Las fieras de Tarzán (13 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Los saltarines salvajes, sobre cuyos cuerpos pintados titilaban los resplandores de las llamas de las fogatas, daban vueltas en tomo al hombre blanco atado al poste.

En la memoria de Tarzán cobró vida una escena semejante, la que se había desarrollado cuando rescató a D'Arnot de idéntico sufrimiento, en el último segundo, en el instante en que la lanza definitiva iba a salir disparada para acabar con los padecimientos del teniente. ¿Quién acudiría ahora a rescatarle a él? En toda la faz de la tierra no había nadie que pudiera salvarle de la tortura y la muerte.

La idea de que aquellos diablos humanos le devorasen una vez dieran por concluida la danza no le produjo a Tarzán horror ni disgusto alguno. Tampoco añadía ningún sufrimiento adicional, como le hubiese ocurrido a un hombre blanco normal, porque a lo largo de toda su vida Tarzán había visto a las fieras de la selva devorar la carne de las piezas que cazaban.

¿No había peleado él mismo para hacerse con el nada agradable antebrazo de un simio colosal en el curso de aquel antiguo Dum Dum, cuando acabó con la vida del feroz Tubla y obtuvo su hornacina en el respeto de los monos de Kerchak?

Los danzarines saltaban ahora más cerca de Tarzán. Los venablos empezaban a encontrar su cuerpo con el prólogo de unos pinchazos a los que seguiría un alanceamiento más serio.

Aquello no duraría mucho. El hombre-mono anhelaba ya el último golpe de lanza que pondría fin a su angustia.

Y entonces, a lo lejos, en los laberintos profundos y enigmáticos de la jungla, resonó un rugido agudo y destemplado.

Los bailarines interrumpieron su danza unos segundos, y en medio del silencio de ese intervalo, de entre los labios del hombre blanco amarrado al poste brotó la respuesta de un alarido aún más terrible y pavoroso que el que había emitido la fiera en la selva.

Titubearon los negros; luego, apremiados por su jefe y por Rokoff, se precipitaron hacia adelante para concluir la danza y rematar a la víctima. Pero antes de que la punta de otro venablo llegase a tocar la morena piel del hombre-mono, un rayo de color rojizo y verdes pupilas que irradiaban tanta ferocidad como odio surgió por el hueco de la puerta de la choza en que Tarzán estuvo prisionero y en cuestión de segundos Sheeta, la pantera, estuvo erguida, rugiente, al lado de su amo y señor.

Negros y blancos se quedaron instantáneamente paralizados por el terror; con los ojos fijos en los desnudos colmillos del felino de la jungla.

Sólo Tarzán vio a los otros seres que emergían del oscuro interior de la choza.

IX
¿Nobleza o villanía?

Desde la portilla de su camarote a bordo del
Kincaid
, Jane Clayton vio cómo se llevaban en un bote a su marido hacia la playa de aquella Isla de la Selva cubierta de vegetación. Luego, el buque reanudó su travesía.

Durante varios días, la única persona a la que vio lady Greystoke fue Sven Anderssen, el taciturno y repelente cocinero del barco. Le preguntó el nombre del lugar en el que habían desembarcado a su marido.

—Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos —respondió el sueco, y eso fue todo lo que la mujer pudo sacarle.

Jane había llegado a la conclusión de que lo único que el hombre sabía decir en inglés era eso, que pronto iban a tener encima un vendaval de mil demonios, así que dejó de incordiarle con la petición de ulteriores datos. Aunque nunca se olvidó de dirigirse a él con amabilidad ni de darle las gracias por la espantosa y nauseabunda bazofia que le llevaba.

Tres jornadas después del día en que abandonaron a Tarzán, el
Kincaid
ancló frente a la desembocadura de un gran río. Rokoff se presentó entonces en el camarote de Jane Clayton.

—Ya hemos llegado, querida —acompañó su anuncio con una mirada rebosante de malévolo sarcasmo—. Vengo a ofrecerle salvación, libertad y alivio. Me siento conmovido y lleno de arrepentimiento por lo que la he hecho sufrir y quisiera reparar el daño causado lo mejor que me sea posible.

»Su esposo era un salvaje… Usted lo sabe mejor que nadie, ya que lo encontró desnudo en la selva, entregado a una existencia silvestre y alternando con las fieras salvajes que eran sus compañeras. Ahora bien, yo soy un caballero, no sólo de sangre noble, sino que, además, mi educación es la propia de una persona de la clase alta.

»Le ofrezco, mi querida Jane, el amor de un hombre cultivado, así como la relación íntima con alguien instruido y refinado. Lo cual es algo que sin duda ha echado usted de menos durante su convivencia con el pobre simio al que sin duda otorgó usted su mano en un arrebato infantil, impulsada tal vez por un encaprichamiento producto de su ingenuidad. La quiero, Jane. No tiene usted más que pronunciar el sí y se le habrán acabado todas las tribulaciones… Incluso recuperará a su hijo de inmediato, completamente ileso.

