Las fieras de Tarzán (19 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Si pensaba arrancar a Jane Clayton alguna muestra de terror, el fracaso del ruso fue clamoroso. Nada podía ya impresionar a Jane. Los sufrimientos y sobresaltos que había tenido que soportar durante las últimas fechas le habían aletargado por completo tanto el cerebro como los nervios.

Rokoff se quedó de una pieza al ver que una sonrisa poco menos que feliz se dibujaba en los labios de la mujer. Con el corazón lleno de agradecimiento, Jane estaba pensando que aquel pequeño cadáver no era el de su hijo Jack, y evidentemente —lo cual era lo mejor de todo— eso lo ignoraba Rokoff.

A la muchacha le habría encantado arrojarle a la cara la verdad, pero no se atrevió. Mientras Rokoff continuara creyendo que el niño muerto era el de Jane, Jack se encontraría a salvo, dondequiera que estuviese. Naturalmente, ella desconocía el paradero de su hijo…, ni siquiera contaba con la certeza de que aún siguiese vivo, aunque existían bastantes probabilidades de que así fuera.

Era más que posible que, a espaldas de Rokoff, alguno de sus cómplices hubiese sustituido a la criatura y el verdadero hijo de Jane se encontrara ahora sano y salvo, en casa de alguno de los amigos del matrimonio Clayton, en Londres, donde muchos de esos amigos estaban en condiciones —y lo habrían hecho muy gustosos— de pagar el rescate que el cómplice traidor hubiera pedido a cambio de la liberación del hijo de lord Greystoke.

Le había dado mil vueltas en la cabeza a todo ello desde que descubrió que el niño que Anderssen le puso en las manos aquella noche en el
Kincaid
no era su hijo. Tal descubrimiento despertó su fantasía y le hizo concebir muchos sueños e imaginar detalles y más detalles que fueron para Jane Clayton una fuente caudalosa e inagotable de felicidad.

No, el ruso nunca debía enterarse de que aquel cadáver no era el del hijo de Jane. La muchacha comprendía que su situación era desesperada… Muertos su esposo y Anderssen, nadie que hubiese querido acudir en su auxilio sabría dónde encontrarla.

Se daba perfecta cuenta de que la amenaza de Rokoff no era vana. Estaba absolutamente segura de que aquel hombre cumpliría, o intentaría cumplir, su palabra; pero en el peor de los casos ello sólo significaría liberarse un poco antes de la angustia que tanto tiempo llevaba sufriendo. Tenía que encontrar algún modo de quitarse la vida antes de que el ruso pudiera causarle más daño.

Lo que ahora precisaba era tiempo…, disponer de un plazo de tiempo para reflexionar y prepararse. Comprendía, por otra parte, que no era cuestión de dar el paso definitivo hasta haber agotado todas las posibilidades de escapatoria. Si no encontraba el modo de volver junto a su hijo, no deseaba seguir viviendo, pero por débil que pareciese tal esperanza ella no admitiría la imposibilidad total hasta que llegase el último momento, hasta que se viera enfrentada a la alternativa final: a optar entre Nicolás Rokoff, por una parte, y la autodestrucción del suicidio, por la otra.

—¡Márchese! —conminó al ruso—. ¡Váyase y déjeme en paz con mi difunto! ¿Es que no me ha causado ya bastantes desgracias y sufrimientos? ¿Todavía quiere atormentarme más? ¿Qué es lo que le he hecho para que se empeñe en acosarme de esta manera?

—Está pagando las culpas del mono que eligió por esposo, cuando pudo haber disfrutado del amor de un caballero…, de la adoración de Nicolás Rokoff —contestó el ruso—. ¿Pero qué ganamos con discutir ahora este asunto? Enterraremos al niño aquí y luego se vendrá usted conmigo a mi campamento. Mañana la traeré de nuevo a esta aldea y la entregaré a su nuevo esposo…, el encantador M’ganwazam. ¡En marcha!

Rokoff alargó las manos para hacerse cargo del niño, pero Jane, que estaba en pie, lo apartó.

—Lo enterraré yo —dijo—. Envíe unos hombres para que excaven una tumba fuera del poblado.

Rokoff estaba deseando acabar de una vez con aquella cuestión y volver cuanto antes al campamento con su víctima. Supuso que la apatía de Jane era pura resignación ante su destino. El ruso salió de la choza, indicó a Jane que le siguiera y, momentos después, junto con varios indígenas, acompañó a la mujer fuera de la aldea, donde al pie de un enorme árbol los negros cavaron una fosa poco profunda.

Tras envolver en una manta el cuerpo de la criatura, Jane lo depositó con gran ternura en el fondo de aquel negro agujero. Luego volvió la cabeza, para no ver caer la fatídica tierra sobre el lastimoso bulto, y sus labios murmuraron una oración junto a la tumba de aquella criatura sin nombre que se había abierto paso hasta lo más recóndito del corazón de la mujer.

Con los ojos secos de lágrimas, pero aún llenos de dolor, se incorporó y siguió al ruso a través de la negrura estigia de la selva, por el zigzagueante camino que enlazaba la aldea de M’ganwazam, el negro antropófago, con el campamento de Nicolás Rokoff, el diablo blanco.

