—¡Vamos! —apremió Anderssen—. No hay timpo qui pirdir.
Se hizo cargo del rollo de mantas de Jane y, una vez fuera del camarote, cogió el suyo. Luego encabezó la marcha hacia un costado del buque, ayudó a Jane a descender por la escala y sostuvo al niño en brazos mientras la muchacha llegaba al bote que aguardaba abajo. Un momento después, el cocinero cortaba la cuerda que mantenía a la barca amarrada al vapor. Luego se inclinó sobre los remos, que tenían las palas recubiertas de lona para sofocar el chapoteo, y la barca se alejó hacia las sombras que envolvían el río Ugambi, para seguir después aguas arriba.
Anderssen remaba como si estuviera seguro de la ruta por la que navegaba y cuando, al cabo de media hora, la luna atravesó la capa de nubes, su claridad les permitió comprobar que tenían a la izquierda un afluente que desembocaba en el Ugambi. El sueco desvió la proa de la barca en dirección al estrecho cauce del río tributario.
Jane se preguntó si sabría el hombre a dónde iba. La muchacha ignoraba que, en su condición de cocinero del
Kincaid
, aquel mismo día le habían llevado a golpe de remo hasta una aldea, río arriba, donde trató con los indígenas la compra de provisiones que los negros pudieran venderle. Aquella excursión le permitió explorar el terreno con vistas a la disposición de todos los detalles precisos para la empresa que en aquel momento trataba de llevar a cabo.
Aunque brillaba en el cielo una luna llena, la oscuridad se extendía sobre la superficie del pequeño río. Las ramas de los árboles gigantescos que crecían en ambas riberas se alargaban sobre el agua y el tupido follaje de una enramada se unía en medio del río con la que llegaba de la orilla contraria, para, en el punto de encuentro, formar un gran arco. Bajaba el musgo desde las ramas graciosamente curvadas y enormes plantas trepadoras ascendían hasta las copas, desde el suelo, en alborotada profusión, y después caían ensortijadas hasta casi rozar las apacibles aguas.
De vez en cuando, un impresionante cocodrilo, sobresaltado por el chapoteo de los remos, hendía repentinamente la superficie del río, por delante de ellos. En otras ocasiones, alguna familia de hipopótamos, entre gruñidos y resoplidos, abandonaba un banco de arena para ponerse a salvo en las frescas y seguras profundidades del lecho.
De la espesura selvática, a ambos lados del río, llegaban los escalofriantes aullidos de las fieras carnívoras: el grito demencial de la hiena, el gruñido como afónico de la pantera, el hondo y terrible rugido del león. Y entremezcladas con todos ellos, notas extrañas y un tanto sobrenaturales, que la mujer no podía asignar a ningún depredador nocturno determinado, y que resultaban más aterradoras todavía a causa de su misterio.
Acurrucada en la popa del bote, Jane oprimía al niño contra su pecho. Gracias a aquel ser tierno e indefenso, la muchacha se sentía más feliz aquella noche de lo que lo había sido en el transcurso de muchos días anteriores cargados de dolorosa angustia.
Aunque desconocía el destino hacia el que avanzaba e ignoraba si la mala suerte podía cebarse en ella en un momento u otro, aún se sentía contenta, dichosa y agradecida por disfrutar de aquel instante, aunque fuese muy breve, en que podía tener en brazos a su hijo. Casi no le era posible contener la impaciencia, anhelaba que amaneciese de una vez para poder contemplar de nuevo la preciosa carita y los ojos negros de su Jack.
Forzó la vista una y otra vez, por si la mirada conseguía atravesar la negrura de la noche y así poder ver las queridas facciones del pequeño, pero la máxima recompensa que obtuvieron sus esfuerzos fue la de vislumbrar el contorno de su rostro infantil. Luego, una vez más, apretaba contra su palpitante corazón aquel pequeño bulto cálido.
Faltaría poco para las tres de la madrugada cuando Anderssen dirigió la proa de la barca hacia una orilla, a cierta distancia de la cual, en un claro, se columbraba al tenue resplandor de la luna un conjunto de chozas indígenas rodeado por una
boma
espinosa.
El sueco tuvo que elevar la voz varias veces, antes de que los del poblado le contestaran. En realidad, si le respondieron fue porque le estaban esperando, tal es el pánico cerval que inspiran a los negros las voces que surgen en la oscuridad de la noche. El cocinero ayudó a Jane Clayton, que seguía con el niño en brazos, a saltar a tierra, amarró el bote a un arbusto y, tras recoger sus mantas y las de la mujer, condujo a ésta hacia la
boma
.
