví a sentir un frío intenso abriéndose paso entre mis huesos. Supuse que aquello significaba que seguía viva. Me encogí contra su pecho y sentí al instante el calor de su presencia.

Estaba tiritando cuando él hizo un gesto para levantarse. Instintivamente, alargué el brazo para detenerle; no quería que me dejara sola. Él me miró de forma inexpresiva y me acercó un tazón caliente que había sobre una mesita.

—¿Qué es esto? —susurré con voz quejumbrosa.

No tenía fuerzas para beber.

Emití una débil protesta y cerré los ojos acurrucándome entre las mantas sin dejar de temblar. Al momento sentí cómo sus fuertes manos me asían con delicadeza por las axilas obligándome a incorporarme. Intuí por su semblante serio que no aceptaría una negativa por respuesta. Nuestros ojos se retaron un instante antes de que yo bajara la cabeza, aturdida por la intensidad de su mirada, tan bella y tan azul. Parecía enfadado e incómodo.

Bebí obediente aquel brebaje. Olía mal y sabía peor, pero no me atreví a protestar. Me sentía débil y me escocían las heridas, pero aun así logré formular una nueva pregunta:

—¿Dónde estoy?

Esperé en vano su respuesta mientras se acomodaba de nuevo a mi lado. Esta vez acepté con resignación su silencio y dejé que sus brazos me rodearan de nuevo.

Me desperté confusa y con un dolor terrible de cabeza. Estaba sola.

Observé con curiosidad aquella habitación austera de un solo ambiente en el que coexistían una cocina de leña, una chimenea, un sofá y una mesa con dos sillas. En una esquina de la sala había un viejo piano y una estantería. Había libros en ella, pero también esparcidos y en pilas por toda la casa. Un enorme caldero reposaba sobre el fuego de la cocina.

Miré tras una ventana y vi cómo la lluvia caía sobre la extensión verde del exterior. Se había hecho de día.

Entendí que aquel lugar estaba en pleno bosque y sentí un escalofrío al pensar que tal vez me encontraba en la mismísima cabaña del diablo. Intenté recordar cómo había llegado allí, sin conseguirlo al principio.

Luego vi mi vestido malva secándose al fuego y me acordé de los momentos angustiosos en la trampa. No pude reprimir un ataque de llanto al revivir aquel sufrimiento. Después, un recuerdo borroso de alguien desvistiéndome, secándome y limpiándome las heridas acudió a mi mente. No recordaba cómo había llegado a esa casa, pero sí el frío y las convulsiones, el calor insuficiente de la chimenea y la forma en que mi misterioso salvador me había hecho entrar en calor.

Sentí arder mis mejillas al darme cuenta de que seguía desnuda.

Me pasé una mano por el pelo enmarañado y mis dedos tropezaron con una mezcla de tierra y sangre seca. Miré bajo la manta y gemí al ver mi cuerpo en aquel estado lamentable: tenía cardenales y rasguños por todas partes y barro hasta en las uñas.

Durante un momento, pensé en recuperar mi vestido y cubrirme antes de que él llegara. Pero al volver a mirarlo, me di cuenta de que estaba hecho jirones.

Tampoco me sentía con fuerzas para levantarme; tenía el tobillo muy hinchado. Estaba lo suficientemente agotada como para dormirme de nuevo, pero luché contra el cansancio. Mi sentido común me advertía que estuviera alerta; a pesar de haberme salvado la vida, me hallaba a merced de un extraño.

De repente, un nombre cruzó mi mente activando todas las señales de alarma: «Woodhouse», el acosador que había estado enviándome amenazas de muerte. ¿Acaso no era aquello una cabaña de madera? El pánico se apoderó de mí antes de que mi sentido común lograra tranquilizarme. Era imposible que aquel chico me hubiera enviado esos terroríficos mensajes desde ese lugar. En aquella casa no había ningún signo de modernidad, ni electrodomésticos ni ordenador… ¡Ni siquiera luz eléctrica!

La puerta se abrió y no pude evitar dar un respingo. El chico de la cabaña entró arrastrando un gran barreño de madera. Tenía el pelo alborotado, pero aun así su aspecto era deslumbrante. Llevaba un jersey de lana gruesa y unos vaqueros gastados. Me miró un instante y me hizo un tímida señal con la cabeza a modo de saludo. Una leve sonrisa curvó sus labios perfectos, pero sus ojos aún mostraban recelo.

Sentí que el corazón me daba un vuelco. No supe precisar si por la sorpresa de su entrada o por el efecto de su mirada.

—Hola. Me llamo Clara. —Mi propia voz me sonó extraña—. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Yo… me caí en aquel hoyo y tú… ¿Cómo te llamas?

Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas.

Aquel chico me producía sensaciones extrañas. Me sentía agradecida, pero también terriblemente turbada por su belleza y sus peculiares cuidados. Me había quitado la ropa y dado calor con su propio cuerpo. Jamás había compartido un grado así de intimidad con nadie. Aunque estaba claro que lo había hecho para salvarme la vida, la situación bien merecía una explicación por su parte. Entonces, ¿por qué no me hablaba?

Me quedé un rato callada contemplando embelesada cómo vaciaba una olla sobre el barreño y volvía a llenarla de agua para ponerla sobre el fuego. Deduje que era mudo. Aún no sabía si era capaz de entender lo que yo decía, pero tenía bastante claro que no podía hablar.

A pesar de la evidencia de lo que estaba haciendo, no entendí que me estaba preparando un baño hasta que estuvo lleno y me hizo una señal para que me metiera en aquella rústica bañera.

Me envolví en la manta e intenté levantarme. Al poner el pie en el suelo, proferí un alarido. Fue tanto el dolor que sentí, que me mareé. Caí sentada sobre la cama al tiempo que dos lagrimones se abrieron paso en mis ojos. Me los sequé avergonzada.

El ángel silencioso se acercó a mí y me levantó en brazos con suavidad. Sin desviar la mirada de mis ojos, me quitó la manta y me sumergió con delicadeza en el agua jabonosa y caliente.

Dejé que sus manos frotaran mi cuerpo con una esponja suave. Durante un instante pensé en pedírsela y encargarme yo misma de algo tan personal como mi higiene, pero me sentía muy débil y casi no tenía fuerzas ni para levantar el brazo.

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