Y como una serpiente, oculto entre el follaje, se mantenía agazapado el malévolo ruso. Sus inquietos y crueles ojillos se recreaban sobre la silueta de la codiciada canoa y calculaban la envergadura de su propietario, mientras el astuto cerebro sopesaba las posibilidades que podría tener el hombre blanco, caso de que resultara imprescindible el enfrentamiento físico con el muchacho negro.
Sólo una directa y apremiante necesidad impulsaría a Alexander Paulvitch a la lucha a brazo partido, pero es que realmente se encontraba en esa perentoria necesidad. Así que no tenía más remedio que entrar en acción cuanto antes.
Disponía de tiempo, pero sólo del tiempo justo, para llegar al
Kincaid
al anochecer. ¿Es que el negro era tan imbécil que no se iba a apear del esquife? Paulvitch se removió, nervioso. Empezaba a impacientarse. El mozo de la canoa bostezó y se estiró. Con exasperante parsimonia se puso a examinar las flechas de la aljaba, probó el arco y contempló el filo del cuchillo que llevaba sujeto bajo la cintura del taparrabos.
Volvió a estirarse y a bostezar, lanzó un vistazo a lo largo de la ribera, se encogió de hombros y luego se tendió en el fondo de la canoa, dispuesto a descabezar una siestecita, antes de aventurarse por la selva en pos de la pieza que había salido a cazar.
Paulvitch se medio incorporó y, tensos los músculos, dirigió la mirada hacia el confiado muchacho negro. Los párpados del mozo acabaron de cerrarse. El pecho empezó a subir y bajar al ritmo de la profunda respiración del sueño. ¡Había sonado la hora!
El ruso se acercó sigilosamente. Crujió una ramita bajo su peso y el muchacho se removió en su sueño. Paulvitch empuñó su revólver y apuntó al negro. Permaneció rígido e inmóvil durante unos segundos, hasta que el muchacho de la canoa volvió a sumergirse en el fondo de su tranquilo letargo.
El hombre blanco se acercó todavía más. No podía arriesgarse a apretar el gatillo hasta tener la absoluta seguridad de que no iba a fallar el tiro. Se inclinó sobre el mosula. En la mano del ruso, el frío acero del revólver fue aproximándose al pecho del inconsciente mozalbete. Se detuvo a escasos centímetros del corazón, que latía con ritmo acompasado.
Pero sólo la presión de un dedo índice separaba de la eternidad al inofensivo muchacho. El delicado color de la juventud suavizaba todavía sus mejillas y una tenue semisonrisa entreabría sus labios, sobre los que aún no había asomado el bozo. ¿Acaso algún remordimiento de conciencia señaló con su dedo inquietante y acusador al asesino?
Desde luego, Alexander Paulvitch era inmune a eso. Una mueca burlona frunció sus labios mientras el dedo se curvaba sobre el gatillo del revólver. Resonó una ruidosa detonación. Por encima del corazón del dormido muchacho apareció un pequeño orificio, alrededor del cual la carne abrasada por la pólvora dejó ver un círculo negro que bordeaba el agujero.
El juvenil cuerpo se incorporó hasta quedar sentado. Los labios sonrientes se contrajeron a causa de la conmoción nerviosa de una momentánea agonía que el cerebro no llegó a captar y, a continuación, el cuerpo sin vida se desplomó hacia lo más profundo de ese sueño del que nunca se despierta, del sueño eterno.
El asesino se dejó caer rápidamente dentro del esquife, junto al cadáver. Unas manos brutales cogieron sin contemplaciones el cuerpo del joven mosula y lo arrojaron por la borda. Un chapuzón, una rociada de salpicaduras, unos anillos que ondularon sobre el agua y fueron ensanchándose sobre la superficie, para quebrarse de pronto cuando la oscuridad del légamo ascendió al removerse el negro y viscoso fondo. Y el hombre blanco pasó a ser propietario exclusivo de la codiciada canoa… un hombre blanco más salvaje que el joven al que había arrebatado la vida.
Tras soltar la amarra, Paulvitch cogió el remo y se entregó febrilmente a la tarea de impulsar el esquife a toda velocidad hacia el Ugambi.
Había caído la noche cuando la proa de la ensangrentada embarcación dejó las aguas del afluente para entrar en las del río que lo absorbía. El ruso forzaba la vista continuamente en vano intento de perforar las negras sombras que se interponían entre él y el lugar donde estaba anclado el
Kincaid
.
¿Continuaría el buque aún en aguas del Ugambi o el hombre-mono se habría convencido a sí mismo de que era mejor aventurarse a zarpar porque la tormenta amainaba? Mientras navegaba a marchas forzadas a favor de la corriente, Paulvitch se formulaba esa pregunta, y otras más por el estilo, entre las cuales no eran las menos inquietantes las relacionadas con su futuro, caso de que el
Kincaid
se hubiese hecho a la mar, dejándole abandonado allí, a merced de los despiadados horrores de la salvaje soledad.
