Las fieras de Tarzán
es el tercer libro escrito por Edgar Rice Burroughs protagonizado por el personaje de Tarzán. Su argumento continúa la historia iniciada con
Tarzán de los monos
y seguida por
El regreso de Tarzán
.
Tarzán ha aceptado por fin su título de lord Greystoke y se ha casado con Jane, con quien ha tenido a su hijo Jack. Pero los deseos de venganza de sus enemigos rusos, Nikolas Rokoff y Paulvitch Alexis, no cesan. Secuestrarán a Jack y lograrán hacer caer a Tarzán en una trampa, y quedará preso en la bodega del mismo barco donde está su hijo. Jane, en su intento por evitar al apresamiento de Tarzán se encontrará también con las garras de Rokoff. Así, sin saber cada uno que el otro está en el mismo barco, zarparán rumbo a África bajo el control de Rokoff. Abandonado en una isla desierta, Tarzán aplicará su inteligencia y habilidad para adiestrar a la pantera Sheeta y a la tribu de simios liderada por Akut, y junto con el guerrero nativo Mugambi, volverá al continente para rescatar a su hijo.
Edgar Rice Burroughs
Las fieras de Tarzán
Tarzán 3
ePUB v1.1
Zaucio Olmian04.07.12
Título original:
The Beasts of Tarzan
.
Edgar Rice Borroughs, 1914
1ª edición en revista:
All-Story Cavalier
, 1914 del 16/05 al 13/06
1ª edición en libro: A. C. McClurg, 04/03/1916
Traducción: Emilio Martínez Amador
Portada original: J. Allen St. John
Retoque portada: Zaucio Olmian
Ilustraciones: J. Allen St. John
Editor original: Zaucio Olmian (v1.1)
ePub base v2.0
A Joan Burroughs
—El misterio más profundo envuelve el caso —manifestó D'Arnot—. Tengo informes de primera mano, según los cuales ni la policía ni los agentes especiales de su estado mayor tienen la más remota idea del modo en que se consumó la fuga. Todo lo que saben es que Nicolás Rokoff se les ha escapado.
John Clayton, lord Greystoke —en otro tiempo «Tarzán de los Monos»—, permaneció silencioso, sentado allí, en el piso parisiense de su amigo Paul D'Arnot, con la meditativa mirada fija en la puntera de su inmaculada bota.
En su imaginación se agitaban mil recuerdos, provocados por la evasión de su archienemigo de la cárcel militar en la que cumplía la sentencia a cadena perpetua a la que le condenaron merced al testimonio del hombre-mono.
Pensó en la cantidad de intentos de asesinato que había urdido Rokoff contra él y comprendió que lo que aquel individuo hizo hasta entonces no era nada comparado con lo que tramaría y desearía hacer ahora que estaba libre de nuevo.
Tarzán acababa de trasladar a Londres a su esposa y a su hijo, con el fin de ahorrarles las incomodidades y peligros de la estación lluviosa de su vasta hacienda de Uziri, el territorio de los salvajes guerreros waziri cuyos extensos dominios africanos gobernó tiempo atrás el hombre-mono.
Había atravesado el canal de la Mancha para hacer una breve visita a su viejo amigo, pero la noticia de la fuga del ruso había proyectado una sombra ominosa sobre su viaje, de modo que, aunque acababa de llegar a París, ya estaba considerando la conveniencia de volver de inmediato a Londres.
—No es que tema por mi vida, Paul —rompió Tarzán su silencio por fin—. Hasta la fecha, siempre he superado todas las tentativas asesinas de Rokoff contra mí, pero ahora he de pensar en otras personas. O mucho me equivoco o ese criminal se apresurará a ensañarse con mi mujer o con mi hijo, antes que atacarme a mí directamente, porque es indudable que sabe que así puede infligirme mayores tribulaciones. De modo que he de regresar en seguida y permanecer junto a ellos hasta que Rokoff se encuentre de nuevo entre rejas… o en el cementerio.
