Las fieras de Tarzán (24 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Después de todos los sufrimientos por los que había pasado en su heroica lucha por la libertad, al final había fracasado. Con un sollozo ahogado, se dio por vencida y renunció a la desigual batalla.

XVII
Sobre la cubierta del
Kincaid
.

Cuando Mugambi se adentró de nuevo en la selva con la hueste bajo su mando, tenía en la mente un objetivo preciso: agenciarse una canoa en la que transportar a las fieras de Tarzán hasta el costado del
Kincaid
. No tardó mucho tiempo en encontrar lo que buscaba.

Al anochecer encontró una canoa amarrada a la orilla de un pequeño afluente del Ugambi, en el lugar donde precisamente estaba seguro de que habría una.

Sin perder un segundo, hacinó a sus impresionantes camaradas en la embarcación y lanzó ésta corriente abajo. Habían tomado posesión de la canoa con tal precipitación que el guerrero no reparó en que ya estaba ocupada. En la oscuridad de la noche, que por entonces había caído en toda su negrura, la figura acurrucada en el fondo de la embarcación le pasó a Mugambi completamente inadvertida.

Pero apenas habían empezado a deslizarse por el río cuando el gruñido salvaje de uno de los simios que iban delante de él, indujo al negro a fijarse en la figura estremecida y acobardada que temblaba entre él y el gigantesco antropoide. Asombrado, Mugambi observó que se trataba de una mujer indígena. Le costó un trabajo tremendo, pero consiguió apartar al mono de la garganta de la mujer y al cabo de un rato también había logrado tranquilizar a la nativa.

Al parecer, la indígena estaba huyendo para evitar casarse con un viejo al que odiaba y, al encontrar la canoa amarrada a la orilla del río, se refugió en ella para pasar la noche.

Desde luego, a Mugambi no le seducía lo más mínimo la presencia de la mujer, pero allí estaba, de modo que prefirió dejar que la negra continuase a bordo de la embarcación a perder el precioso tiempo que le costaría volver a la orilla y desembarcarla.

Con la máxima rapidez que los torpes antropoides podían imprimir a los remos, la canoa descendió por el Ugambi, atravesando las negruras, en dirección al
Kincaid
. No le resultó fácil a Mugambi distinguir la sombría mole del buque, pero como éste se interponía entre la canoa y el océano su silueta destacaba un poco más que si el vapor se hubiera encontrado junto a la ribera.

Al acercarse le sorprendió observar que parecía retirarse. Aguzó la vista y acabó convenciéndose de que, en efecto, el buque se desplazaba río abajo. Se disponía a estimular a los simios para que renovasen sus esfuerzos a fin de alcanzar al vapor cuando la silueta de otra canoa apareció de repente a menos de tres metros de la proa de su embarcación.

Simultáneamente, los ocupantes de aquella nueva barca descubrieron la proximidad de la horda de Mugambi, aunque al pronto no se percataron de la naturaleza de aquella aterradora tripulación. El marinero que iba en la proa del bote que se les acercaba lanzó un grito de aviso casi en el momento en que ambas embarcaciones estaban a punto de tropezarse.

Obtuvo por respuesta el amenazador gruñido de una pantera y, de súbito, el hombre tuvo frente a los suyos los llameantes ojos de Sheeta, que, levantada sobre los cuartos traseros, apoyaba las patas delanteras en la proa de la canoa, presta para lanzarse sobre los marineros de la otra embarcación.

Rokoff comprendió al instante el peligro al que se enfrentaban él y sus hombres. Se apresuró a ordenar que abriesen fuego sobre los ocupantes de la otra canoa y esa descarga, así como el chillido de la aterrada mujer indígena que Mugambi aceptara en la barca, fue lo que oyeron Tarzán y Jane Clayton.

Antes de que los remeros de la canoa de Mugambi, más lentos y torpes que sus adversarios, hubieran podido sacar ventaja de la situación y abordar la barca enemiga, los marineros blancos desviaron el rumbo y le dieron a los remos como locos, huyendo en dirección al
Kincaid
, que aparecía ante sus ojos y que constituía su última posibilidad de salvar la piel.

Después de encallar brevemente en el banco de arena, el buque se había liberado de aquel obstáculo y se movía despacio, impulsado por la marea, que lo llevó hasta la orilla sur del Ugambi. La marea le hizo trazar allí un círculo y, a cosa de un centenar de metros, río arriba, lo introdujo de nuevo en la corriente que descendía hacia el mar. Así, el
Kincaid
parecía dispuesto a poner de nuevo a Jane Clayton en manos de sus enemigos.

