Las fieras de Tarzán (21 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

A medida que el éxito de la maniobra le acercaba cada vez más al objetivo, Jane se abismó en el esfuerzo con tal entrega y entusiasmo que no se percató de la aparición del hombre que acababa de emerger de la espesura y que la observaba atentamente, inmóvil junto a un árbol situado en el lindero de la jungla.

Una sonrisa cruel ponía su toque malévolo en el atezado semblante del individuo, mientras se gozaba en los laboriosos afanes de la muchacha.

La canoa se encontraba ya tan liberada del barro de la orilla que la retenía que Jane consideró que no iba a costarle demasiado trabajo llevarla a aguas más profundas utilizando como pértiga uno de los remos que había en el fondo de la embarcación. Lo cogió y se aprestaba a hundirlo en el agua, hasta el fondo del río, cuando levantó casualmente la cabeza y su mirada llegó al borde de la selva.

Al tropezar sus ojos con la figura de aquel hombre, un grito de miedo ascendió a los labios de la muchacha. Era Rokoff.

El ruso echó a correr hacia Jane Clayton, al tiempo que le advertía a gritos que, si no le esperaba, dispararía contra ella… aunque estaba completamente desarmado y, por lo tanto, era difícil comprender cómo pretendía cumplir su amenaza.

Jane Clayton ignoraba por completo la serie de infortunios que se habían abatido sobre el ruso desde que huyó de su tienda, por lo que dio por supuesto que sus esbirros sin duda andaban cerca.

A pesar de todo, no estaba dispuesta a caer otra vez en las zarpas de aquel facineroso. Moriría antes de que le sucediera semejante cosa. Unos segundos más y la canoa estaría flotando libremente en el agua.

En cuanto cogiera la corriente del río, Rokoff no podría detenerla, porque en la orilla no quedaba otra barca, ni se veía por allí a hombre alguno y, desde luego, un tipo tan cobarde como Rokoff ni por asomo se atrevería a lanzarse al agua e intentar darle alcance nadando en un río infestado de cocodrilos.

Por su parte, lo que Rokoff deseaba más que ninguna otra cosa era alejarse, escapar de allí. De mil amores hubiese renunciado a cualquier intención que pudiese albergar respecto a Jane Clayton si la muchacha se mostrara dispuesta a compartir con él aquel medio de huida que había localizado. Le habría prometido cualquier cosa, lo que fuera, a cambio de que le dejase subir a bordo de la canoa, si bien el ruso no creyó que fuese necesario prometer nada.

Se dio cuenta de que podía llegar a la proa de la canoa antes de que se apartase de la orilla, en cuyo caso no haría falta pronunciar ninguna clase de promesa. No es que a Rokoff le hubieran asaltado escrúpulos de conciencia de cualquier clase si se olvidaba de las promesas que pudiese hacer a la muchacha, pero le fastidiaba la idea de tener que suplicar un favor a alguien a quien recientemente había pretendido forzar y que se le había escapado de las manos.

Ya se regodeaba alborozado pensando en los días y noches que iba a pasar disfrutando de su venganza mientras la pesada canoa se deslizaba despacio, rumbo al océano.

Los furiosos esfuerzos de Jane Clayton para poner la canoa fuera del alcance del ruso tuvieron su recompensa cuando una leve sacudida hizo comprender a la muchacha que la embarcación había llegado a la corriente… En el preciso momento en que Rokoff alargaba la mano para aferrarse a la proa.

A los dedos del hombre le faltaron veinte o veinticinco centímetros para alcanzar su objetivo. La muchacha estuvo muy cerca del desvanecimiento, de pura alegría, al verse liberada súbitamente de la terrible tensión física y mental del esfuerzo realizado durante los últimos minutos. Pero, gracias a Dios, ¡por fin estaba a salvo!

Mientras elevaba al Cielo una silenciosa plegaria de agradecimiento, observó que una repentina expresión de triunfo iluminaba las facciones del imprecante ruso, que acto seguido se arrojó al suelo y pareció agarrar algo que serpenteando por el barro se deslizaba hacia el río.

Desorbitados los ojos por el miedo, acurrucada en el fondo de la canoa, Jane Clayton comprendió que, en el último segundo, el éxito se había transformado en fracaso y que, realmente, al final volvía a verse en poder del perverso ruso.

Porque lo que Rokoff había visto y atrapado era el cabo de la cuerda con que la canoa había estado amarrada al árbol.

XV
Río Ugambi abajo

A medio camino entre el Ugambi y la aldea de los waganwazames, Tarzán encontró a su ejército, que seguía a paso lento el primer rastro que había dejado el hombre-mono. Mugambi casi se negaba a creer que la ruta del ruso y de la compañera de Tarzán, su amo, hubiera pasado tan cerca de la cuadrilla.

