Las fieras de Tarzán (11 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tras varias horas de interrogatorio y contra interrogatorio, el hombre-mono averiguó que otra expedición había precedido en varios días a la del ruso. La formaban tres blancos —un hombre, una mujer y un niño— y varios mosulas.

Tarzán explicó al jefe que su gente, la del hombre-mono, marchaba tras él, en una canoa, era probable que llegasen al día siguiente, y que aunque él, Tarzán, continuaría la marcha por delante de ellos, el jefe no tendría nada que temer, siempre y cuando los recibiera amablemente, sin manifestarle miedo alguno, porque Mugambi se encargaría de que no hicieran el menor daño al pueblo del jefe, si éste les brindaba una bienvenida amistosa.

—Y ahora —concluyó—, voy a echarme a dormir debajo de ese árbol. Estoy muy cansado. No permitas que nadie me moleste.

El jefe le ofreció su propia choza, pero Tarzán, que ya tenía su experiencia respecto a las viviendas de los negros, prefería dormir al raso. Además, tenía otros planes, que podría cumplir mucho mejor si se quedaba debajo del árbol. Alegó la excusa de que deseaba estar preparado, por si acaso a Sheeta le daba por volver, explicación que fue suficiente para que el jefe se sintiera más que satisfecho y accediera encantado a dejarle dormir al pie del árbol.

A Tarzán siempre le había dado un resultado estupendo dejar a los indígenas la impresión de que poseía, hasta cierto punto, facultades más o menos milagrosas. Podía haber entrado en la aldea sin recurrir a los portones, pero creía que desaparecer de pronto, inexplicablemente, cuando ya estaba a punto de emprender la marcha, estamparía una impresión más duradera en los infantiles cerebros de aquellos nativos, de forma que en cuanto reinó el silencio en el poblado, se levantó sin hacer ruido, saltó a las ramas del árbol que se extendían sobre su cabeza y se desplazó calladamente para desaparecer en el negro misterio nocturno de la jungla.

El hombre-mono se pasó el resto de la noche saltando velozmente de un árbol a otro, por los niveles medio y alto de la enramada. En las zonas favorables, prefería las ramas superiores de los árboles gigantes, porque el espacio estaba allí más despejado y, por ende, los rayos de la luna lo iluminaban mejor. Pero sus sentidos estaban tan acostumbrados a aquel mundo torvo en el que había nacido y se había criado que, incluso en la parte inferior, cerca del suelo, donde reinaban las negruras de las sombras, le era posible moverse con facilidad y rapidez.

Cualquiera de nosotros, tú o yo, no pasearíamos por la calle Mayor, por la Gran Vía o por la avenida principal de nuestra ciudad ni con una décima parte de la soltura o rapidez con que el ágil Tarzán recorría aquellos oscuros laberintos en los que nosotros nos hubiéramos perdido sin remedio.

Al amanecer hizo un alto para comer. Luego durmió unas horas y hacia el mediodía reemprendió la persecución.

Se tropezó con indígenas en dos ocasiones y, aunque le costó una barbaridad acercarse a ellos, abordarlos y entablar conversación, en cada caso logró calmar los temores y las intenciones belicosas de los negros, que en principio siempre se mostraban dispuestos a atacarle. Con todo, obtuvo la información de que estaba en el buen camino, de que seguía sobre la pista del ruso.

Dos jornadas después, aún Ugambi arriba, llegó a un poblado de cierta importancia. El jefe, un sujeto de aire siniestro, con la afilada dentadura que suele identificar al caníbal, recibió a Tarzán en aparente tono amistoso.

El hombre-mono estaba exhausto y había decidido descansar aquella noche ocho o diez horas, para sentirse fresco y rebosante de energías cuando alcanzase a Rokoff, lo que estaba seguro iba a ocurrir en un plazo de tiempo muy corto.

El jefe le dijo que el hombre blanco barbudo se había ido del poblado la mañana anterior e indicó a Tarzán que sin duda lo alcanzaría en seguida. El jefe declaró también que no había visto ni oído señal alguna de la otra expedición.

A Tarzán no le gustaron ni la catadura ni los modales del individuo que, si bien daba la sensación de mostrarse bastante cordial, parecía sentir cierto desprecio por el hombre blanco medio desnudo que llegaba sin ningún acompañante y que no le ofrecía presente alguno. Sin embargo, el hombre-mono necesitaba el descanso y la comida que en el poblado podía conseguir con menos esfuerzo que en la selva y, como no temía a los hombres, ni a las fieras, ni a los diablos, se acurrucó a la sombra de una choza y no tardó en quedarse dormido.