Por otra parte, sucedió que cuando Tarzán se zambulló en el río, el
Kincaid
no estaba al alcance de su vista y, mientras nadaba envuelto en la oscuridad de la noche, no tenía la menor idea de que el buque se encontrara a la deriva a escasos metros de él. Se guió por los sonidos que le llegaban procedentes de las dos canoas.

Mientras nadaba, a la memoria de Tarzán acudió con toda su cruda viveza el recuerdo de la última vez que se lanzó a las aguas del Ugambi y un escalofrío recorrió de pies a cabeza su gigantesco cuerpo.

Pero aunque en dos ocasiones algo situado en el fangoso lecho del río rozó sus piernas, ninguna criatura acuática le prendió y, de súbito, se olvidó de todo lo referente a cocodrilos cuando ante sus sorprendidos ojos surgió una mole oscura, donde sólo esperaba ver espacio abierto.

Tan cerca estaba aquella masa negra que sólo unas cuantas brazadas le llevaron hasta ella. Con desconcertado pasmo, su mano extendida tocó el costado del buque.

Cuando el ágil hombre-mono franqueó la barandilla de la cubierta, a sus sensibles oídos llegó la zarabanda de una pelea que se desarrollaba en la parte opuesta del barco.

Tarzán cruzó veloz y silenciosamente el espacio que le separaba del escenario del combate.

Había aparecido la luna y aunque el cielo continuaba sembrado de nubes, la oscuridad que envolvía el cuadro era bastante menos intensa que al principio de la noche, cuando la cortina de tinieblas resultaba impenetrable para la vista. Los agudos ojos de Tarzán, por lo tanto, distinguieron las figuras de dos hombres que luchaban a brazo partido con una mujer.

El hombre-mono ignoraba que fuese la misma mujer que había acompañado a Anderssen tierra adentro, aunque supuso que cabía tal posibilidad cuando empezó a tener la certeza de que el azar le había llevado a la cubierta del
Kincaid
.

Sin embargo, no perdió tiempo en especulaciones ociosas. Una mujer se encontraba en peligro, atacada por dos facinerosos, lo cual constituía motivo suficiente para que el hombre-mono hiciera intervenir en el conflicto a sus poderosos músculos, sin entretenerse en ulteriores averiguaciones.

La primera noticia que los dos tripulantes del
Kincaid
tuvieron de que un nuevo combatiente se encontraba en el buque se la proporcionó una mano de hierro que cayó pesadamente sobre el hombro de cada uno de ambos individuos. Como si los hubiera cogido en su engranaje el volante de una máquina de vapor, los dos hombres se vieron arrancados bruscamente de su presa.

—¿Qué significa esto? —preguntó una ominosa voz en tono bajo.

No tuvieron tiempo de contestarle, sin embargo, porque, al oír aquella voz, la mujer se puso en pie de un salto y al tiempo que emitía un grito de júbilo se precipitaba hacia el atacante de los marineros.

—¡Tarzán! —saludó Jane.

El hombre-mono arrojó a los dos individuos contra la cubierta, por lo que rodaron, aturdidos y llenos de terror, hasta los imbornales de desagüe del lado opuesto. Con una exclamación de incredulidad, Tarzán acogió en sus brazos a la muchacha.

No obstante, dispusieron de muy poco tiempo para dedicarlo a la alegría del encuentro.

Apenas se habían reconocido el uno al otro, cuando las nubes que poblaban el cielo se separaron para aclarar un poco la oscuridad y mostrar las figuras de media docena de hombres que franquearon la borda del
Kincaid
y saltaron a la cubierta.

El ruso encabezaba la pandilla. Cuando los brillantes rayos de la luna ecuatorial lanzaron su claridad sobre la cubierta del buque y Rokoff comprobó que el hombre que tenía frente a sí era lord Greystoke, se apresuró a lanzar órdenes histéricas a sus secuaces, conminándoles a que abatiesen a tiros a la pareja.

Tarzán empujó a Jane hacia la puerta del camarote que tenían al lado y con rápido brinco se precipitó hacia Rokoff. Los hombres que se encontraban detrás del ruso, al menos dos de ellos, se echaron el rifle a la cara y dispararon sobre el hombre-mono lanzado al ataque. Pero los que se hallaban a espaldas de ellos tenían otro compromiso más peliagudo: por la escala situada a su retaguardia subía una horda espantosa.

Llegaron primero cinco simios rugientes, bestias semejantes a hombres inmensos, con los colmillos al aire y las fauces abiertas, goteando saliva. Tras ellos apareció un gigantesco guerrero negro que enarbolaba un largo venablo al que la luz de la luna arrancaba destellos amenazadores.

Una criatura más apareció tras él y, de todas las que integraban aquella hueste, era la más temida: Sheeta, la pantera, abiertas las relucientes mandíbulas y fulgurantes los terribles ojos, que parecían disparar sobre los marineros toda la ferocidad de su odio y su sed de sangre.