Le resultaba increíble que dos seres humanos se hubieran cruzado con ellos, a tan escasa distancia, sin que los detectara ninguno de aquellos animales, dotados de sentidos tan prodigiosamente agudos y en alerta continua. Pero Tarzán le señaló el rastro de las dos personas a las que seguía y, en dos puntos determinados, el negro pudo comprobar que la mujer y el hombre sin duda estuvieron ocultos allí mientras la tropa pasaba y que desde sus escondites observaron todos los movimientos de las feroces criaturas.

Desde el primer momento, a Tarzán le resultó evidente que Jane y Rokoff no marchaban juntos. Las huellas demostraban claramente que al principio la joven llevaba al ruso una considerable delantera, aunque a medida que el hombre-mono avanzaba por aquella pista fue haciéndosele patente que el hombre iba bastante más deprisa que Jane y que ganaba terreno rápidamente a su presa.

En los primeros tramos Tarzán había observado huellas de animales salvajes que se superponían a las de Jane Clayton, mientras que las pisadas de Rokoff se marcaban en el suelo después de que los animales hubiesen estampado las suyas. Pero posteriormente, entre las pisadas de Jane y las del ruso, las huellas de animales salvajes fueron disminuyendo en número, hasta que al acercarse al río el hombre-mono tuvo plena conciencia de que Rokoff no estaría a más de cien metros por detrás de la muchacha.

Comprendió que debían de estar ya bastante cerca de él, y un estremecimiento expectante le sacudió mientras se adelantaba velozmente a su tropa. Desplazándose a toda velocidad de árbol en árbol, llegó a la orilla del río en el mismo paraje en que Rokoff había alcanzado a Jane cuando la joven se esforzaba en conseguir echar la canoa al agua.

En el barro de la orilla del río vio el hombre-mono las huellas de las dos personas que buscaba, pero cuando llegó no había allí embarcación ni persona alguna. A primera vista tampoco descubrió ningún indicio acerca de dónde pudieran encontrarse.

Estaba claro que habían botado una canoa indígena, que embarcaron en ella y descendieron corriente abajo. Los ojos del hombre-mono recorrieron rápidamente el curso del río en esa dirección y avistó a lo lejos, bajo la enramada de los árboles que sombreaban la corriente, una canoa arrastrada por las aguas, en cuya popa se recortaba la silueta de un hombre.

En el momento en que llegaron al río, los integrantes de la tropa de Tarzán vieron a su ágil caudillo descender a la carrera por la orilla del río, saltando de montículo en montículo, por el pantanoso terreno que los separaba de un pequeño promontorio que se alzaba en el punto donde la corriente fluvial trazaba una curva y se perdía de vista.

Para seguirlo, los pesados simios no tuvieron más remedio que dar un amplio rodeo; lo mismo que Sheeta, que aborrecía el agua. Mugambi marchó tras ellos, todo lo rápidamente que pudo, en pos del gran amo blanco.

Tras media hora de veloz marcha por aquella cenagosa lengua de tierra y después de dejar atrás el promontorio, franqueándolo por un atajo, Tarzán se encontró en la parte interior de la curva del serpenteante río y frente a él, en el seno de la corriente, vio la canoa y, en su popa, a Nicolás Rokoff.

Jane no estaba con el ruso.

Al ver a su enemigo, la ancha cicatriz de la frente del hombre-mono se tornó escarlata y de sus labios brotó el bestial y espantoso alarido desafiante del mono macho.

Un escalofrío recorrió el cuerpo y el alma de Rokoff cuando aquella terrible alarma llegó a sus oídos. Se encogió en el fondo de la barca y desde allí, mientras le tableteaban los dientes a causa del pánico, observó al hombre a quien más temía entre todas las criaturas que poblaban la faz de la tierra, el cual corría celéricamente hacia la orilla del río.

Pese a tener la certeza de encontrarse a salvo de su enemigo, sólo verle allí provocó en el ruso una crisis de nervios que sacudió su cuerpo con los temblores histéricos de la cobardía. Luego, cuando Tarzán se lanzó de cabeza a las impresionantes aguas del río tropical, elevó el espíritu de Rokoff a las alturas de la histeria más delirante.

Con brazadas firmes y potentes, el hombre-mono surcó las aguas en dirección a la canoa arrastrada por la corriente. Rokoff agarró entonces uno de los remos caídos en el fondo de la embarcación y, con los aterrados ojos fijos en la muerte viva que le acosaba, empezó a remar con todas sus energías, en un desesperado intento de acelerar la velocidad de la pesada canoa.

Desde la ribera opuesta, una serie de siniestras ondulaciones empezaron a rizar la superficie, invisibles para el otro hombre, y fueron acercándose de manera uniforme y constante al nadador medio desnudo.

Tarzán alcanzó por fin la popa de la barca. Extendió la mano para agarrar la borda. Sentado, paralizado por el miedo, Rokoff parecía incapaz de mover una mano o un pie y de apartar la vista del rostro de su Némesis.

Unas repentinas ondulaciones que agitaron el agua detrás del nadador llamaron entonces la atención del ruso. Vio cómo se agitaba la superficie y comprendió el motivo.