Casi inmediatamente después de despedirse de Tarzán, el jefe llamó a dos de sus guerreros y les transmitió una serie de instrucciones en tono cuchicheante. Apenas transcurridos unos instantes, los lustrosos y negros cuerpos de los guerreros corrían a lo largo del río, corriente arriba, en dirección este.

En la aldea, el jefe mantuvo una absoluta quietud. No estaba dispuesto a permitir que nadie se aproximara al dormido visitante, ni que uno solo de sus súbditos cantase o hablara en voz alta. Ponía un notable y solicito cuidado en evitar que alguien molestase al huésped.

Tres horas después, varias canoas aparecieron descendiendo silenciosamente por el Ugambi. Dotaciones de musculosos negros las impulsaban rápidamente. En la orilla del río, el jefe erguía su figura, con el venablo levantado en posición horizontal por encima de la cabeza, como si aquel gesto fuese en cierto modo una señal concertada de antemano con los que iban en las embarcaciones.

Y realmente ese era el objetivo de su actitud. Con ella indicaba que el forastero blanco que estaba en la aldea dormía apaciblemente.

En la proa de dos de los bateles iban los emisarios que el jefe había enviado tres horas antes. Era obvio que los había despachado para que avisaran a aquella partida y le indicaran que debía volver, y que la señal del jefe, situado en la orilla, se había convenido previamente con los mensajeros, antes de que éstos abandonaran la aldea.

Al cabo de un momento, las embarcaciones atracaban en la ribera cubierta de vegetación. Los guerreros indígenas echaron pie a tierra y, con ellos, media docena de hombres blancos. Eran individuos ceñudos, de aspecto torvo y desagradable, aunque ninguno más siniestro que el sujeto de negra barba y semblante diabólico que los capitaneaba.

—¿Dónde está el hombre blanco que tus emisarios me han dicho tienes contigo? —preguntó al jefe de la aldea.

—Por aquí,
bwana
—indicó el indígena—. Me he encargado de que nadie hiciese el menor ruido en la aldea, a fin de que el hombre blanco continuase dormido cuando tú vinieses. No sé si es el que te busca para causarte daños, pero me ha hecho muchas preguntas acerca de tus idas y venidas, y su apariencia coincide con la de la persona a la que me describiste, pero que creías incomunicada en ese territorio que llamas Isla de la Selva y del que no podía escapar.

»De no contarme tú esos detalles, no le hubiera reconocido, y entonces seguramente te habría seguido y te habría matado. Si es amigo y no enemigo, no te habrá hecho ningún daño,
bwana
, pero si resulta que es enemigo, me gustaría mucho contar con un fusil y unos cuantos cartuchos.

—Te has portado bien —aprobó el hombre blanco— y tendrás tu fusil y tus municiones, tanto si es amigo como si es enemigo, siempre y cuando me seas fiel.

—Estaré a tu lado,
bwana
—aseguró el jefe—. Ahora ven a ver al desconocido, que duerme dentro de mi poblado.

Dicho lo cual, dio media vuelta y encabezó la marcha hacia la choza a cuya sombra Tarzán seguía entregado pacíficamente al sueño.

Tras los dos hombres iban los restantes blancos y una veintena de guerreros; pero el índice del jefe, así como el de su acompañante, ambos cruzados sobre los labios, impusieron el silencio general.

Al dar la vuelta a la choza, cautelosamente y de puntillas, una repulsiva sonrisa apareció en los labios del hombre blanco en cuanto sus ojos descendieron sobre la figura gigantesca del dormido Tarzán.

El jefe lanzó una mirada interrogadora al hombre de la barba. Éste asintió con la cabeza, indicando así que el jefe no se había equivocado en sus suposiciones. Luego se volvió hacia los que estaban a su espalda y señalando al durmiente, les indicó que lo cogieran y lo ataran.

Segundos después, una docena de bestiales individuos caían sobre el desprevenido Tarzán. Cumplieron su tarea con tal celeridad y eficacia que el hombre-mono se vio firmemente ligado antes de que pudiera intentar el menor esfuerzo para zafarse de sus asaltantes.

Luego le tumbaron de espaldas, boca arriba, y al levantar la mirada hacia el grupo congregado a su alrededor, los ojos de Tarzán tropezaron con el malévolo semblante de Nicolás Rokoff.

Una mueca burlona decoraba los labios del ruso. Se acercó a Tarzán.

—¡Cerdo! —vituperó—. ¿Es que todavía no se te ha metido en la cabeza el mínimo de cordura que se necesita para mantenerse apartado de Nicolás Rokoff?

Propinó un brutal puntapié en pleno rostro al hombre tendido en el suelo.

