Por debajo de donde se encontraba, sobre la cubierta, había visto a los gigantescos antropoides, por lo que no se atrevía a intentar la huida por esa dirección. La verdad era que una de aquellas enormes fieras saltaba para agarrarse a la barandilla y ascender hasta el ruso.
Delante de Rokoff estaba la pantera, agazapada y silenciosa.
Rokoff no podía moverse. Le temblaban las rodillas. Su voz estalló en chillidos inarticulados. Al morir en el aire el último de aquellos gritos gemebundos, cayó de rodillas… y Sheeta entonces saltó.
El rojizo cuerpo de la pantera se precipitó sobre el pecho del hombre y el impacto derribó al ruso de espaldas.
Cuando los formidables colmillos desgarraron la garganta y el pecho de Rokoff, Jane Clayton volvió la cabeza, horrorizada. Pero Tarzán de los Monos no la imitó. En sus labios apareció una gélida sonrisa de satisfacción. La cicatriz de su frente fue perdiendo su encendido tono escarlata hasta desaparecer. La piel recobró de nuevo su color normal, curtida y atezada.
Rokoff luchó furiosa pero inútilmente contra aquel destino que se le vino encima entre rugidos y zarpazos desgarradores. En los breves instantes que duró la consumación de su muerte, Rokoff expió por fin los incontables crímenes por los que se le castigaba.
Cuando sus esfuerzos cesaron, y a indicación de Jane, Tarzán se acercó con el propósito de arrancar el cadáver de las garras de la pantera y dar una sepultura decente a los restos mortales de Rokoff. Pero el enorme felino se irguió rugiente por encima de su pieza y miró en actitud amenazadora a su amo, al que amaba a su salvaje manera, y el hombre-mono, ante la disyuntiva de matar a su amigo de la selva o renunciar a su objetivo, optó por lo último.
Sheeta, la pantera, permaneció toda la noche agazapada sobre los repelentes despojos de lo que en vida había sido Nicolás Rokoff. La sangre había convertido en pista resbaladiza el puente del
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. Bajo los brillantes rayos de la luna tropical, la enorme fiera se dio el gran banquete hasta que, cuando a la mañana siguiente el sol se elevó en el cielo, del enemigo de Tarzán sólo quedaban unos pocos huesos quebrantados y roídos.
De la partida de Rokoff, sólo de Paulvitch se ignoraba el paradero. Cuatro miembros de la tripulación estaban encerrados en el castillo de proa del
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. Todos los demás eran cadáveres.
Tarzán ordenó a aquellos cuatro marineros que pusieran en marcha las calderas del vapor y decidió aprovechar los conocimientos del piloto, que el azar había querido que fuese uno de los supervivientes, para trazar la ruta de la Isla de la Selva y dirigirse a ella. Pero el amanecer de la mañana siguiente llegó acompañado de un huracán procedente del oeste que arboló el oleaje de una manera tan crecida y alborotada que el piloto del
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no se atrevió a hacerse a la mar. El barco permaneció toda la jornada al abrigo de la bahía formada en la desembocadura del Ugambi. Al anochecer amainó un poco el vendaval, pero entonces juzgaron más prudente esperar al amanecer del día siguiente antes de aventurarse a intentar la navegación por el sinuoso canal que conducía al mar.
La cuadrilla de simios, así como la pantera, circulaban sueltos por la cubierta del vapor, porque Tarzán y Mugambi tardaron poco en hacerles comprender que a bordo del
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no debían hacer daño a nadie. Sin embargo, por la noche se los confinaba en la bodega.
La alegría de Tarzán se desbordó cuando su esposa le informó de que el niño que había muerto en la aldea de M’ganwazam no era su hijo. No podían imaginar de quién podría ser aquella criatura y, desaparecidos Rokoff y Paulvitch, no había medio de averiguarlo.
Lo que no era óbice, sin embargo, para que, al saber que había motivo para la esperanza, les embargase cierta sensación de alivio. En tanto no tuvieran pruebas fehacientes de que el niño había muerto, siempre se sentirían relativamente tranquilos y alentados.
Parecía evidente a todas luces que a su pequeño Jack no lo habían llevado a bordo del
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. De haber sido así, Anderssen lo hubiera sabido, pero el sueco aseguró a Jane una y otra vez que el niño que llevó al camarote de la muchacha, la noche en la que le ayudó a escapar del barco, era el único que había estado a bordo del
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desde que fondeó en Dover.
