Las fieras de Tarzán (22 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Divisar la desembocadura del Ugambi inundó de renovada esperanza el ánimo de Rokoff, porque allí, sobre las amarillas aguas de la bahía, estaba fondeado el
Kincaid
. Rokoff había dejado el pequeño vapor al mando de Paulvitch, al que encargó que fuese a reponer las existencias de carbón mientras él, Rokoff, emprendía la expedición río arriba. Ahora, al comprobar que había regresado a tiempo para salvarle, a punto estuvo el ruso de estallar en gritos de júbilo.

Como un poseso frenético, redobló sus esfuerzos, remando con entusiasmo hacia el buque. De vez en cuando, se ponía en pie en la canoa para agitar el remo en el aire y chillar a voz en cuello, al objeto de llamar la atención de los que estaban a bordo. Pero sus gritos no provocaron ninguna respuesta en la cubierta del silencioso buque.

Una rápida ojeada por encima del hombro, hacia la ribera, le reveló la presencia allí de la rugiente cuadrilla. Pensó que incluso entonces aquellos demonios antropoides serían capaces de alcanzarle, aunque llegara a la cubierta del
Kincaid
, so pena de que los rechazasen con armas de fuego.

¿Qué podía haberles ocurrido a los tripulantes que dejó en el buque? ¿Dónde estaba Paulvitch? ¿Sería posible que el barco estuviera abandonado y que, después de todo, cayera sobre su vida el terrible destino del que llevaba huyendo tantos horripilantes días y noches? Rokoff se estremeció como hubiera podido estremecerse alguien que sintiera sobre su frente la presión del gélido y húmedo dedo de la muerte.

Lo cual no le impidió seguir remando frenéticamente en dirección al buque y, al cabo de lo que le pareció una eternidad, la proa de la canoa chocó contra las maderas del casco del buque. Desde la borda, una escala descendía por el costado del
Kincaid
, pero cuando el ruso se agarró a ella para subir a cubierta, una voz le avisó desde arriba y, al levantar la mirada, se encontró con el frío e inflexible cañón de un rifle.

Inmediatamente después de que, gracias al arma con que apuntaba directamente al pecho de Rokoff, Jane Clayton consiguió impedir que el ruso subiera a la canoa en que ella se había refugiado y una vez la embarcación llegó al seno del Ugambi, lejos del alcance del hombre, la muchacha se apresuró a remar hacia el punto del río donde la corriente era más rápida. Durante los largos días y las fatigosas noches, mantuvo la embarcación en esa parte del río donde las aguas se deslizaban a mayor velocidad. Sólo dejaba de proceder así en las horas más calurosas de la jornada, en que se tendía boca arriba en el fondo de la canoa, se cubría el rostro con una gran hoja de palmera para resguardarlo del sol y dejaba que la corriente llevase la barca por donde quisiera.

Fueron los únicos momentos de reposo que se concedió, porque casi siempre procuraba acelerar la marcha de la embarcación aplicándose a los pesados remos.

Por su parte, Rokoff actuó con escasa o nula inteligencia en su navegación por el Ugambi. La mayor parte del trayecto lo hacía por zonas de aguas más bien remansadas, dado que habitualmente mantenía la embarcación lo más lejos posible de la ribera por la que la aterradora horda le perseguía y amenazaba.

Eso explica el que, pese a iniciar el descenso del Ugambi pocos minutos después de que lo hiciera Jane Clayton, la joven llegara a la bahía dos horas largas antes de que lo hiciera Rokoff. Cuando avistó un barco anclado en las tranquilas aguas de la ensenada, el corazón de la muchacha aceleró sus latidos, lleno de agradecimiento y esperanza, pero al acercarse y ver que se trataba del
Kincaid
, su alegría cedió paso a los recelos y temores más funestos.

Era demasiado tarde, sin embargo, para dar media vuelta y retroceder, porque la corriente que la había impulsado hacia el barco resultaba demasiado potente para sus músculos. Le hubiera sido imposible de todo punto remontar la canoa, y lo único que podía hacer era intentar llegarse a la orilla sin que la viesen los que estuvieran en la cubierta del
Kincaid
o entregarse y quedar a su merced… O dejarse arrastrar hasta mar abierto.

No ignoraba que la orilla le brindaba pocas esperanzas de supervivencia, puesto que no tenía idea acerca de la situación geográfica de la aldea de los amistosos mosula a la que le había conducido Anderssen a través de la oscuridad de la noche, cuando huyeron del
Kincaid
.

Como Rokoff no se encontraba a bordo del vapor, cabía la posibilidad de que, si ofrecía a la tripulación una recompensa lo bastante tentadora, acaso se dejaran convencer para trasladarla al puerto civilizado más próximo. Merecía la pena arriesgarse… si lograba llegar al buque.

La corriente la impelía velozmente río abajo y Jane Clayton comprobó que tendría que recurrir a todas sus fuerzas para desviar la pesada embarcación hacia las proximidades del
Kincaid
. Adoptada la determinación de subir a bordo del vapor, dirigió la vista hacia la cubierta, con ánimo de pedir ayuda y, con enorme sorpresa, observó que parecía desierta. No se apreciaba el más mínimo atisbo de vida a bordo del barco.