Mientras Tarzán y D'Arnot mantenían esta conversación en París, otros dos hombres dialogaban en una casita de campo de los alrededores de Londres. Se trataba de dos sujetos esquinados, de aire hosco, siniestro.
Uno era barbudo, pero el otro, la palidez de cuyo rostro denotaba una larga permanencia en lugar cerrado, mostraba en su semblante un asomo de pelo negro que sólo llevaba creciendo unos días. Este último era el que hacía uso de la palabra.
—Es preciso que te afeites esa barba tuya, Alexis —recomendaba a su interlocutor—. Si no lo haces, te reconocerá al instante. Hemos de separarnos antes de una hora. Confiemos en que, cuando volvamos a reunirnos, a bordo del
Kincaid
, nos acompañen nuestros dos huéspedes de honor, que poco se imaginan el crucero de placer que les hemos programado.
»Dentro de dos horas estaré camino de Dover con uno de ellos y mañana por la noche, si sigues al pie de la letra las instrucciones que acabo de darte, te presentarás con el otro, siempre y cuando, naturalmente, el tal huésped regrese a Londres con la rapidez con que supongo se apresurará a hacerlo.
»Placer y provecho, así como algunas otras buenas cosas será la recompensa que obtendremos a cambio de nuestros esfuerzos, mi querido Alexis. Gracias a la estupidez de los franceses, tan majaderos ellos que han ocultado mi fuga durante tanto tiempo que he podido disponer de oportunidad de sobras para planear esta pequeña aventura. Y la he proyectado con tanta minuciosidad y detalle que son prácticamente nulas las probabilidades de que surja el menor contratiempo que pudiese tirar por tierra nuestro plan. ¡Ahora, adiós! ¡Y buena suerte!
Tres horas después, un mensajero subía la escalera que llevaba al piso del teniente Paul D’Arnot.
—Un telegrama para lord Greystoke —dijo al criado que le abrió la puerta—. ¿Está aquí?
El doméstico respondió afirmativamente y, tras firmar el comprobante, llevó el telegrama a Tarzán, que ya se preparaba para partir hacia Londres.
Tarzán abrió el sobre y, al leer el contenido del mensaje, su rostro se puso blanco.
—Léelo, Paul —tendió a D'Arnot el rectángulo de papel—. Ya ha ocurrido lo que me temía.
El francés cogió el telegrama y leyó:
JACK RAPTADO EN JARDÍN CON COMPLICIDAD CRIADO NUEVO. VEN INMEDIATAMENTE. JANE.
Cuando Tarzán se apeó de un salto del turismo que había ido a buscarles a la estación y corrió escaleras arriba, en la puerta de su casa de Londres le recibió una mujer que, aunque tenía los ojos secos, se encontraba en un estado de agitación casi frenética.
Jane Porter Clayton le contó rápidamente cuanto había podido averiguar acerca del secuestro del niño.
La niñera paseaba en el cochecito a la criatura, por la soleada acera, cuando un taxi frenó en la esquina de la calle. La mujer sólo prestó una atención fugaz al vehículo, si bien pudo observar que de él no se apeaba ningún pasajero, sino que el taxi permanecía junto al bordillo, con el motor en marcha, como si estuviera aguardando a un cliente a punto de salir del edificio ante el que se había detenido.
Casi simultáneamente, el servidor recién contratado, Carl, salió corriendo de la residencia de lord Greystoke, para decir que la señora quería hablar un momento con la niñera y que ésta debía dejar al pequeño Jack a su cuidado, al cuidado de Carl, en tanto ella regresaba.
La mujer dijo que ni por asomo sospechó que el hombre albergase motivos inconfesables… Hasta que llegó a la puerta de la casa y se le ocurrió volverse para advertirle que no colocara el cochecito de forma que el sol pudiera caer sobre los ojos del niño.
Cuando volvió la cabeza para avisar al criado vio, sorprendida, que el individuo empujaba el coche y lo hacía rodar con rapidez por la acera. Observó que, al mismo tiempo, se abría la portezuela del taxi y se enmarcaba en el hueco el rostro atezado de un hombre.