Ante la cerrada puerta, Sven Anderssen hizo una pausa con el almuerzo que llevaba para lady Greystoke. En el extremo de su larguirucho y enjuto cuello, la cabeza permanecía ladeada, los párpados se entrecerraban sobre los ojos y las orejas, tan elocuente era su actitud de espía subrepticio que no se pierde ripio, daban la impresión de estar inclinadas hacia adelante… Hasta su largo y desparramado bigote amarillento parecía asumir un aire de astucia sigilosa.

Cuando Rokoff culminó su declaración de amor y pasó a esperar la respuesta que solicitaba, la expresión del semblante de Jane Clayton, que empezó siendo de sorpresa, se trocó en auténtico gesto de repugnancia. Se estremeció asqueada ante las mismas narices de aquel individuo.

—No me habría extrañado lo más mínimo, señor Rokoff —dijo—, que hubiese intentado usted someterme por la fuerza a sus diabólicos deseos, pero me asombra que sea tan petulante como para suponer, por un segundo, que yo, esposa de John Clayton, podría caer voluntariamente en sus brazos, ni siquiera para salvar la vida. Es algo que jamás hubiese imaginado. Siempre he sabido que es un canalla, monsieur Rokoff, pero hasta ahora no tuve motivos para considerarle un majadero.

Los ojos de Rokoff se entornaron hasta que los párpados casi se rozaron, mientras el tono rojo subido de la mortificación teñía la palidez de su rostro. Avanzó un paso hacia la joven, amenazador.

—Al final, veremos quién es el majadero —siseó como una serpiente—, cuando la haya sometido a mi voluntad y cuando su plebeya obstinación yanqui le haya hecho perder cuanto ama en este mundo, incluida la vida de su hijo, porque, ¡por los huesos de san Pedro!, abandonaré los planes que tenía para ese mocoso y le trocearé el corazón ante los ojos de su madre. ¡Se va a enterar usted de lo que cuesta insultar a Nicolás Rokoff!

Jane Clayton volvió la cabeza con gesto cansino.

—¿Qué saca —dijo— con extenderse en las ruindades a que puede llegar inducido por su vengativa naturaleza? No va a impresionarme ni con amenazas ni con la posibilidad de que las cumpla. Mi hijo no tiene todavía criterio para juzgar por sí mismo, pero yo, su madre, sí tengo la absoluta certeza de que, si sobreviviera hasta alcanzar la mayoría de edad, entonces sacrificaría muy gustoso su vida por el honor de su madre. Con todo el infinito cariño que le tengo, no compraría su vida a ese precio. Si lo hiciese, él maldeciría mi memoria hasta la hora de su muerte.

La cólera de Rokoff había alcanzado su punto máximo, al darse cuenta de su fracaso en el intento de reducir a la joven mediante el terror. Ahora sólo sentía odio hacia ella, porque su demente imaginación había concebido la idea de que, si pudiera obligarla a acceder a sus exigencias a cambio de la vida de ella y del niño, la copa de la venganza se llenaría hasta el borde, puesto que podría pavonearse por las capitales de Europa, presentando como amante suya a la esposa de lord Greystoke.

Se acercó de nuevo a Jane. La cólera y el deseo contraían las facciones de su perverso rostro. Se abalanzó sobre la muchacha como una fiera salvaje, le echó las manos a la garganta y la obligó a retroceder y caer de espaldas sobre la litera.

En aquel momento la puerta del camarote se abrió ruidosamente. Rokoff se puso en pie de un salto, giró en redondo y se encontró frente al cocinero sueco.

Los ojos del hombre, en los que normalmente había una expresión de zorro taimado, denotaban la más profunda idiotez. Abierta la boca, su mandíbula inferior estaba a tono con la absoluta imbecilidad del conjunto. Se entregó a la tarea de disponer la comida en la minúscula mesita colocada en un lado del camarote.

El ruso le fulminó con la mirada.

—¿Cómo te atreves —le increpó— a entrar aquí sin pedir permiso? ¡Fuera!

El cocinero proyectó sobre Rokoff la mirada de sus azules y acuosos ojos y esbozó una sonrisa lela.

—Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos —articuló, y ordenó de nuevo los platos encima de la mesita.

—¡Sal de aquí en seguida, si no quieres que te eche a patadas, zoquete miserable! —rugió Rokoff, y dio un paso, amenazador, hacia el sueco.

Anderssen continuó con su estúpida sonrisa en los labios, de cara a Rokoff, pero una mano que parecía una zarpa se deslizó disimuladamente hacia el mango del largo cuchillo, que sobresalía del grasiento cordel que sujetaba el sucio mandil.

