Las fieras de Tarzán (9 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

A ninguno de los dos les asustaba la selva nocturna y como quiera que el hambre no cesaba de disparar ramalazos que sacudían el estómago dolorosa y continuamente, optaron por adentrarse en las tinieblas estigias del bosque, a la búsqueda de alguna nutritiva presa.

Por los trechos en los que había suficiente espacio caminaban uno al lado del otro. Cuando no era así, iban en fila india, turnándose en cabeza. Fue Tarzán el primero en percibir el olor de la carne —un búfalo cafre macho— y, de inmediato, hombre y pantera se fueron acercando furtivamente al enorme bóvido que dormitaba en la espesura de un cañaveral, a la orilla de un río.

Se aproximaron poco a poco al desprevenido animal. Sheeta por su derecha, Tarzán por la izquierda, el lado del corazón. Llevaban una temporada cazando juntos, de forma que trabajaban sincronizados. Intercambiaban señas mediante ronroneos bajos y apagados.

Permanecieron unos segundos inmóviles y silenciosos junto a la presa. Luego, a una indicación del hombre-mono, Sheeta saltó sobre el enorme lomo del búfalo y le hundió los fuertes dientes en el cuello. Automáticamente, el animal se puso en pie, al tiempo que soltaba un mugido de furia y dolor. Y en ese mismo instante, Tarzán lanzó su ataque por el lado izquierdo y el cuchillo de piedra se hundió repetida mente en el cuerpo del búfalo, por detrás del brazuelo.

Una mano de Tarzán se aferró a la crin del bóvido, que emprendió una carrera frenética por el cañaveral; enloquecido, arrastró en su huida a lo que le estaba arrancando la vida. Sheeta se aferraba tenazmente al lomo y el cuello del búfalo, mientras hundía sus colmillos a la mayor profundidad que le era posible, en un esfuerzo para llegar a la columna vertebral.

A lo largo de varios centenares de metros, el exasperado búfalo cafre llevó sobre sí a sus dos feroces enemigos, hasta que la pétrea hoja encontró su corazón y, con un postrer mugido, que pareció medio grito humano, se desplomó de bruces contra el suelo. Tarzán y Sheeta, entonces, se dieron un banquete.

Luego de la opípara cena, se acurrucaron juntos entre la maleza de un bosquecillo, la morena cabeza de Tarzán sobre el rojizo costado de la pantera, como si fuera una almohada. Se despertaron poco después de la aparición de la aurora, desayunaron a gusto y, a continuación, regresaron a la playa para que Tarzán condujese a la partida hasta donde había quedado el resto del búfalo.

Cuando acabaron de comer, a los simios y a la pantera les entró la modorra y se echaron a dormir, de modo que Tarzán y Mugambi se pusieron en marcha para localizar el río Ugambi. Apenas habrían recorrido cien metros cuando llegaron repentinamente a una ancha corriente fluvial que el negro identificó al instante como el río por el que sus guerreros y él descendieron hasta el mar, en el que continuaron su desdichada expedición.

Ambos hombres siguieron corriente abajo y al llegar al océano comprobaron que el río desembocaba en una bahía situada a menos de kilómetro y medio del punto de la playa donde la noche antes la marea había arrojado a la canoa.

Aquel descubrimiento llenó de euforia a Tarzán, puesto que no ignoraba que en las cercanías de una corriente caudalosa siempre habría algún poblado indígena y no albergaba la menor duda de que a través de los habitantes del mismo obtendría noticias de Rokoff y del niño. Estaba razonablemente seguro de que el ruso, después de quitarse de en medio a Tarzán se habría apresurado a desembarazarse de la criatura cuanto antes.

Entre Mugambi y él enderezaron la canoa y la botaron de nuevo al mar, tarea que constituyó una hazaña casi titánica, dada la violencia con que el oleaje rompía contra la playa, azotándola incesantemente. Pero al final lo consiguieron y no tardaron en estar remando en paralelo a la costa, rumbo a la desembocadura del Ugambi. Les costó un esfuerzo enorme vencer las fuerzas combinadas de la corriente del río y la marea del océano, pero se las arreglaron para entrar en el Ugambi aprovechando hábilmente el impulso de los remolinos que se formaban cerca de la ribera. Accionando las palas, contra corriente, al anochecer llegaban a un punto situado a la altura del lugar donde habían dejado a la cuadrilla entregada al sueño.

Tarzán amarró la canoa a una rama que sobresalía por encima del río y luego los dos hombres se adentraron por la selva y no tardaron en tropezarse con un grupito de monos que comían frutos un poco más allá del cañaveral donde Tarzán y Sheeta mataron al búfalo. La pantera no andaba por allí y tampoco se dejó ver en toda la noche. Tarzán pensó que habría salido en busca de algún compañero de su misma especie.

A primera hora de la mañana siguiente, Tarzán condujo a su cuadrilla río abajo y, durante la marcha, lanzó al aire una serie de agudos alaridos. Al final, débil y procedente de una gran distancia, llegó la respuesta a sus gritos y, media hora después, la flexible figura de Sheeta aterrizó con ágil salto a la vista de los demás miembros de la partida, que subían a la canoa con todas las precauciones del mundo.