En medio de aquellas tinieblas, al remero le parecía que sobrevolaba las aguas y había llegado a convencerse de que el buque había levado anclas y estaba ya lejos, y que él, Paulvitch, había dejado atrás el fondeadero en el que el
Kincaid
se encontraba durante el día. Y entonces, de súbito, apareció frente a su ojos, al otro lado de una punta de tierra que acababa de doblar, la luz vacilante de un farol del buque.
A duras penas logró sofocar Alexander Paulvitch una exclamación de triunfo. ¡El
Kincaid
no había zarpado! Después de todo, la vida y la venganza no iban a escapársele.
Dejó de remar en el mismo instante en que avistó aquel rutilante faro de esperanza. En silencio, se dejó llevar por la corriente de las fangosas aguas del Ugambi. Se limitó a hundir de vez en cuando la pala del remo para desviar el rumbo de aquella embarcación primitiva hacia el costado del barco.
Al acercarse, la oscura mole apareció frente a él como si surgiera de entre las negruras de la noche. No se oía sonido alguno en la cubierta del
Kincaid
. Paulvitch dirigió la canoa hacia el buque. El roce momentáneo de la proa del esquife contra las tablas del barco fue el único ruido que quebró el silencio nocturno.
Tembloroso de pura excitación nerviosa, el ruso permaneció inmóvil durante varios minutos; pero de la gigantesca mole que se erguía sobre él no brotó sonido alguno indicador de que en la nave se habían apercibido de su llegada.
Subrepticiamente, desplazó el esquife hacia la proa hasta que los tirantes del bauprés quedaron directamente encima de él. Llegaba a ellos, justo, pero podía alcanzarlos. Amarrar la canoa a los estays fue cuestión de un par de minutos; a continuación, el ruso se izó a bordo en el más absoluto silencio.
Segundos después pisaba la cubierta. El recuerdo de la sobrecogedora cuadrilla que había ocupado el barco disparó escalofríos vibrantes a la largo de la columna vertebral del cobarde merodeador, pero su vida dependía del éxito de aquella aventura, de modo que no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y armarse de valor para afrontar los trances terribles que sin duda le esperaban.
En la cubierta del vapor no percibió ningún ruido ni señales de vigilancia. Paulvitch se deslizó furtivamente en dirección al castillo de proa. El silencio era total. La escotilla estaba levantada y, al mirar al interior, Paulvitch vio a uno de los tripulantes del
Kincaid
que estaba leyendo al resplandor de una humeante lámpara que colgaba del techo de los alojamientos de la dotación.
Paulvitch lo conocía bien, era un sujeto torvo, de instintos sanguinarios, en el que el ruso confió casi plenamente para llevar a cabo el plan que había concebido. Despacio, el ruso descendió a través de la abertura hasta los peldaños de la escalera que llevaba al castillo de proa.
Sus ojos no se apartaron un segundo del hombre que estaba leyendo, preparado para advertirle que guardara silencio en el mismo instante en que reparase en su presencia. Pero el marinero estaba tan abismado en la lectura de la revista que el ruso llegó hasta el piso del castillo de proa sin que nadie reparase en él.
Paulvitch volvió la cabeza y susurró el nombre del absorto lector. Éste levantó los ojos de la revista, unos ojos que se desorbitaron al tropezar con el semblante familiar del lugarteniente de Rokoff… Luego los entornó automáticamente y su entrecejo se frunció en gesto de desaprobación.
—¡Al diablo! —exclamó—. ¿De dónde sale? Todos creíamos que lo habían largado al otro barrio, que es el sitio en el que debía estar desde hace mucho tiempo. Su señoría se va a llevar un alegrón tremendo cuando lo vea.
Paulvitch se llegó hasta el marinero. Una sonrisa amistosa decoraba los labios del ruso. Tendió la mano al hombre, como si éste fuera un amigo de toda la vida al que hiciese tiempo que no veía. El marinero no se dignó aceptarla, actuó como si no la viera, ni correspondió a la sonrisa de Paulvitch.
—He venido a echaros una mano —explicó Paulvitch—. He vuelto para rescataros de las garras del inglés y de sus fieras… Después ya no tendremos nada que temer de la ley cuando volvamos a la civilización.
»Podemos caer sobre ellos y liquidarlos mientras duermen… Me refiero a Greystoke, a su esposa y a ese granuja negro, Mugambi. Luego, dejar el barco limpio de fieras será coser y cantar. ¿Dónde están esos bichos?
—Abajo —respondió el marinero—, pero permítame que le aclare algo, Paulvitch. Ni se le ocurra pensar que va a convencemos para que nos revolvamos contra el inglés. Ya hemos tenido bastante de usted y de esa otra bestia que le mandaba. De su patrón no quedan ni los restos y, o mucho me equivoco, o a usted le va a ocurrir tres cuartos de lo mismo dentro de muy poco. Nos trataron como a perros y si cree que le tenemos tanto así de afecto vale más que mande al guano esa idea.
—¿Eso significa que te vuelves contra mí? —preguntó Paulvitch.
El otro asintió con la cabeza y, al cabo de un momento, durante el cual pareció ocurrírsele algo, volvió a hablar.
