Las fieras de Tarzán (7 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Cuando los ojos de Sheeta cayeron sobre Bara y el olor de la sangre llegó a las fosas nasales del felino, dejó oír un penetrante rugido y, un instante después, ambos animales devoraban uno junto a otro la tierna carne del ciervo.

Durante varios días, los dos integrantes de aquella extraña pareja vagaron juntos por la selva.

Cuando uno de ellos mataba una presa, llamaba automáticamente al otro, de forma que ambos se alimentaban bien y con frecuencia.

En una ocasión, estaban regalándose el paladar y el estómago con la carne de un jabalí que poco antes había sacrificado Sheeta, cuando Numa, el león, fiero y terrible, salió de entre los embrollados matojos de hierbas que crecían muy cerca de ellos.

Con un furibundo rugido de aviso, se precipitó hacia adelante, para arrebatarles la pieza. Sheeta dio un brinco y buscó refugio en un bosquecillo de arbustos próximo, en tanto Tarzán se izaba a la rama de un árbol que tendía su follaje sobre ellos.

Una vez asentado en la rama, Tarzán desenrolló la cuerda que llevaba colgada al cuello y, mientras Numa permanecía sobre el cadáver del jabalí, erguida la desafiante cabeza, el sinuoso lazo descendió raudo para ceñirse alrededor del cuello del león y un brusco tirón tensó la cuerda violentamente. Tarzán llamó a Sheeta con agudas voces, a la vez que levantaba al batallador león hasta que sólo las patas traseras tocaban el suelo.

Ató rápidamente el extremo de la cuerda a una robusta rama, mientras la pantera, en respuesta a su llamada, se plantaba allí de un salto. Tarzán se dejó caer del árbol, junto al forcejeante y frenético Numa, y se abalanzó sobre él por un lado, en ristre el largo cuchillo afilado, en tanto Sheeta le atacaba por el otro.

La pantera desgarró y despedazó el cuerpo de Numa por la derecha, al mismo tiempo que el hombre-mono hundía una y otra vez su cuchillo de piedra en el costado contrario. Y antes de que los poderosos zarpazos del rey de las fieras lograsen romper la cuerda, Numa quedó inerte, colgado del nudo corredizo, muerto e inofensivo.

Y al unísono, desde el fondo de dos gargantas salvajes, se remontaron en el aire de la selva el grito retador del mono macho y el rugido victorioso de la pantera, que se combinaron para formar un lúgubre y pavoroso ululato.

Cuando las últimas notas se extinguían en un prolongado y aterrador gemido final, una veintena de guerreros pintarrajeados que varaban en la playa su larga canoa de guerra, se detuvieron para aguzar el oído y dirigir la mirada hacia la selva virgen.

V
Mugambi

Cuando Tarzán hubo cubierto la vuelta completa a la isla y efectuado varias incursiones hacia diversos puntos del interior, tuvo el convencimiento absoluto de que él era el único ser humano que la ocupaba.

En ninguna parte descubrió el menor indicio de que hombre alguno hubiera asentado allí sus reales, ni siquiera de modo transitorio. Desde luego, conocía lo rápidamente que la exúbera vegetación tropical lo sumerge todo de manera rápida y completa, salvo los monumentos permanentes de los hombres, así que era posible que se equivocara en sus deducciones.

Al día siguiente de la muerte de Numa, Tarzán y Sheeta se dieron de manos a boca con la tribu de Akut. Al ver a la pantera, los gigantescos simios emprendieron veloz retirada y Tarzán tardó un buen rato en persuadirlos para que volviesen.

Se le había ocurrido que intentar la reconciliación de aquellos tal vez fuera un experimento al menos interesante. Tarzán acogía encantado cualquier oportunidad de hacer algo útil durante su tiempo libre y mantener viva la mente durante los espacios muertos en que se aburría. Cuando, cumplida la necesidad de buscar comida y llenar el estómago, estaba ocioso, los más negros y lúgubres pensamientos hacían presa en él.

Transmitir su plan a los monos no fue una cuestión particularmente difícil, aunque el restringido, el más que exiguo vocabulario de los antropoides le obligó a esforzarse un tanto. Por otra parte, imbuir en el pequeño y perverso cerebro de Sheeta la idea de que él, Tarzán, tenía que cazar con ellos, para la comunidad, y no exclusivamente para sí mismo, resultó una tarea casi superior a las facultades del hombre-mono.

Entre sus otras armas, Tarzán disponía de una estaca larga y gruesa y, después de atar la cuerda alrededor del cuello de la pantera, utilizó pródigamente el garrote sobre el rugiente felino, hasta que le grabó en la memoria el precepto de que bajo ninguna circunstancia debía atacar a aquellas colosales y peludas criaturas semejantes a hombres, las cuales se habían aproximado más a la pareja una vez comprendieron la finalidad de la cuerda que sujetaba a Sheeta por el cuello.