Arqueado el lomo y ronroneando como un gatito feliz, el enorme felino se frotó los costados contra el hombre-mono y luego, a una orden de éste, fue a ocupar el sitio que desde el día anterior tenía asignado en la proa de la embarcación.

Cuando todos estuvieron a bordo se descubrió que faltaban dos súbditos de Akut, y aunque tanto el rey de la tribu como Tarzán se pasaron casi una hora llamándolos a voz en cuello, no obtuvieron respuesta y, por último, la canoa partió sin ellos. Como se daba la circunstancia de que los desaparecidos eran precisamente los dos simios que se habían mostrado más reacios a acompañarlos en la expedición y abandonar la isla, y los que habían manifestado más miedo durante la travesía, Tarzán tuvo la plena certeza de que su deserción era voluntaria, que se habían alejado adrede para no subir a la canoa.

Cuando poco después del mediodía los navegantes fluviales se acercaron a la orilla, con ánimo de echar pie a tierra y buscar algo que comer, un esbelto salvaje desnudo los observó desde el otro lado de la tupida pantalla que alzaba la vegetación junto a la margen del río. Al cabo de unos instantes, el espía se fundió con la maleza y desapareció corriente arriba, antes de que ninguno de los tripulantes de la canoa descubriera su presencia.

Se alejó saltando como un venado por un estrecho sendero y poco después, excitadísimo a causa de la noticia de que era portador, irrumpió en una aldea indígena sita a varios kilómetros de distancia del sitio donde Tarzán y su partida hicieron un alto para cazar.

—¡Ha llegado otro hombre blanco! —anunció el salvaje al jefe sentado en cuclillas ante la entrada de su choza circular—. Otro hombre blanco, acompañado de muchos guerreros. Ha venido en una gran canoa de guerra para matar y robar como hizo el de la barba negra que acaba de dejarnos.

Kaviri se puso en pie de un salto. Había saboreado recientemente la medicina del hombre blanco y su corazón salvaje rebosaba amargura y odio. Segundos después, el redoble de los tambores de guerra empezó a difundirse desde la aldea, llamando a los cazadores de la floresta y a los labradores de los campos de cultivo.

Se botaron siete canoas de guerra, a cuyos remos se pusieron tripulantes adornados con plumas y pinturas de guerra. Largos venablos sobresalían de las embarcaciones mientras éstas se deslizaban silenciosamente por la superficie, impulsadas por músculos poderosos que el esfuerzo henchía bajo la piel de ébano.

Había dejado de resonar el
tam tam
de los tambores y tampoco atravesaban el aire las notas de los cuernos, porque Kaviri era un guerrero experto y no tenía la menor intención de correr riesgos, si podía evitarlo. Sus siete canoas se desplazarían sin hacer ruido, caerían por sorpresa sobre la única embarcación del hombre blanco y antes de que las armas de fuego de éste pudiesen infligir muchas bajas a su pueblo, la superioridad numérica de las fuerzas de Kaviri habrían derrotado en toda la línea al enemigo.

La embarcación de Kaviri iba en cabeza, destacada unos metros de las demás y, al doblar una curva del río, donde la corriente se convertía en rápido, Kaviri encontró inopinadamente ante sí lo que buscaba.

Las dos canoas estaban tan cerca una de otra que el negro sólo tuvo tiempo de ver fugazmente el rostro del hombre blanco que iba en la proa de la embarcación que avanzaba hacia la suya. Al instante, ambos bateles entraron en contacto y los hombres de Kaviri se pusieron en pie, empezaron a chillar como demonios que se hubieran vuelto locos y agitaron los venablos amenazando con ellos a los ocupantes de la canoa enemiga.

Pero un momento después, cuando Kaviri tuvo ocasión de comprobar la clase de tripulación que llevaba la canoa del hombre blanco, hubiera dado todos los abalorios y todo el alambre de hierro que poseía a cambio de verse a salvo en su distante aldea. Apenas las dos embarcaciones estuvieron una junto a otra, del fondo de la del hombre blanco se levantaron los aterradores monos de Akut, empezaron a emitir gruñidos y rugidos, alargaron sus peludos brazos, agarraron los venablos que empuñaban los guerreros de Kaviri y se los arrancaron de las manos.

El pánico se apoderó de los negros, pero lo único que podían hacer era luchar. Llegaron rápidamente las demás canoas de guerra. Sus ocupantes ardían en deseos de entrar en combate, al creer que tenían que entendérselas con hombres blancos y sus porteadores indígenas.