—Es mi saludo de bienvenida —dijo. Añadió a continuación—: Esta noche, antes de que mis etíopes te devoren, te explicaré con pelos y señales lo que les ha ocurrido ya a tu esposa y a tu hijo, y los planes que tengo para su futuro.

VIII
La danza de la muerte

A través de las tinieblas con que la noche envolvía a la exuberante y enmarañada vegetación de la jungla, un enorme cuerpo elástico avanzaba ondulante y silenciosamente sobre la suavidad almohadillada de sus patas. Sólo dos puntitos centelleantes de color amarillo verdoso relucían de vez en cuando, al reflejar la luz de la luna ecuatorial, cuando los rayos de ésta atravesaban el susurrante dosel de la arboleda agitada por el viento nocturno.

A veces, la fiera se detenía, alzaba el hocico y olfateaba el aire indagadoramente. En otras ocasiones efectuaba una breve incursión por las ramas de los árboles y eso retrasaba momentáneamente su invariable marcha hacia el este. La sensible pituitaria del felino captó el sutil e invisible efluvio de innumerables criaturas de cuatro patas, cuya presencia por las cercanías era una tentación que acentuaba las protestas que el hambriento estómago despedía en forma de estímulo hacia las entreabiertas fauces.

Pero luego continuaba su camino, sin hacer caso de los pinchazos de un apetito que en otra circunstancia hubiese impulsado a los vibrantes músculos rematados por afiladas uñas a entrar en acción y acabar hundiéndose en alguna blanda garganta.

La fiera mantuvo su marcha solitaria durante toda la noche y al día siguiente hizo un alto sólo para cobrar una pieza nutritiva, que hizo pedazos y engulló entre sordos gruñidos, como si la prolongada falta de alimento la hubiese dejado medio muerta de hambre.

La noche había vuelto a dejar caer su manto de oscuridad cuando el felino llegó a la empalizada que rodeaba el gran poblado indígena. Como la sombra de una muerte silenciosa y rápida, dio una vuelta completa a la aldea, pegado el hocico al suelo, para acabar deteniéndose junto a la estacada, en un punto donde la parte trasera de varias chozas casi la tocaban. Olfateó el aire durante unos segundos, ladeó un poco la cabeza y aguzó el oído, enhiestas las orejas.

Lo que percibió no hubiera podido captarlo ningún oído humano corriente, pero para los finísimos y delicados órganos sensitivos de aquel animal constituía un mensaje especialmente destinado a su salvaje cerebro. Se produjo una fantástica transformación en aquella masa estatuaria de músculos y huesos que un segundo antes parecía esculpida en bronce vivo.

Como impulsada por unos muelles de acero repentinamente sueltos, la fiera se elevó rauda y silenciosamente hasta el borde superior de la empalizada y desapareció, sigilosa como un gato, en el oscuro espacio situado entre la valla de troncos y la parte posterior de la choza lindante.

En la calle de la aldea, abierta un poco más allá, las mujeres encendían fogatas y llenaban de agua los calderos, porque aquella noche, dentro de muy poco, iba a celebrarse un gran banquete. Alrededor de un poste colocado cerca del centro del círculo de pequeñas hogueras conversaban un puñado de guerreros negros, con el cuerpo cruzado por una serie de anchas franjas grotescas, blancas, azules y ocres pintadas sobre la piel. En torno a los ojos y los labios, así como en el pecho y en el abdomen, habían trazado amplios círculos de colores, y de sus cabelleras embadurnadas con arcilla sobresalían plumas llamativas y largos trozos rectos de alambre.

La aldea se preparaba para el festín, mientras en una choza situada a un lado del escenario de la inminente orgía, la víctima del bestial apetito de los negros, atada de pies y manos, aguardaba tendida en el suelo a que llegase el fin. ¡Y menudo fin!

Tarzán tensaba sus poderosos músculos al objeto de forzar las ligaduras, pero los guerreros las habían reforzado, a instancias del ruso, por lo que ni siquiera el gigantesco poderío físico del hombre-mono era suficiente para aflojarlas.

¡La muerte!

Tarzán había visto muchas veces el rostro del Horrible Cazador, y siempre sonrió. Y sonreiría de nuevo aquella noche, cuando comprobase que el fin se aproximaba con rapidez. Pero ahora sus pensamientos no se centraban en su persona, sino que pensaba en los demás…, en los seres queridos a los que aguardarían espantosos sufrimientos cuando él muriese.

Jane nunca sabría cómo le sobrevino esa muerte. Tarzán daba por ello las gracias al Cielo, como también agradecía la circunstancia de que, al menos, su esposa estuviera a salvo en el corazón de una de las ciudades más importantes del mundo. Sana y salva entre buenos y afectuosos amigos, que harían cuanto estuviese en su mano para aliviar su angustia.

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