A ambos lados, en la impenetrable espesura que bordeaba el sendero, por encima de la cúpula de enramada que impedía el paso de los rayos de la luna, la muchacha oía el apagado rumor de las pisadas de fieras gigantescas y, en torno, el ensordecedor rugido de los leones que andaban a la caza de piezas con que alimentarse, un sonido que parecía estremecer la tierra.

Los negros de la expedición encendieron antorchas y las ondearon con ambas manos para ahuyentar a las fieras depredadoras. Rokoff no cesaba de meter prisa a sus hombres y, a juzgar por los temblores que quebraban su voz, Jane Clayton comprendió que el ruso estaba muerto de miedo.

Los ruidos nocturnos de la selva recordaron vívidamente a la mujer los días y las noches que había pasado en una jungla análoga con su dios de la selva, con el impávido e invencible Tarzán de los Monos. Allí, junto a él, ninguna idea temerosa acudió a su mente, aunque los sonidos de aquellas florestas vírgenes eran nuevos para ella y el rugido del león le parecía el más aterrador sonido que pudiera oírse sobre la faz de la tierra.

¡Qué distintas hubieran sido las cosas de saber Jane que en un punto ignoto de aquellas soledades Tarzán la estaba buscando! Realmente, entonces sí que tendría algo por lo que vivir, y todas las razones del mundo para creer que la ayuda se acercaba… ¡Pero Tarzán había muerto! Resultaba increíble que fuera así…

Daba la impresión de que en aquel cuerpo de gigante y en aquellos músculos poderosos no tenía cabida la muerte. Si Rokoff hubiera sido el único en darle la fatal noticia, Jane hubiera comprendido que el ruso mentía. Pensaba, sin embargo, que M’ganwazam no tenía motivo alguno para engañarla. Ignoraba que el ruso había hablado con el salvaje minutos antes de que el cacique entrase en la choza para endosarle su historia a Jane.

Llegaron por fin a la rudimentaria
boma
que los porteadores de Rokoff habían construido alrededor del campamento del ruso. Se encontraron allí con un desorden espantoso. Jane ignoraba a qué venía todo aquel alboroto, pero observó que Rokoff se daba a todos los demonios y por las frases sueltas y fragmentos de conversación que pudo captar y traducir pudo enterarse de que durante la ausencia del ruso se produjeron deserciones y que los desertores habían arramblado con la mayor parte de los pertrechos y provisiones de boca.

Cuando Rokoff se hubo desahogado, tras descargar todos sus furores sobre los que decidieron quedarse en el campamento, regresó al lugar donde permanecía Jane, custodiada por dos marineros blancos. La agarró bruscamente por un brazo y la arrastró hacia la tienda en que se albergaba el ruso. La mujer bregó y pugnó por zafarse, mientras los dos marineros contemplaban divertidos la escena y se reían ante los inútiles esfuerzos de Jane.

En cuanto comprobó que iba a tener dificultades para llevar a cabo sus propósitos, Rokoff no dudó en emplear métodos todo lo brutales que hiciese falta. Golpeó repetidamente a Jane Clayton en la cara, hasta que al final, medio inconsciente la mujer, pudo arrastrarla al interior de la tienda.

El criado del ruso había encendido una lámpara y, a una palabra de su amo, desapareció raudo. Jane se desplomó en medio del espacio de la tienda. Poco a poco fue recobrándose del aturdimiento y se aprestó a reflexionar a toda prisa. Sus ojos recorrieron el interior de la tienda y se hizo cargo de cada detalle de los enseres y de cuanto contenía.

El ruso procedía ya a levantarla del suelo, con ánimo de trasladarla al catre de campaña que estaba en un lado de la tienda. El ruso llevaba un revólver al cinto. La mirada de Jane se clavó en el arma. La palma de la mano le hormigueaba, ávida de cerrarse sobre la enorme culata. Fingió otro desvanecimiento, pero, con los párpados entrecerrados, aguardó alerta a que se le presentase su oportunidad.

Llegó en el momento en que Rokoff trataba de levantar a Jane para ponerla encima de la colchoneta. Se produjo un ruido hacia la entrada de la tienda y el ruso volvió la cabeza con rápido movimiento y apartó la vista de la muchacha. La culata del revólver estaba a menos de dos centímetros y medio de la mano de Jane. Con un tirón rápido, como el rayo, Jane sacó el arma de la funda. Simultáneamente, Rokoff adivinó el peligro y se volvió hacia ella.

Jane no se atrevió a disparar, porque la detonación habría atraído allí a todos los esbirros del ruso y, muerto Rokoff, ella caería en manos aún más brutales y su destino probablemente sería peor de lo que él solo hubiera podido imaginar. El recuerdo de los dos bestias riéndose a carcajada limpia de los puñetazos que Rokoff le había asestado aún seguía vivo en la mente de Jane.