El que aquella fiera no se revolviese y desgarrara a Tarzán era un auténtico milagro; un prodigio que sin duda tenía algo que ver con el hecho de que las dos veces que el felino osó gruñir al hombre-mono, éste no se anduvo con miramientos y descargó la estaca violentamente contra el sensible hocico de Sheeta inculcándole en la masa encefálica un más que respetable y sano temor a la estaca y a los bestiales simios a los que la misma respaldaba.

Queda en el aire la duda de si la causa originaria de su afecto por Tarzán aún seguía viva en el cerebro de la pantera, aunque desde luego subsistía algún hechizo inconsciente, hiperinducido por aquella razón primaria, e incitado y apoyado por la costumbre de los últimos días. Tal sortilegio contribuyó de forma poderosa a imponer a la fiera el respeto al hombre-mono y a tolerarle aquel castigo que, infligido por cualquier otra criatura, habría lanzado Sheeta a la garganta del temerario.

Entraba en juego también la fuerza incuestionable de la mente humana, que ejercía su formidable influencia sobre aquel ser de un orden inferior. Al fin y al cabo, muy bien pudo ser éste el poderoso factor en la supremacía de Tarzán sobre Sheeta y los demás animales de la jungla que de vez en cuando caían bajo su dominio.

De cualquier modo, la cuestión es que durante días y días, el hombre, la pantera y los grandes simios vagaron por sus salvajes territorios hombro con hombro, cazando juntos y compartiendo las piezas cobradas. Y de todos los miembros de aquella feroz pandilla, ninguno más terrible que el poderoso individuo de piel blanca y lisa que, apenas unos meses antes, era una figura familiar en muchos de los salones elegantes de Londres.

A veces, los animales se separaban y durante una hora o una jornada completa, seguían sus propias inclinaciones al margen de los demás. En el curso de una de esas escapadas hacia la intimidad solitaria, el hombre-mono se alejó desplazándose por las ramas altas de los árboles y llegó a la playa. Y mientras permanecía tendido en la arena, bajo el cálido sol, le descubrieron un par de ojos penetrantes que observaban desde la no muy elevada cima de un promontorio cercano.

El dueño de aquellos ojos contempló con asombro la figura de aquel salvaje hombre blanco que se dejaba acariciar por los caldeados rayos del sol tropical. Al cabo de un momento, se volvió e hizo una seña a alguien situado tras él. Al instante, otro par de ojos proyectaron su mirada sobre el hombre-mono; siguieron otros dos, y un par más… hasta que una veintena cumplida de guerreros salvajes, espantosamente ataviados, estuvieron cuerpo a tierra a lo largo de la cresta del promontorio, dedicados a la contemplación asombrada de aquel extraño ser de piel blanca.

El viento soplaba en su dirección, por lo que el efluvio de los guerreros no llegaba al hombre-mono y, como estaba medio vuelto de espaldas hacia ellos, no los vio franquear cautelosamente el filo superior del promontorio y descender a través de las tupidas hierbas, en dirección a la playa donde Tarzán seguía echado.

Eran individuos altos y corpulentos, todos ellos, con la cabeza cubierta por bárbaros tocados y los rostros pintados grotescamente. Los numerosos adornos de metal y las plumas de chillones colores añadían más fiereza a su montaraz aspecto.

Al llegar al pie de la colina, se incorporaron con el mayor sigilo para, doblados por la cintura y empuñadas amenazadoramente las estacas de guerra, avanzar en silencio hacia el hombre blanco, que continuaba ajeno al peligro.

La pesadumbre que sus acongojados pensamientos introducían abrumadoramente en el cerebro de Tarzán tuvo el efecto nefasto de obnubilar la agudeza de sus facultades perceptivas, de forma que los salvajes que se le acercaban casi llegaron hasta él antes de que el hombre-mono se percatase de que no estaba solo en la playa.

Sin embargo, su rapidez de reflejos y sus músculos respondían a la menor señal de alarma con tal celeridad y sincronización que ya se había levantado y plantaba cara a sus enemigos casi en la misma décima de segundo en que el instinto le dijo que algo se movía a su espalda. Al ponerse en pie de un salto, los guerreros lanzaron su ataque, precipitándose hacia él, con las estacas en alto y los gritos salvajes surgiendo aterradores de las gargantas. Pero los que marchaban en vanguardia encontraron una muerte repentina, abatidos en seco por el grueso garrote del hombre-mono, cuya ágil y elástica figura irrumpió de inmediato entre los agresores, para voltear su estaca a diestro y siniestro, furiosa, demoledoramente, con tal precisión y eficacia que el pánico no tardó en cundir en las filas de los negros.