Instintivamente, en la mente de la niñera irrumpió centelleante la comprensión de que el bebé estaba en peligro y, a la vez que emitía un chillido, se lanzaba escalinata abajo y echaba a correr por la acera en dirección al taxi, mientras Carl tendía el chiquillo al individuo moreno que estaba dentro del vehículo.
Un segundo antes de que la niñera llegara al taxi, Carl saltó al interior del automóvil y cerró de golpe la portezuela. Simultáneamente, el conductor intentó poner en marcha el vehículo, pero resultó que, al parecer, algo no funcionaba apropiadamente, como si los engranajes del cambio de marchas se resistieran a encajar. La demora que eso produjo, mientras el hombre daba marcha atrás y hacía retroceder el coche unos metros, antes de poner de nuevo la primera para arrancar, dio a la niñera tiempo para llegar al taxi.
Saltó al estribo e intentó arrebatar el niño de los brazos del desconocido. Allí, entre gritos y forcejeos, continuó aferrada después incluso de que el coche se pusiera en marcha. Carl no consiguió despedirla de la ventanilla hasta que el vehículo, que había cobrado ya bastante velocidad, pasó por delante de la residencia de los Greystoke. Entonces le aplicó un feroz puñetazo en pleno rostro y la mujer fue a parar al pavimento.
Las voces de la niñera atrajeron a sirvientes y miembros de las familias que ocupaban las residencias de la vecindad, así como del hogar de los Greystoke. Lady Greystoke había sido testigo de los valerosos esfuerzos de la niñera y de la celeridad con que reaccionó e intentó impedir que el automóvil se alejara de allí a toda marcha, pero la muchacha llegó demasiado tarde.
Eso era cuanto se sabía y lady Greystoke ni por soñación pudo suponer la posible identidad del hombre que se encontraba en el fondo de aquella maquinación, hasta que Tarzán le informó de que Nicolás Rokoff se había fugado de la cárcel francesa en la que todos esperaban permaneciese recluido de por vida.
Trataban lord y lady Greystoke de determinar cuál sería la mejor línea de conducta que pudiesen seguir, cuando sonó el teléfono en la biblioteca situada a la derecha de Tarzán. Éste se apresuró a responder a la llamada.
—¿Lord Greystoke? —preguntó una voz masculina, desde el otro extremo de la línea.
—Sí.
—Han raptado a su hijo —continuó la voz— y sólo yo puedo ayudarle a recuperarlo. Estoy al corriente del plan de quienes han secuestrado al niño. A decir verdad, intervine en la operación e iba a participar en los beneficios que reportaría, pero los demás quieren jugármela, así que voy a darles una lección y le ayudaré a rescatar a la criatura, si usted se compromete a no presentar denuncia alguna contra mí por haber tomado parte en el secuestro. ¿Qué me contesta?
—Si me conduce al lugar donde tienen escondido a mi hijo —respondió el hombre-mono—, nada tiene que temer en lo que a mí respecta.
—Muy bien —repuso el otro—. Pero ha de acudir usted solo a la cita conmigo, porque ya es suficiente con que tenga que fiarme de su palabra. No puedo arriesgarme a permitir que otras personas conozcan mi identidad.
—¿Dónde y cuándo podemos encontrarnos? —quiso saber Tarzán.
El comunicante le dio el nombre y la dirección de una taberna de los muelles de Dover, un establecimiento frecuentado por marineros.
—Vaya allí esta noche —concluyó el hombre—, hacia las diez. Si se presenta antes de esa hora, no adelantará nada. De momento, su hijo no corre peligro y puedo llevarle a usted, sin que nadie se entere, al lugar donde lo tienen secuestrado. Pero tenga buen cuidado en venir solo. Y que no se le pase por la cabeza, bajo ninguna circunstancia, avisar a Scotland Yard. Sepa que le conozco y que le estaré observando continuamente.