La canoa estaba cada vez más cerca de la proa del
Kincaid
pero no se oyó ningún grito ni se vio a nadie mirando por encima de la borda. Un momento después, Jane se dio cuenta de que iba a pasar de largo por delante del buque y que, a menos que del
Kincaid
arriasen un bote y la rescatasen, la impetuosa corriente del río y el reflujo de la marea arrastrarían la canoa a mar abierto.

La joven pidió ayuda a pleno plumón, pero la única respuesta que obtuvo fue el agudo chillido que alguna fiera salvaje emitió entre la espesura de la vegetación que crecía en tierra. Jane accionó el remo con todas sus energías, esforzándose frenéticamente en dirigir la embarcación hacia el costado del
Kincaid
.

Durante unos segundos pareció que por unos metros no iba a lograr su objetivo, pero en el último momento la canoa se desvió hacia la proa del buque y Jane consiguió agarrarse a la cadena del ancla.

Se mantuvo heroicamente aferrada a los gruesos eslabones de hierro, aunque estuvo en un tris de abandonar la canoa, a la que la fuerza de la corriente trataba de impulsar hacia adelante. Vio una escala que colgaba del costado del buque, un poco más allá. Soltarse de la cadena del ancla e intentar llegarse a la escala, mientras la corriente sacudiera a la canoa, parecía una misión imposible, pero seguir agarrada al eslabón de la cadena tampoco iba a servirle de nada.

Por último, sus ojos tropezaron con la cuerda sujeta a la proa de su embarcación. De inmediato, procedió a atar el extremo de la cuerda a la cadena y a continuación, con enorme esfuerzo, fue aproximando lentamente la canoa a la escala. Luego, con el rifle en bandolera, subió por la escala hasta la abandonada cubierta del
Kincaid
.

Lo primero que hizo fue explorar el buque, con el rifle amartillado y dispuesto por si se daba de manos a boca con alguna amenaza humana que le aguardase a bordo. No tardó mucho en descubrir la causa del aparente abandono en que se encontraba el vapor: encontró en el castillo de proa, sumidos en el profundo sueño de una borrachera épica, a los marineros, a los que sin duda habían dejado al cuidado del barco.

Un estremecimiento de desagrado sacudió a Jane, que continuó adelante y, como Dios le dio a entender, cerró y echó el cerrojo de la escotilla, por encima de las cabezas de los dormidos centinelas. Acto seguido, fue a la despensa y, tras calmar el hambre, se apostó en la cubierta, firmemente decidida a impedir que subiera alguien a bordo del
Kincaid
, a menos que aceptase previamente las condiciones que ella impusiera.

Durante cosa de una hora sobre la superficie del río no apareció nada ni nadie que despertase su alarma, pero al final, Jane vio aparecer por una curva del río, corriente arriba, una canoa en la que iba sentada una sola persona. No había avanzado mucho en dirección a la joven, cuando ésta ya había reconocido a Rokoff en el ocupante de la canoa, de modo que al intentar el individuo subir a bordo del
Kincaid
se encontró con la boca del cañón de un rifle que le apuntaba a la cara.

Cuando el ruso se dio cuenta de la identidad de la persona que le impedía seguir adelante montó en cólera y prorrumpió en una furibunda sarta de maldiciones y amenazas. Luego, al percatarse de que por ese camino no llegaba a ninguna parte, que Jane ni se impresionaba ni se asustaba, cambió de táctica y recurrió a la súplica y a la promesa.

A todas las proposiciones del ruso, Jane no tuvo más que una respuesta: nada la induciría a permitir que Rokoff estuviese en el mismo barco que ella. El ruso tuvo en seguida el absoluto convencimiento de que la muchacha no vacilaría una décima de segundo en pasar a la acción y descerrajarle un tiro si él insistía en su intento de subir a bordo.

De forma que, al no tener otra alternativa, el acreditado cobarde volvió a dejarse caer en la canoa y, aunque el peligro de verse arrastrado por la corriente a mar abierto estuvo rondándole amenazador, consiguió llevar la embarcación a la orilla de la bahía opuesta a la ribera donde la horda de fieras gruñía y rugía.

Jane Clayton sabía que solo, sin ayuda de nadie, aquel sujeto no podía impulsar su pesada embarcación, remando contra la corriente, hasta el
Kincaid
, por lo que no temió ningún posible ataque por parte del ruso. Le pareció que la espantosa cuadrilla aposentada en la otra ribera era el mismo grupo que había visto pasar cerca de ella en la selva, río Ugambi arriba, varias jornadas antes. Resultaba a todas luces fuera de toda lógica que hubiese más de un grupo formado por tan extraños componentes como aquel, pero tampoco podía imaginar qué fue lo que los indujo a trasladarse corriente abajo, hasta la desembocadura del Ugambi.