—A menos —dijo— que pueda ofrecerme algo que merezca la pena, antes de que el inglés se entere de que está usted aquí.
—No me condenarás a volver a la selva, ¿verdad? —preguntó Paulvitch—. No sobreviviría allí ni una semana.
—No dejaría de tener alguna posibilidad de sobrevivir —repuso el marinero—. Aquí no tiene ni la más remota. Si se me ocurriera despertar a mis compañeros, le harían picadillo antes siquiera de que el inglés pudiese echarle el guante. Ha tenido una suerte loca al ser yo el único que está despierto, mientras todos los demás duermen.
—¡Estás loco! —protestó Paulvitch—. ¿No sabes que el inglés hará que os ahorquen a todos en cuanto regreséis a un sitio donde la ley pueda cogeros?
—No, el inglés es un caballero y no nos hará semejante faena —replicó el marinero—. Nos lo ha prometido, ha dicho que los únicos culpables son Rokoff y usted… todos los demás no fuimos más que simples instrumentos. ¿Comprende?
El ruso se pasó media hora suplicando o amenazando, según le daba. A veces parecía al borde de las lágrimas y a continuación, sin más ni más, prometía a su oyente recompensas fabulosas o el castigo que su negativa a colaborar merecía. Pero el marinero se mostró inflexible.
Explicó al ruso que, tal como veía él la situación, a Paulvitch sólo le quedaban dos opciones: o acceder a que lo entregase inmediatamente a lord Greystoke o pagar al marinero hasta el último centavo y hasta el último objeto de valor que llevase encima o guardara en su camarote, como precio por el permiso para abandonar el
Kincaid
tranquilamente y sin que nadie le molestara.
—Y tendrá que decidirse ya mismo —rezongó el marinero—, porque quiero irme a dormir en seguida. Vamos, elija: ¿su señoría o la selva?
—¡Lamentarás esto! —refunfuñó el ruso.
—Cierre el pico —reprendió el marinero—. Si se pone farruco, es posible que me dé por cambiar de opinión y se tenga que quedar aquí definitivamente.
Desde luego, Paulvitch no tenía la menor intención de permitirse caer en poder de Tarzán de los Monos, si podía evitarlo, y con todo lo que le aterraban los peligros de la jungla, le parecían infinitamente preferibles a la muerte segura que le aguardaba en manos de Tarzán, una muerte de la que se sabía merecedor.
—¿Hay alguien durmiendo en mi camarote?
El marinero movió la cabeza negativamente.
—No —articuló—. Lord y lady Greystoke se han acomodado en el del capitán. El piloto está en el suyo y el de usted no lo ocupa nadie.
—En ese caso, iré a buscar mis objetos de valor y te los entregaré —dijo Paulvitch.
—Le acompañaré. Quiero estar seguro de que no intenta ninguna jugarreta de las suyas —manifestó el marinero, y siguió al ruso escaleras arriba, hasta la cubierta.
En la entrada del camarote, el marinero se apostó, en plan de centinela, y dejó que Paulvitch entrara solo. El ruso recogió sus escasas pertenencias, con las que pensaba comprar la incierta salvación que representaba salir del buque con vida. Permaneció un momento junto a la mesita sobre cuya superficie las había amontonado, mientras se devanaba las meninges, a la búsqueda de algún plan factible que le garantizase su seguridad personal o la venganza sobre sus enemigos.
Surgió de pronto en su memoria el recuerdo del estuche negro que guardaba oculto en un receptáculo secreto, bajo la falsa cubierta de la mesa en que apoyaba la mano.
Al tantear por la parte inferior de la superficie de la mesa, un siniestro destello de malévola satisfacción iluminó el rostro de Paulvitch. Instantes después retiraba de su escondite el objeto que buscaba. Para tener luz mientras recogía sus cosas había encendido el farol que colgaba de las vigas del techo y ahora acercó la cajita negra a la claridad de la lámpara, al tiempo que sus dedos abrían el broche que sujetaba la tapadera.
Al levantarse, la tapadera reveló dos compartimentos en el interior del estuche. Uno de ellos albergaba un mecanismo que parecía la maquinaria de un reloj despertador. Había también una batería de dos pilas. Un cable enlazaba la maquinaria con uno de los polos de la batería y del otro polo arrancaba un segundo cable que, después de traspasar la tablilla divisoria de los compartimentos, volvía de nuevo a la supuesta maquinaria de reloj.
El contenido del segundo compartimento no estaba visible, porque lo ocultaba una cubierta que parecía sellada herméticamente con brea. En el fondo de la cajita, junto al mecanismo de relojería, había una llave que Paulvitch retiró e introdujo en el orificio de la cuerda.
Accionó despacio la llave, sofocando el ruido de la operación por el procedimiento de colocar unas cuantas prendas de vestir encima de la caja. Durante todo el tiempo que permaneció en el camarote mantuvo el oído atento a cualquier ruido susceptible de indicar que el marinero u otra persona se acercaban, pero nadie se presentó a interrumpir su tarea.