En el mismo instante, Tarzán notó que unas mandíbulas poderosas de cerraban sobre su pierna derecha. Trató de zafarse de ellas y remontar el cuerpo por una costado de la canoa. Sus esfuerzos hubieran tenido éxito si aquel inesperado lance no hubiese reanimado el perverso cerebro del ruso, impulsándole a entrar en acción automáticamente, ante la súbita promesa de liberación y desquite.

Como una serpiente venenosa, se precipitó hacia la popa de la canoa y con un rápido volteo de la pesada pala propinó un golpe violento en plena cabeza de Tarzán. Los dedos del hombre-mono perdieron fuerza y resbalaron fuera de la borda.

Las aguas se agitaron brevemente, se produjo a continuación un remolino y una serie de burbujas ascendieron a la superficie para, antes de que desaparecieran eliminadas por la fuerza de la corriente, señalar el punto por donde Tarzán de los Monos, señor de la selva, desapareció de la vista bajo las sombrías aguas del ominoso y oscuro Ugambi.

Hecho un guiñapo a causa del terror, Rokoff se desplomó en el fondo de la canoa. Tardó unos minutos en darse cuenta de la enorme sonrisa que le había dedicado la suerte… Lo único que podía ver era la figura de un silencioso y forcejeante hombre blanco que desaparecía bajo la superficie del río hacia una inconcebible muerte en el mucilaginoso lodo del fondo del Ugambi.

El significado de aquel episodio fue filtrándose poco a poco en la mente del ruso, hasta que, al comprenderlo del todo, una cruel sonrisa de alivio y triunfo apareció en sus labios. Pero le duró muy poco, porque cuando empezaba a felicitarse por sentirse relativamente a salvo y poder continuar río abajo, hacia la costa, sin que nada ni nadie alterase su viaje, un formidable pandemónium estalló en la orilla, cerca de donde se encontraba.

Al buscar con la mirada a los causantes de aquel guirigay, sus ojos, vieron un cuadro sobrecogedor. Las pupilas llenas de odio de una pantera de rostro diabólico le fulminaban desde allí. Flanqueaban al felino los espeluznantes simios de Akut y delante de todos, como si capitaneara a aquella horda, un gigantesco guerrero negro agitaba el puño y le amenazaba prometiéndole una muerte inminente y espantosa.

La pesadilla de aquella huida por el río Ugambi, con la aterradora hueste acosándole día y noche, convirtió al ruso, hombre fuerte y robusto poco antes, en un ser demacrado, encanecido, tembloroso de miedo. Los aliados de Tarzán estaban siempre al acecho, tanto si los veía en la orilla, como si se perdían de vista durante horas en la selva, para acabar reapareciendo, por delante o por detrás de él, torvos, implacables, despiadados. El ruso ni siquiera reaccionó cuando tuvo ante su desesperada vista la desembocadura del río, la bahía y el océano.

Había dejado atrás aldeas muy pobladas. En varias ocasiones, guerreros a bordo de canoas trataron de interceptarle, pero en todas aquellas ocasiones, la escalofriante horda se dejó ver, amenazadora, y los indígenas consideraron más saludable emprender la retirada, perderse en la jungla y dejar la ribera a aquellas nada amigables criaturas.

En ninguna parte, en ningún momento de su huida divisó Rokoff a Jane Clayton. Ni una sola vez volvió a poner los ojos en la muchacha, desde aquel momento en que, al borde del agua, agarró la cuerda sujeta a la proa de la embarcación y llegó a creer que volvía a tenerla en su poder… Sólo para saborear momentos después el amargo sabor de la decepción: la muchacha no había perdido un segundo en empuñar el pesado rifle que llevaba en el fondo de la canoa y apuntar con él directamente al pecho del ruso.

Rokoff tuvo que soltar la cuerda y ver alejarse a Jane por el río, lejos de su alcance. Pero instantes después el ruso salió disparado corriente arriba hacia el afluente en cuya desembocadura estaba oculta la canoa en que él y su partida llegaron hasta allí en el curso de su persecución de Anderssen y Jane Clayton.

¿Qué habría sido de la muchacha?

En la mente de Rokoff, sin embargo, existían pocas dudas acerca de su destino: seguramente la habrían capturado guerreros de una u otra de las aldeas por las que la joven no tuvo más remedio que pasar en su navegación río abajo hacia el océano. En fin, al menos él parecía haberse quitado de encima casi todos sus principales enemigos humanos.

Sin embargo, le hubiera alegrado una barbaridad poder traerlos de nuevo al reino de los vivos, con tal de verse libre de aquellas espeluznantes criaturas que le acosaban con implacable tenacidad, dedicándole sus más amenazadores gritos y rugidos cada vez que aparecía ante su vista. La que más le empavorecía era la pantera, aquel felino de ojos llameantes y rostro diabólico, cuyas fauces se abrían ominosas de par en par durante el día y cuyas feroces pupilas no cesaban de fulgurar perversamente desde la otra orilla del río, en la oscuridad cimeria que envolvía las noches de la jungla.

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