Al anochecer, los gritos que empezó a lanzar el ruso desde la otra orilla del río alarmaron súbitamente a la muchacha. Instantes después, al seguir la dirección de la mirada de Rokoff, el terror se apoderó de Jane al ver que un bote del
Kincaid
descendía por el río. Tuvo la seguridad de que los ocupantes de la barca no podían ser más que miembros de la desaparecida tripulación del buque… sólo canallas y enemigos despiadados.

XVI
En la oscuridad de la noche

Cuando Tarzán de los Monos se dio cuenta de que le habían atrapado las enormes mandíbulas de un cocodrilo no reaccionó como lo hubiera hecho un hombre corriente, abandonando toda esperanza y resignándose al fatídico destino de la muerte.

En vez de renunciar a la lucha, se llenó los pulmones de aire antes de que el tremendo reptil lo arrastrara bajo la superficie y luego, con toda la formidable potencia de sus músculos, bregó para liberarse de aquellas quijadas asesinas. Pero fuera de su elemento natural, el hombre-mono se encontraba en demasiada desventaja para hacer algo más que obligar al monstruo a aumentar su rapidez natatoria mientras arrastraba a su presa por debajo de la superficie del río.

Los pulmones de Tarzán estaban a punto de estallar, bajo la necesidad imperiosa de una bocanada de aire fresco. Comprendió que sólo podría sobrevivir unos segundos más y, en el paroxismo final de su angustia, hizo lo único que podía hacer para vengar su propia muerte.

Pegó su cuerpo a la piel viscosa del saurio y buscó entre los escudos córneos que la protegían un punto en el que hundir el cuchillo de piedra, mientras la espeluznante criatura se esforzaba en llevarlo a su guarida.

Los esfuerzos del hombre-mono no sirvieron más que para que el cocodrilo acelerase su velocidad, y en el preciso momento en que Tarzán comprendió que había llegado al limite de su resistencia, notó que su cuerpo se arrastraba por un lecho fangoso y sus fosas nasales emergieron por encima de la superficie del agua. A su alrededor, la oscuridad absoluta del foso…, el silencio de la tumba.

Tarzán de los Monos permaneció momentáneamente tendido allí, sobre el fétido lecho al que le había llevado el saurio, jadeante, tratando de llevar aire a los pulmones. Sintió junto a sí las heladas y duras placas que revestían el cuerpo del reptil, que subían y bajaban como si el cocodrilo se esforzase espasmódicamente en respirar.

Ambos continuaron varios minutos en la misma postura y lugar. Luego, de súbito, el gigantesco cuerpo tendido junto al hombre se convulsionó, tembló, se quedó rígido. Tarzán se incorporó y, de rodillas, miró al cocodrilo. Descubrió, asombradísimo, que el feroz reptil estaba muerto. El fino cuchillo había encontrado un punto vulnerable entre las escamas córneas de su armadura.

El hombre-mono se puso en pie con vacilante impulso y tanteó el húmedo y rezumante cubil. Se percató de que estaba aprisionado en una cámara subterránea lo bastante amplia como para acomodar a más de una docena de cocodrilos de las proporciones del que le había arrastrado hasta allí.

Comprendió que se encontraba en la madriguera secreta que aquella criatura tenía bajo el suelo de la orilla del río y que, indudablemente, la única forma de entrar y salir era la abertura sumergida a través de la cual le había trasladado allí el terrible cocodrilo.

En lo primero que pensó, naturalmente, fue en salir de allí, pero parecía altamente improbable que pudiera bucear, salir a la superficie del río y luego llegar a la orilla. Era posible que aquel pasadizo sumergido estuviese plagado de vueltas y revueltas y, lo que más temía, que, en su trayecto de vuelta se tropezase con otros viscosos habitantes de aquellas cavernas.

Incluso aunque lograra llegar sin tropiezo al río, aún subsistía el peligro de que le atacasen antes de que pudiera echar pie a tierra. Pero no tenía ninguna otra opción, de forma que tras llenarse los pulmones del hediondo aire de la cámara, Tarzán de los Monos se aventuró por aquel oscuro y acuoso agujero, que no podía ver y que exploró a base de tantear con las manos y las piernas.

La pierna sobre la que se habían cerrado las mandíbulas del cocodrilo estaba gravemente malherida, pero no tenía ningún hueso roto, y los músculos y tendones tampoco habían sufrido suficiente daño como para que la pierna quedase inutilizada. Le dolía de una manera insoportable, pero nada más.

Tarzán de los Monos, sin embargo, estaba acostumbrado al dolor, así que no le prestó más atención en cuanto comprobó que los afilados dientes del monstruo no habían causado daños irreparables a la extremidad inferior.

Rápidamente serpenteó y nadó por el descendente pasillo sumergido, hasta llegar por fin al fondo del río, a escasos metros de la orilla. Cuando el hombre-mono emergió a la superficie, vio a escasa distancia del lugar donde se encontraba las cabezas de un par de enormes cocodrilos. Los saurios se precipitaron rápidamente hacia él y, sólo gracias a un esfuerzo sobrehumano, logró Tarzán agarrarse a las ramas de un árbol tendidas sobre la corriente.

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