Cuando, con semblante enfurecido y a la vez temeroso, el eslavo se precipitaba sobre la muchacha, Jane Clayton levantó el pesado revólver por encima de la pastosa cara y, con todas las fuerzas que pudo reunir, descargó un terrorífico culatazo entre los ojos del ruso.

Sin emitir siquiera un gemido, Rokoff se derrumbó sobre el piso de la tienda, desmadejado y sin sentido. Jane permaneció un segundo junto a él…, libre al menos por el momento de la amenaza de su lujuria.

Volvió a oír en la parte exterior de la tienda el ruido que antes distrajo la atención de Rokoff. Ignoraba qué podía originarlo, pero temiendo que el criado volviera y descubriera lo que ella acababa de hacer, Jane se acercó en dos zancadas a la mesa de campaña donde ardía la lámpara de petróleo y apagó la humeante y maloliente llama.

En la completa oscuridad del interior de la tienda, Jane hizo una pausa para poner en orden sus ideas y proyectar el siguiente paso de su aventura en pos de la libertad.

Se encontraba en medio de un campamento lleno de enemigos. Al otro lado de aquel círculo de diablos hostiles se extendía la soledad de una jungla selvática poblada por espantosas fieras depredadoras, aún más espeluznantes que las bestias humanas.

Pocas eran, si es que contaba con alguna, las probabilidades de sobrevivir, aunque sólo fuera unos días, a los peligros constantes que tendría que afrontar; pero también tenía conciencia de haber superado con cierto éxito muchos peligros y sabía también que en algún lugar del remoto mundo exterior un niño estaría sin duda reclamándola en aquel momento… Eso la colmó de resolución. Se dispuso a llevar a cabo los esfuerzos que fueran necesarios para cumplir la aparentemente imposible hazaña de atravesar aquel escalofriante territorio cuajado de horrores y llegar al mar, y se aferró a la remota esperanza de encontrar allí el auxilio que pudiera salvarla.

La tienda de Rokoff se alzaba casi exactamente en el centro de la
boma
, le rodeaban las tiendas de campaña de los blancos y los cobertizos de los indígenas del safari. Atravesar aquel cinturón y encontrar una salida por la
boma
parecía una empresa tan erizada de obstáculos insalvables que casi invitaba a renunciar a ella, antes de intentarla. Sin embargo, no tenía ninguna otra salida.

Permanecer en la tienda hasta que la descubrieran equivalía a lanzar por la borda todo lo que había arriesgado para conseguir la libertad, así que con andar sigiloso y atentos al máximo los cinco sentidos se acercó a la parte posterior de la tienda para lanzarse a la primera fase de su aventura.

Tanteó la lona de la tienda para localizar alguna abertura. Al no encontrarla, regresó rápidamente al lado del inconsciente ruso. El tacto de los dedos dio con la empuñadura del largo cuchillo de monte que el ruso llevaba al cinto. Empuñó el arma y la utilizó para abrir un boquete en la pared trasera de la tienda.

Salió en silencio. Observó, con inmenso alivio, que el campamento parecía dormido. A la tenue y vacilante claridad que despedían las brasas de las moribundas fogatas divisó un centinela, uno solo, que dormitaba sentado en cuclillas en el otro extremo del recinto.

Tuvo buen cuidado en mantener una tienda interpuesta entre ella y el centinela mientras avanzaba por los espacios que separaban los pequeños cobertizos donde dormían los porteadores. Llegó a la cerca de la
boma
.

Fuera del campamento, en la oscuridad de la enmarañada jungla, Jane oyó el rugido de los leones, la risa de las hienas y los innumerables y anónimos ruidos propios de la medianoche selvática.

Titubeó unos instantes, temblorosa. No dejaba de ser sobrecogedora la perspectiva de poder tropezarse con alguna de las fieras que andaban al acecho en la oscuridad. Luego, con un súbito y valeroso movimiento de cabeza, las delicadas manos de Jane Clayton la emprendieron con la espinosa
boma
. Se las desgarró y ensangrentó, pero continuó la tarea, contenida la respiración, hasta que logró abrir una brecha lo bastante amplia como para que su cuerpo pudiera deslizarse por el hueco. Se vio por fin en la parte exterior del recinto.

A su espalda quedaba un destino peor que la muerte, en poder de seres humanos.

Frente a sí, otro destino fatal casi seguro… Pero éste no era más que la muerte, una muerte imprevista, misericordiosa y honorable.

Sin vacilar, sin dudarlo ni lamentarlo, se alejó del campamento a toda velocidad y segundos después la jungla misteriosa se había cerrado sobre ella.

XIV
A través de la jungla

Mientras conducía a Tarzán de los Monos hacia el campamento del ruso, Tambudza caminaba muy despacio por la sinuosa vereda de la selva. La mujer era muy anciana y el reúma entumecía sus doloridas piernas.

No es de extrañar, por lo tanto, que antes de que Tarzán y su decrépita guía hubiesen cubierto la mitad del trayecto, estuvieran ya en el campamento los mensajeros que había despachado M’ganwazam con la misión de advertir a Rokoff de que el gigante blanco se encontraba en la aldea y que aquella noche se presentaría ante el ruso con intención de matarlo.

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