En la puerta de la aldea, una mujer indígena les franqueó la entrada. Era la esposa del jefe al que Anderssen había pagado para que los ayudara. La mujer los llevó a la choza del caudillo, pero Anderssen dijo que dormirían al raso, de modo que, cumplida su misión, la mujer del jefe se retiró, dejando que se las arreglaran por su cuenta.
Con su forma de hablar hosca y nada fiel a la pureza idiomática, el sueco explicó a Jane que las chozas estarían sucias e infestadas de parásitos, dicho lo cual extendió en el suelo las mantas de Jane y luego desenrolló las suyas a unos metros de distancia y se tumbó, dispuesto a dormir.
Transcurrió un buen rato antes de que Jane Clayton diese con una postura cómoda sobre el duro suelo, pero por fin, con el niño en el hueco de los brazos, logró conciliar el sueño. El agotamiento físico influyó bastante en ello.
Era pleno día cuando se despertó.
A su alrededor se habían congregado una veintena de indígenas curiosos…, hombres en su mayor parte, porque entre los negros esa característica de la curiosidad adquiere su forma más exagerada. Instintivamente, Jane Clayton apretó con más fuerza al niño contra sí, aunque en seguida se dio cuenta de que los nativos no albergaban la menor intención de hacerles daño, ni a ella ni a la criatura.
Lo cierto es que uno de ellos le ofreció una calabaza llena de leche, una calabaza sucia y tiznada de humo, con el cuello recubierto por una gruesa concha de leche reseca, cuyas capas se habían ido superponiendo a lo largo del tiempo. Pero el detalle del indígena conmovió a Jane profundamente y su rostro se iluminó durante unos segundos con una de aquellas casi olvidadas sonrisas radiantes que tanto habían contribuido a hacer famosa su belleza en Baltimore y Londres.
Cogió la calabaza con una mano y, más por no desairar al que se la ofrecía que por otra cosa, se la llevó a los labios, aunque a duras penas pudo contener las náuseas que provocó en su estómago el apestoso recipiente, cuando lo tuvo cerca de la nariz.
Anderssen acudió al rescate. Tomó la calabaza de manos de la mujer, echó un trago y luego se la devolvió al indígena, acompañada de unos cuantos abalorios azules de regalo.
El sol brillaba con toda su luminosidad y aunque el niño seguía durmiendo, Jane a duras penas podía contener el impaciente deseo de al menos echar un breve vistazo a su querida carita. Los nativos se habían retirado, obedeciendo la orden de su jefe, que ahora conversaba con Anderssen, un poco apartados de la mujer.
Mientras debatía consigo misma si sería o no conveniente alterar el sueño del niño arriesgándose a levantar la manta que lo protegía de los rayos del sol, Jane se percató de que el cocinero hablaba con el jefe de la aldea en el propio lenguaje del negro.
¡El sueco era realmente un personaje extraordinario! Le tenía por ignorante y estúpido, pero en el curso de veinticuatro horas, ayer y hoy, había comprobado que hablaba no sólo inglés, sino también francés, e incluso el dialecto primitivo de la costa occidental.
Creyó que era un hombre egoísta, falso, cruel, indigno de confianza y, no obstante, desde el día anterior no había hecho más que brindarle razones que demostraban que era lo contrario, en todos los aspectos. Pero apenas resultaba concebible que pudiera estar a su servicio de aquella forma sólo por motivos caballerescos. En sus intenciones debía de haber algo más profundo, planes que aún estaban por revelarse.
Le hubiera gustado adivinarlos, y cuando le miró… Cuando observó atentamente los ojos tan juntos y astutos, las facciones tan desagradables, un estremecimiento recorrió el cuerpo de Jane, que tuvo el absoluto convencimiento de que bajo aquel exterior tan innoble y repulsivo no podía haber ninguna clase de virtud elevada.
Mientras le daba vueltas en la cabeza a tales pensamientos, a la vez que dudaba acerca de si era sensato o no descubrir el rostro del niño, un leve gruñido sonó en el interior del bulto que sostenía en el regazo. Al leve gruñido siguió un gorgoteo que inundó de éxtasis el corazón de Jane.
¡El niño se había despertado! ¡Ahora podía quedarse arrobada contemplándole a gusto!
Levantó rápidamente la manta que cubría el rostro de la criatura. Mientras lo hacía, Anderssen no le quitaba ojo.
El cocinero del
Kincaid
la vio incorporarse, vacilante, al tiempo que apartaba al niño todo lo que le permitía la longitud de sus brazos, fijos los aterrados ojos en la cara regordeta y en los parpadeantes ojo del chiquillo.