Se arremolinaron en torno a la embarcación de Tarzán, pero al ver el tipo de enemigo que les plantaba cara, dieron media vuelta y remaron a toda velocidad río arriba. Los ocupantes de una que se habían acercado precipitadamente al batel del hombre-mono se percataron demasiado tarde de que sus compañeros tenían que entendérselas con demonios y no con hombres. Cuando la embarcación indígena tomó contacto con la de Tarzán, el hombre-mono dirigió unas palabras en voz baja a Sheeta y a Akut. Antes de que los guerreros suspendieran el ataque y emprendiesen la retirada, una enorme pantera soltó su espeluznante rugido y cayó sobre ellos. Al mismo tiempo, en el otro extremo de la embarcación de los negros ponía pie un gigantesco simio. En la proa, el felino causó una devastación pavorosa con sus desgarradoras zarpas y sus largos y afilados colmillos, mientras que en la parte de popa, Akut hundía sus amarillentos incisivos en la garganta de cuantos se ponían a su alcance y lanzaba por la borda a los empavorecidos negros que encontraba en su camino hacia el centro de la embarcación.

Kaviri estaba tan agobiado haciendo frente a los diablos que habían invadido su propia canoa que no podía prestar ayuda alguna a los guerreros de la otra embarcación. Un gigantesco demonio blanco le había arrebatado el venablo de las manos, con una tremenda facilidad, como si él, el poderoso Kaviri, fuese un niño de pecho. Aquellos monstruos cubiertos de pelo estaban derrotando a sus guerreros y un jefe negro, como él mismo, luchaba hombro con hombro con los espantosos combatientes del bando enemigo.

Kaviri luchó bravamente contra su antagonista; se daba cuenta de que la muerte le reclamaba y que lo mejor que podía hacer era vender su vida lo más cara posible. No tardó en resultarle evidente que, aunque se esforzara al máximo, todo su denuedo era inútil frente a la agilidad y el poderío sobrehumano de aquella criatura que no tardó en encontrar su garganta y derribarlo sobre el fondo de la canoa.

A Kaviri empezó a darle vueltas la cabeza —las cosas se tornaron confusas y borrosas ante sus ojos— y notó un dolor agudo en el pecho mientras jadeaba penosamente para recuperar el aliento de la vida que lo que tenía encima le estaba arrebatando para siempre. Luego perdió el conocimiento.

Al abrir de nuevo los ojos descubrió, con gran sorpresa, que no estaba muerto. Yacía fuertemente ligado en el fondo de su propia canoa. Una impresionante pantera, sentada sobre sus cuartos traseros, no le quitaba ojo.

Kaviri se estremeció, volvió a cerrar los párpados, convencido de que aquella feroz criatura iba a abalanzarse sobre él de un momento a otro y lo arrancaría definitivamente de la angustia de aquel terror.

Al cabo de un momento, en vista de que los despedazadores colmillos no desgarraban su cuerpo tembloroso, se aventuró a abrir otra vez los ojos. Un poco más allá de la pantera vio arrodillado al gigante blanco que le había vencido.

El hombre manejaba un remo e, inmediatamente detrás de él, Kaviri vio a varios de sus guerreros remando también de forma parecida a como lo hacía el hombre blanco. Y un poco más allá varios de aquellos monos peludos estaban sentados en cuclillas.

Al ver que el prisionero había recuperado el sentido, Tarzán se dirigió a él.

—Tus guerreros me han dicho que eres el jefe de un pueblo numeroso y que te llamas Kaviri.

—Sí —confirmó el negro.

—¿Por qué me atacaste? Vine en son de paz.

—Otro hombre blanco vino también «en son de paz» hace tres lunas —repuso Kaviri— y después de que le regaláramos una cabra, mandioca y leche, nos apuntó con sus armas de fuego y mató a muchos miembros de mi pueblo. Luego se llevó todas nuestras cabras y a muchos de nuestros jóvenes, hombres y mujeres.

—Yo no soy ese otro hombre blanco —replicó Tarzán—. No te hubiera causado el menor daño de no haberme atacado tú. Háblame de ese individuo, ¿qué aspecto tenía la cara de ese mal hombre? Ando a la búsqueda de uno que me ha afrentado. Es posible que se trate de la misma persona.

—Era un hombre de rostro vil, cubierto por una gran barba negra. Un hombre perverso, muy perverso… Sí, realmente malvado.

—¿Llevaba consigo un niño blanco? —preguntó Tarzán, y su corazón casi dejó de latir mientras esperaba la respuesta del indígena.

—No,
bwana
—contestó Kaviri—, el niño blanco no iba con ese hombre… Estaba en la otra partida.

—¡Otra partida! —exclamó Tarzán—. ¿Qué otra partida?

—La que iba persiguiendo el hombre blanco muy malvado. La formaban un hombre, una mujer y un niño, todos blancos, y seis porteadores mosulas. Pasaron río arriba tres días antes de que apareciese el hombre blanco muy malvado. Creo que huían de él.

¿Un hombre, una mujer y un niño blanco? Tarzán estaba perplejo. El niño debía de ser su pequeño Jack, pero ¿quién podía ser la mujer?… ¿Y quién podía ser el hombre? ¿Cabía la posibilidad de que uno de los cómplices de Rokoff se hubiese puesto de acuerdo con alguna mujer —una mujer que estuviese conjurada con el ruso— para quitarle el niño a Rokoff?

Si ese era el caso, sin duda tenían el propósito de regresar a la civilización con el niño, dispuestos a pedir una recompensa o a seguir reteniendo a Jack hasta que obtuvieran un rescate a cambio de liberar al pequeño.

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