Mientras Jane y Tarzán, en la cubierta del
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, se referían mutua y detalladamente las diversas aventuras que cada uno de ellos había vivido desde que se separaron en su domicilio de Londres, oculto entre la espesura de la ribera les observaba un individuo cuyos ojos despedían odio fulminante bajo el fruncido entrecejo.
Por el cerebro de aquel hombre desfilaba un plan tras otro, todos ellos destinados a impedir contra viento y marea la marcha del inglés y de su esposa, porque mientras quedase un chispazo de vida en el vindicativo cerebro de Alexander Paulvitch nadie que se hubiese granjeado la enemistad del ruso podría considerarse completamente a salvo.
Fue urdiendo proyecto tras proyecto, que luego desechaba por impracticables o porque no estaban a la altura de la venganza que los agravios sufridos exigían. Tan perpleja estaba la inteligencia delictiva del lugarteniente de Rokoff que le era imposible comprender la auténtica realidad de lo que existía entre el hombre-mono y él, como tampoco era capaz de darse cuenta de que la culpa nunca había sido del lord inglés, sino siempre de él mismo y de su cómplice.
Y cada vez que desestimaba un nuevo plan, la conclusión a la que llegaba Paulvitch siempre era la misma: no podía cumplir ninguno de ellos mientras la mitad de la anchura del Ugambi le separase del objeto de su odio.
Pero ¿cómo recorrer aquella distancia a través de unas aguas infestadas de cocodrilos? La canoa más próxima se encontraría en la aldea mosula, y Paulvitch no estaba nada seguro de que el
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continuara anclado allí cuando él regresara, después de haber cruzado la selva hasta el lejano poblado y estar de vuelta con una embarcación. Sin embargo, no había otro medio, de forma que, con la convicción de que sólo así le quedaban esperanzas de alcanzar su presa, Paulvitch lanzó una última mirada, fruncido rencorosamente el ceño, a las dos figuras que se encontraban en la cubierta del
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y emprendió la marcha, alejándose del río.
Mientras apretaba el paso a través de la tupida vegetación de la jungla, concentrada la mente en un solo objetivo —la venganza—, el ruso llegó incluso a olvidar el terror que normalmente le inspiraba aquel mundo salvaje por el que se movía.
Defraudado y vencido tras cada vuelta de la rueda de la fortuna, impulsado una y otra vez por sus perversas maquinaciones, víctima preferente de su propia naturaleza criminal, Paulvitch seguía estando lo bastante ciego como para imaginarse que su mayor felicidad residía en la continuación de unos planes y proyectos que a Rokoff y a él los habían conducido siempre al desastre, y que acabaron por llevar al primero a una muerte espantosa.
Mientras el ruso avanzaba a trompicones por la selva, rumbo a la aldea mosula, en su cerebro cristalizó un plan que tenía visos de ser más factible que todos los que había urdido hasta entonces.
Se acercaría por la noche al costado del
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y, tras subir a bordo furtivamente, buscaría a los miembros de la tripulación que hubiesen sobrevivido a los horrores de la escalofriante expedición y los persuadiría para que se pusieran a su servicio y arrebatasen el buque a Tarzán y las fieras.
En la cabina había armas y municiones, y oculto en un receptáculo secreto de la mesa de su camarote guardaba Paulvitch uno de aquellos mecanismos infernales cuya construcción le había ocupado buena parte de sus ratos libres cuando ocupaba uno de los importantes puestos de confianza entre los nihilistas de su país natal.
Eso fue antes de que los traicionara, vendiéndolos a la policía de Petrogrado a cambio de inmunidad y oro. Paulvitch esbozó una mueca al recordar la denuncia que brotó de los labios de uno de sus antiguos camaradas, momentos antes de que el pobre diablo purgase sus pecados políticos colgado del extremo de una soga de cáñamo.
Pero aquel aparato infernal era en lo que pensaba en aquel momento. Si lograra tenerlo en sus manos y manipularlo, podría conseguir algo grande con él. Dentro de aquella caja de madera negra escondida en la mesa de su camarote había suficiente potencial destructivo para, en una fracción de segundo, borrar del mapa a todos los enemigos que se hallasen a bordo del
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.
Paulvitch se humedeció los labios con anticipado placer e instó a sus fatigadas piernas a apretar el paso, con el fin de no llegar al punto donde estaba anclado el buque demasiado tarde para cumplir su objetivo.
Naturalmente, todo dependía del momento en que el
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zarpase. Al ruso no se le escapaba que a la luz del día no le iba a ser posible hacer nada. La oscuridad debía ocultar su aproximación al costado del barco, ya que si Tarzán o lady Greystoke le echaban la vista encima se le esfumaría toda oportunidad de subir a bordo.