A continuación, el sueco oyó el grito lastimero que exhaló la joven, cuando se le doblaron las rodillas y fue a parar al suelo, desvanecida.
En cuanto los guerreros arremolinados en torno a Tarzán y Sheeta se dieron cuenta de que lo que había interrumpido su danza de la muerte sólo era una pantera de carne y hueso, recobraron la moral en cuestión de segundos, ya que frente al cúmulo de venablos que la rodeaba, hasta la poderosa Sheeta estaba sentenciada.
Rokoff apremiaba al jefe para que ordenase a sus lanceros el inmediato lanzamiento de sus venablos y el negro estaba a punto de obedecerle cuando sus ojos pasaron por encima de Tarzán y siguieron la dirección de la mirada del hombre-mono.
Al tiempo que emitía un alarido de terror, el caudillo indígena dio media vuelta y emprendió veloz huida hacia las puertas de la aldea. Su pueblo quiso conocer el motivo de su terror y al comprobarlo, todos salieron disparados… Por allí, avanzando pesadamente, se acercaban implacables las figuras de los espantosos monos de Akut, cuyas inmensas proporciones se encargaban de exagerar aún más, con su juego de luces y sombras, los rayos de la luna y los resplandores de la hoguera.
En el preciso instante en que los negros giraron sobre sus talones para salir de estampida, el salvaje alarido del hombre-mono se elevó por encima de sus gritos y, en respuesta a la voz de Tarzán, Sheeta y los simios, entre gruñidos, se lanzaron a perseguir a los fugitivos. Algunos guerreros cometieron la imprudencia de volverse para plantar batalla a sus endemoniados antagonistas y lo único que consiguieron fue caer muertos y ensangrentados bajo la ferocidad de las aterradoras bestias.
Otros cayeron durante la fuga y, hasta que la aldea estuvo completamente vacía de indígenas y el último de éstos hubo desaparecido en la floresta, no llamó Tarzán a su lado a la salvaje tropa. Y entonces tuvo el disgusto de comprobar que no había forma de hacer comprender a ninguno de aquellos animales, ni siquiera al relativamente inteligente Akut, que lo que deseaba era que le librasen de las ligaduras que lo mantenían sujeto al poste.
Con el tiempo, naturalmente, la idea acabaría por filtrarse en sus obtusos cerebros, pero hasta que eso ocurriera podían suceder muchas cosas, incluido el posible regreso de los negros, con refuerzos que les permitiesen reconquistar el poblado. Desde las ramas de los árboles, los blancos, con sus fusiles, podían también ir abatiendo a los monos uno a uno. Y hasta podían morir de hambre todos antes de que los estúpidos simios comprendiesen que lo que Tarzán deseaba era que royeran sus ligaduras hasta romperlas.
En cuanto a Sheeta, la capacidad de comprensión del enorme felino era inferior incluso a la de los simios, aunque Tarzán no podía por menos de maravillarse por las notables cualidades de que había hecho gala la pantera. Que sentía verdadero afecto por él era algo de lo que poca duda podía existir, porque una vez se quitó de en medio a los negros, Sheeta procedió a pasear despacio de un lado a otro, junto al poste, mientras frotaba sus costados contra las piernas del hombre-mono y ronroneaba como un gato contento y feliz. Que la pantera fue por propia iniciativa y voluntad en busca de los simios para que acudieran en auxilio de Tarzán era algo de lo que éste no tenía la menor duda. Su Sheeta era realmente una joya entre los animales de la selva.
La ausencia de Mugambi no dejaba de preocupar un poco al hombre-mono. Intentó enterarse a través de Akut de lo que había sido del negro, temiéndose que las fieras, libres del freno que representaba la presencia de Tarzán, se hubiesen precipitado sobre el hombre y lo hubieran devorado, pero la respuesta del simio a todas las preguntas que le hizo en tal sentido consistió en señalar hacia el punto por el que habían salido de la selva.
Tarzán pasó toda la noche amarrado a la estaca y, poco después del alba, sus temores empezaron a convertirse en realidad: descubrió los movimientos sigilosos de unas figuras negras, desnudas, que, más o menos temerosas, se atrevían a asomar por la linde de la selva que circundaba el poblado. Los indígenas volvían.
Con la claridad del día, su valor alcanzaría el nivel preciso para impulsarles a atacar al puñado de animales que los habían desahuciado de unas viviendas que les pertenecían por derecho. Si los negros lograban superar sus terrores supersticiosos, el resultado de la lucha se inclinaría indudablemente a su favor, ya que frente a su superioridad numérica, a sus largos y fuertes venablos y a sus flechas envenenadas, la pantera y los simios no podían tener la menor esperanza de sobrevivir a un ataque en toda regla.