Se retiraron momentáneamente, los que quedaban con vida, y mantuvieron un apresurado conciliábulo a cierta distancia de Tarzán, que los observaba erguido, cruzado de brazos, con una irónica semisonrisa en los labios. Al cabo de unos minutos, se echaron adelante de nuevo, esta vez con los venablos de guerra enarbolados. Se encontraban entre el hombre-mono y la selva, formando un pequeño semicírculo que fue cerrándose sobre él a medida que los negros avanzaban.

A Tarzán le pareció que contaba con pocas esperanzas de salir bien librado de la carga definitiva, cuando los guerreros lanzaran simultáneamente sus grandes venablos. Pero si deseaba escapar de aquella trampa no tenía más salida que abrirse paso a través de las filas de los salvajes… A no ser que prefiriese retroceder, arrojarse al agua y huir por el mar.

Comprendía que se encontraba en un aprieto realmente serio cuando, de pronto, una idea se encendió en su cerebro y la sonrisita se transformó en sonrisa de oreja a oreja. Los guerreros se encontraban lejos aún para lanzar los venablos; avanzaban despacio y, de acuerdo con la costumbre de los de su clase, inundaban de estrépito el aire con sus selváticos gritos y el repiqueteo de los pies descalzos al batir el suelo rítmicamente en su saltarina y fantástica danza de guerra.

Fue entonces cuando el hombre-mono consideró oportuno elevar la voz en una serie de alaridos salvajes, sobrenaturales, que dejaron instantáneamente paralizados y perplejos a los negros. Los guerreros intercambiaron miradas interrogadoras, porque aquel sonido era tan pavoroso que incluso el sobrecogedor estruendo que armaban ellos resultaba insignificante en comparación con él. No existía garganta humana capaz de modular tan bestiales notas, de eso estaban seguros, y, no obstante, habían visto con sus propios ojos que aquel hombre blanco había abierto la boca para vociferar por ella el espantoso grito.

Pero el titubeo sólo duró unos segundos, luego, como un solo hombre, los guerreros reanudaron su alucinante avance sobre la presa. Pero casi de inmediato, un súbito chasquido que resonó a sus espaldas detuvo otra vez a los negros, y cuando volvieron la mirada hacia el punto donde se produjo el nuevo ruido, los ojos desorbitados por el sobresalto vieron un espectáculo que muy bien podía helar la sangre de hombres mucho más valerosos que los wagambis.

Surgiendo de entre la exuberante vegetación que crecía en el borde de la jungla una pantera enorme se plantó de un salto en la playa, fulgurantes los ojos y al aire los temibles colmillos. Le seguían una veintena de impresionantes monos peludos, medio erguidos sobre sus cortas y arqueadas extremidades inferiores; sus largos brazos tocaban el suelo en el punto donde los encallecidos nudillos sostenían el peso del gigantesco cuerpo cuando avanzaban bamboleándose de un lado a otro en su grotesco caminar.

Las fieras de Tarzán acudían a su llamada.

Antes de que los wagambis se recuperaran del asombro, la escalofriante horda los acometió por un lado, mientras Tarzán hacía lo propio por el otro. Los mortíferos venablos surcaron el aire y se voltearon los pesados garrotes de guerra, pero aunque varios monos cayeron para no volver a levantarse, también se desplomaron sin vida muchos hombres de Ugambi.

Los inexorables dientes y las zarpas desgarradoras de Sheeta desollaron y arrancaron trozos de carne a los negros. Los formidables colmillos amarillentos de Akut se hundieron en la yugular de más de uno de aquellos salvajes de piel reluciente, mientras Tarzán de los Monos parecía estar en todas partes, animando a sus feroces aliados y utilizando el largo y afilado cuchillo para cobrar costosos impuestos al enemigo.

Los wagambis no tardaron en huir a la desbandada para salvar la piel, pero de la veintena que había descendido por las laderas cubiertas de hierba del promontorio sólo uno logró escapar con vida a la turba que acababa de arrollar a su pueblo.

El superviviente era Mugambi, jefe de los wagambis de Ugambi, y cuando desapareció engullido por la tupida y lujuriante maleza que crecía en la parte alta de la colina, sólo los penetrantes ojos del hombre-mono vieron la dirección que tomó en su huida.

Tarzán de los Monos dejó que sus huestes se saciaran devorando la carne de las víctimas —carne que él no podía tocar— y salió en persecución del único guerrero que escapó con vida de aquella refriega sangrienta. En la otra vertiente del promontorio divisó al fugitivo, que corría a grandes zancadas hacia la alargada canoa de guerra varada bastante dentro de la Playa, a donde no llegaba la pleamar.

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