El huracán que se había desencadenado, creía el ruso, impediría de momento levar anclas al
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, y si el vendaval continuaba soplando así hasta la noche, todo estaría a su favor, a favor de Paulvitch, que tenía la certeza de que era poco probable que el hombre-mono intentase navegar por el tortuoso canal del Ugambi mientras la oscuridad cubriese la superficie de las aguas y ocultara los infinitos bajíos de arena y los numerosos islotes diseminados por la amplia extensión que ocupaba la desembocadura del río.
Paulvitch llegó muy avanzada la tarde a la aldea mosula, situada a la orilla de un afluente del Ugambi. El cacique indígena no se molestó en disimular su desconfianza y su actitud fue más hostil que amistosa, como solía ocurrir con cuantos habían tenido contactos previos con Rokoff o Paulvitch. Siempre acababan siendo víctimas de la codicia, la crueldad o la lujuria de los dos moscovitas.
Cuando Paulvitch le pidió que le prestase una canoa, el jefe mosula se negó, hosco, y ordenó al hombre blanco que abandonara inmediatamente la aldea. Rodeado por un pequeño contingente de guerreros gruñones e indignados, que parecían estar deseando que les ofreciese la más mínima excusa para atravesarle con sus amenazadores venablos, el ruso no pudo hacer otra cosa que retirarse.
Una docena de belicosos indígenas le acompañaron hasta la linde del claro y allí lo despidieron con la advertencia de que ni por asomo se le volviera a ocurrir aparecer de nuevo por las proximidades del poblado.
Paulvitch se aguantó como pudo la rabia y se escabulló en el interior de la jungla; pero en cuanto estuvo fuera de la vista de los guerreros, se detuvo y aguzó el oído. Oía las voces de los hombres que le habían escoltado, los cuales regresaban a la aldea, y cuando tuvo la seguridad de que no le seguían, se deslizó sigilosamente a través de la maleza hasta la orilla del río, con la firme determinación de conseguir a toda costa una canoa.
Su vida dependía de que llegase al
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y lograra la colaboración de los tripulantes supervivientes, porque quedar abandonado allí, en medio de los peligros de la selva africana y con la enemistad de los indígenas bien ganada, prácticamente equivalía a una sentencia de muerte.
El deseo de venganza actuaba sobre su voluntad como un incentivo igualmente poderoso para espolearle frente al peligro que constituía el cumplimiento de su propósito. Era, pues, un hombre desesperado el que permanecía oculto entre la vegetación que crecía junto al afluente, mientras sus ojos escrutaban impacientes a la búsqueda de cualquier señal indicadora de la presencia por allí de alguna pequeña canoa que pudiera gobernarse fácilmente con un solo remo.
El ruso no tuvo que esperar mucho tiempo antes de que apareciese deslizándose por el seno del río uno de los rudimentarios esquifes propios de los mosulas. A bordo del mismo le daba a la paleta con perezosos movimientos un joven que, desde un paraje contiguo a la aldea, se dirigía al centro de la corriente. Cuando llegó al canal, dejó que fuese la inercia del agua la que se encargase de trasladar la embarcación, mientras el muchacho se dedicaba a dormitar plácida e indolentemente, tumbado en el fondo de su tosca canoa.
Ajeno por completo al enemigo invisible que acechaba en la ribera, el mozalbete continuó navegando despacio corriente abajo, mientras Paulvitch le seguía por un camino de la jungla, a unos metros de distancia.
A poco más de kilómetro y medio de la aldea, río abajo, el muchacho hundió la pala del remo en el agua y desvió el esquife hacia la orilla. Eufórico por la feliz circunstancia de que el azar hubiese inducido al muchacho a llegarse a la misma orilla del río en que se encontraba él, y no a la opuesta, donde habría quedado fuera de su alcance, Paulvitch se escondió entre la maleza, cerca del lugar donde evidentemente el esquife iba a tocar la orilla de la lenta corriente. El afluente parecía lamentar, como si tuviera celos de un rival, cada momento huidizo que lo acercaba al ancho y fangoso Ugambi, donde perdería su identidad para siempre, absorbido por aquella corriente de caudal mucho mayor, que lanzaría sus aguas al gran océano.
Idéntica indolencia manifestaban los movimientos del joven mosula mientras conducía su esquife bajo la rama de un árbol enorme, que se inclinaba para estampar un beso de despedida en el fondo del agua viajera y acariciar con sus verdes frondas el seno suave de su lánguido amor.