A Rokoff no se le escapó el movimiento y juzgó sensato detenerse en seco. Luego se volvió hacia Jane Clayton.

—Le doy de plazo hasta mañana —dijo—, para que reconsidere la respuesta que ha de darme. Con un pretexto u otro, enviaré a tierra a toda la tripulación, y sólo permaneceremos en el barco usted, el niño, Paulvitch y yo. Entonces, sin que nadie pueda interrumpirnos, será usted testigo de la muerte del chiquillo.

Lo dijo en francés, a fin de que el cocinero no pudiera enterarse del funesto augurio de sus palabras. Y una vez pronunciadas, salió del camarote dando un portazo y sin dirigir una sola mirada más al hombre que con su irrupción había desbaratado el cumplimiento de sus pretensiones.

Cuando hubo salido, Sven Anderssen se volvió hacia lady Greystoke… La expresión de imbecilidad que antes enmascaraba su pensamiento se había volatilizado y su lugar lo ocupaba otra, astuta y pícara.

—Crie que soy tonto —dijo el sueco—. Piro il tonto is il. Intiendo il francís.

Jane Clayton le contempló sorprendida.

—¿Se ha enterado de lo que ha dicho, pues? Anderssen sonrió.

Apiusti a qui sí.

—¿Estaba escuchando lo que ocurría en el camarote y entró para protegerme?

—Iustid si ha portado muy bien conmeigo —explicó el cocinero—. In cambio, il mi trata como a ¡un pirro sarnoso. La ayudar!, siñora. Ispiri y virá… La ayudarí. Hi istado muchas vicis in la costa occeidintal.

—¿Pero cómo va a ayudarme, Sven, cuando todos esos hombres están contra nosotros? —preguntó Jane.

—Craio —articuló Sven Anderssen— qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos —y abandonó el camarote.

Aunque Jane Clayton no confiaba en las posibilidades que pudiera tener el cocinero de prestarle alguna ayuda material, le estaba no obstante profundamente agradecida por lo que ya había hecho en su favor. El hecho de que entre todos aquellos canallescos enemigos dispusiera de un amigo constituía un rayo de esperanza, un alivio que aligeraba la carga de aprensiones acumuladas durante la larga travesía del
Kincaid
.

Aquel día no volvió a ver a Rokoff. Ni a nadie más, hasta que se presentó Sven con la cena. Jane trató de entablar conversación para sonsacarle acerca de los planes que pudiera tener el cocinero para ayudarla, pero todo lo que pudo arrancarle fue el estereotipado pronóstico atmosférico relativo a las futuras perspectivas del viento. El hombre pareció haber vuelto a caer de repente en aquel estado de espesa estupidez.

Sin embargo, cuando poco después se disponía a marchar con los platos vacíos, susurró en voz muy baja:

—Siga visteida y inrolli las mantas. Volvirí a buscarla dintro di muy poco.

Se hubiese deslizado fuera del camarote inmediatamente, pero Jane le retuvo cogiéndole por una manga.

—¿Y mi hijo? —preguntó—. No puedo irme sin él.

—Haga lo que yo li deigo —frunció Anderssen el ceño—. La estoy ayudando, así qui no mi vinga con inconvineintis.

Cuando salió el cocinero, Jane se dejó caer en la litera, completamente perpleja. ¿Qué podía hacer? Los recelos en cuanto a las intenciones del sueco se agolpaban en su cerebro como nubes de insectos. ¿No sería infinitamente peor su situación si se ponía en manos de aquel hombre?

No, peor que con Nicolás Rokoff no podía estar ni siquiera en compañía del mismísimo Satanás; al menos, el diablo tenía fama de ser un caballero.

Se juró una docena de veces que no abandonaría el
Kincaid
si no se llevaba consigo a su hijo. Sin embargo, continuaba vestida mucho tiempo después de la hora en que solía acostarse. Y tenía las mantas bien enrolladas y atadas con un sólido cordel cuando, alrededor de medianoche, se oyó un sigiloso rasgueo en el paño de la puerta, por la parte exterior.

La mujer cruzó la estancia con paso rápido y descorrió el pestillo. La puerta se abrió sin ruido y la embozada figura del sueco entró en el camarote. El cocinero llevaba un bulto en la mano, que evidentemente eran sus mantas. Alzó la otra mano y cruzó el dedo índice sobre los labios, gesto con el que ordenaba silencio.

Se acercó a Jane.

—Tomi isto —dijo—. Y no alboroti cuando lo via. Is siu heijo.

Ávidas manos cogieron el bulto que llevaba el cocinero y los brazos de una madre angustiada apretaron con su pecho a la dormida criatura, al tiempo que ardientes lágrimas de alegría se deslizaban por sus mejillas y todo su cuerpo se estremecía a causa de la emoción del momento.

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