Los proyectiles que dispararon contra Tarzán no dieron en el blanco y el hombre-mono habría caído sobre Rokoff unos segundos después si el cobarde ruso no hubiese retrocedido para refugiarse entre sus dos esbirros. A continuación, salió disparado hacia el castillo de proa, sin dejar de emitir aterrados gritos histéricos.

Los dos individuos que tenía frente a sí distrajeron momentáneamente la atención de Tarzán, lo que le impidió salir en pos del ruso. En torno suyo, Mugambi y los simios se las entendían con el resto de la banda de Rokoff.

Bajo la espantosa ferocidad de las fieras, los hombres no tardaron en huir a la desbandada… Los que tuvieron la suerte de poder hacerlo, ya que los colmillos carniceros de los monos de Akut y las zarpas desgarradoras de Sheeta ya habían dado buena cuenta de más de una víctima.

Sin embargo, cuatro lograron escapar y desaparecer dentro del castillo de proa, donde confiaban hacerse fuertes y resistir allí parapetados los subsiguientes ataques. En el castillo de proa encontraron a Rokoff y, enfurecidos por la deserción del ruso, que los abandonó en un momento de peligro, así como por el trato regularmente brutal que siempre les prodigó, aprovecharon la ocasión que se les brindaba de vengarse de su odiado patrón.

En consecuencia, sin hacer caso de sus gemidos, lloros y súplicas lo cogieron en peso y lo arrojaron a cubierta, dejándolo a merced de las bestias terribles de cuyos furores ellos acababan de escapar.

Tarzán vio al hombre emerger del castillo de proa y reconoció a su enemigo, pero alguien lo vio, asimismo, con idéntica presteza.

Ese alguien fue Sheeta, que con las poderosas fauces entreabiertas se desplazó en silencio hacia el empavorecido ruso.

Cuando Rokoff se dio cuenta de quién le acechaba, sus chillidos pidiendo socorro llenaron el aire, mientras permanecía paralizado, temblorosas las piernas, frente a la espeluznante muerte que se deslizaba hacia él.

Tarzán dio un paso en dirección al ruso, convertido el cerebro en puro incendio de furia y deseos de venganza. El asesino de su hijo estaba por fin completamente a su merced. Tenía perfecto derecho a vengarse.

En una ocasión Jane le había impedido tomarse la justicia por su mano, cuando se aprestaba a dar a Rokoff la muerte que merecía desde mucho tiempo atrás, pero ahora nadie le detendría.

Mientras, ominoso como una fiera despiadada, se acercaba al temblequeante ruso, Tarzán abría y cerraba los puños espasmódicamente.

En aquel momento vio a Sheeta, que se disponía a adelantársele y sustraerle los frutos de su inmenso odio.

Su grito agudo trató de llamar al orden a la pantera, pero las palabras, como si rompieran un encantamiento que mantenía al ruso petrificado, impulsaron a Rokoff a entrar en inmediata acción. Lanzó un alarido, dio media vuelta y emprendió la huida hacia el puente.

Sheeta se precipitó tras él, sin hacer caso de las voces conminatorias de su amo.

Se disponía Tarzán a seguirlos cuando notó un ligero toque en el brazo. Volvió la cabeza y encontró a Jane a su lado.

—No me dejes sola —susurró la muchacha—. Tengo miedo.

Tarzán la contempló por encima del hombro.

Los espantosos simios de Akut les rodeaban. Algunos, incluso, se acercaban a la joven, enseñando los dientes y profiriendo guturales gruñidos amenazadores.

El hombre-mono los obligó a retroceder. Durante un momento había olvidado que aquellos seres no eran más que fieras, incapaces de distinguir entre amigos y enemigos. La reciente escaramuza con los marineros había despertado los instintos salvajes de su naturaleza y ahora todo lo que no perteneciese a su partida era carne dispuesta allí para sus dentelladas.

Tarzán se dispuso de nuevo a ir en pos del ruso, disgustado al ver que se le escamoteaba el placer de la venganza personal…, a menos que Rokoff lograra escapar al acoso de Sheeta. Pero a la primera ojeada comprobó que de eso no le quedaba la más remota esperanza. El ruso se había retirado al fondo del puente, donde permanecía con el cuerpo tembloroso y los ojos desorbitados, frente a la fiera que se le acercaba, lenta e implacable.

Con el vientre pegado a las tablas del piso del buque, la pantera siguió deslizándose y articulando sonidos extraños. Rokoff seguía paralizado, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, la boca abierta y la frente perlada de aterradas gotas de frío y viscoso sudor.

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