El bosque de los corazones dormidos (9 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El recuerdo de aquella escena me produjo un escalofrío.

—Qué triste…

—No contaba con que mi abuela se reuniera con ella un mes después.

—Lo siento mucho, Clara.

—No te preocupes. No sé por qué te he contado todo esto.

—Tal vez porque tú y yo estamos empezando a ser amigas —dijo antes de plantarme un beso en la mejilla.

El autocar estaba casi vacío. El murmullo de las conversaciones se fue diluyendo hasta que el silencio se adueñó de cada rincón del vehículo. Poco a poco, una agradable modorra se fue apoderando de mí. Cerré los ojos. Dejé que el runrún y el vaivén del autocar acunaran mi sueño mientras Berta escuchaba McFly en mi iPod.

Cuando el autocar pisó Colmenar, me encontraba profundamente dormida. Berta sacudió mi hombro para despertarme.

Había dejado de llover. Mientras me ponía el abrigo, vi a Braulio a través de la luna delantera del autocar. Deduje que había venido a buscarme. Sacudí la mano y él imitó mi movimiento con una sonrisa que yo le devolví.

Berta nos miró a los dos y me guiñó un ojo.

Me encogí de hombros.

De pronto, la cara de Berta palideció. Parecía asustada.

—¿De dónde has sacado esa flor? —dijo señalando la solapa de mi abrigo.

Me pareció increíble que mi florecilla provocara en ella aquella reacción.

—Me la trajo el viento, ¿por qué me lo preguntas?

Los ojos de Berta adquirieron un matiz verdoso al tiempo que su voz se teñía de misterio.

—Porque esa flor solo crece en una parte del bosque en la que nadie debería aventurarse.

Agua caliente para el alma

B
raulio me abrió la puerta del coche para que me acomodara en el asiento del copiloto. Me sentí segura y aliviada de no tener que pedalear hasta la Dehesa. Con la rodilla vendada y el mensaje de Woodhouse todavía fresco en mi mente, no me apetecía mucho adentrarme sola por aquel camino oscuro.

Las palabras de Berta sobre la procedencia de la flor también habían conseguido inquietarme un poco. Me hubiera gustado preguntarle a qué lugar del bosque se refería, pero había desaparecido con la llegada de Braulio.

Le observé con curiosidad mientras conducía. Estaba empezando a acostumbrarme a su presencia providencial. Desde que lo conocía, me había sacado de más de un apuro. Estudié sus facciones a la escasa luz del salpicadero. Bajo las gafas de pasta, sus rasgos eran suaves. Tenía la mandíbula ovalada, los ojos a juego con su pelo castaño y unos labios finos torcidos en una sonrisa juguetona. Me pareció que su expresión reflejaba una alegría triunfal.

—Pareces contento.

—Hoy he tenido un buen día —contestó sin dejar de sonreír—. ¿Qué tal el tuyo?

—Los he tenido mejores… —Fruncí el ceño al recordar el encuentro con mi tío y el mensaje amenazador de mi correo.

—¿Has discutido con Berta? No le hagas mucho caso… Tiene un carácter de mil demonios.

—¡Qué va! Berta me cae bien.

—Así que era con ella con quien habías quedado en Soria… De haber sabido que el plan era un día de compras entre amigas, no habría insistido en acompañarte esta mañana.

—Cuéntame qué te ha pasado para estar de tan buen humor —dije cambiando a propósito de tema.

—He ayudado a Lola a dar a luz.

—¿En serio? —pregunté impresionada—. ¿Quién es Lola?

—La vaca que abastece de leche fresca a todo el pueblo. Es toda una autoridad en Colmenar, no te creas.

—¡Vaya honor! ¿Y qué tal se ha portado?

—Como una valiente. El parto ha sido complicado porque el becerrito venía de nalgas, pero todo ha salido bien.

—Con la ayuda de Braulio, el joven y apuesto veterinario de Colmenar —dije imitando el tono periodístico de los reporteros de España Directo.

Rió con ganas antes de confesar:

—Estaba muerto de miedo. Es la primera vez que hago algo así solo, pero el veterinario de zona está enfermo y no me ha quedado otra. —Enmudeció un instante antes de continuar—. Por cierto, Clara…

—¿Sí?

—Gracias por lo de apuesto.

Braulio apartó un instante la mirada del camino para buscar la mía. Me quedé en silencio. ¿Le había llamado guapo a la cara? Agradecí que no pudiera percibir el rubor de mis mejillas en la oscuridad. Sus labios se curvaron en una sonrisa antes de detener el coche y apagar las luces.

Miré afuera, pero estaba demasiado oscuro para ver nada que no fuera la vaga silueta de los pinos a nuestro alrededor. Nos guiamos por la luz de la luna para dar con la entrada de la Dehesa.

—Deberías dejar siempre encendida una luz exterior, Clara. Hoy hay luna llena y es fácil guiarse, pero en noche cerrada podrías despistarte y perderte a pocos metros de tu casa. La luz te hará de faro si algún día se te hace tarde al volver o te sorprende una niebla densa en el bosque.

—Tienes razón —reconocí.

—Y abrígate siempre cuando salgas por la tarde. En esta época del año, las temperaturas caen en picado cuando anochece. No pretendo asustarte, pero si te perdieras en el bosque con ese abriguito no durarías ni unas horas.

—Lo tendré en cuenta… Aunque nunca salgo de casa cuando anochece.

La puerta cedió antes de que la llave girara. Fue justo en ese instante cuando me di cuenta de que algo no iba bien. La cerradura estaba forzada. Alguien había entrado en casa… Busqué a tientas el interruptor con el corazón en un puño. En aquel momento agradecí la presencia de Braulio y que me cogiera de la mano.

La luz dio forma al desastre. Mis ojos se abrieron tanto como mi boca. No pude hacer nada por reprimir un grito.

—Hijos de… —murmuró Braulio tan asombrado como yo.

El salón estaba patas arriba. Alguien se había entretenido en derribar la mesa y las sillas. Había cacharros de cocina y piezas de vajilla por todas partes. Encontré cenizas de la chimenea mezcladas con cristales y hojas de mis apuntes.

—¿Hay algo de valor en esta casa? —preguntó Braulio con el cuello tenso.

—No, que yo sepa… —contesté aterrorizada; por suerte, había gastado el dinero que me quedaba y ese mismo día había sacado más efectivo en Soria—. En el desván hay algunos muebles viejos, pero no parecen muy valiosos.

Para entrar tuvimos que sortear los restos de aquel destrozo. Mientras levantaba las piernas para no tropezar, ayudada por la mano de Braulio, me pregunté entre lágrimas qué desalmado podía haber hecho todo aquello y, sobre todo, qué motivo había tenido para hacerlo.

Subí, seguida por Braulio, al piso de arriba y entré con cautela en mi habitación. Contuve el aliento al encender la luz. En ella reinaba el mismo orden que por la mañana. Asomé la nariz en la habitación de mi tío y en el desván y tuve la misma sensación.

Asombrada, volví con Braulio al salón.

Excepto algunos vasos rotos y una silla a la que le habían arrancado de cuajo una pata, el resto era solo desorden. Entre los dos le dimos la vuelta a la mesa, limpiamos el suelo y recogimos aquel caos.

Una hora después, todo estaba en su sitio. Tan solo el cristal roto de una ventana y la pata de la silla que habían usado para destrozarlo delataban lo ocurrido.

Dejé escapar un suspiro de cansancio mientras guardaba la escoba y algunos enseres de limpieza en el armario.

—Intentaré arreglarte esa ventana —dijo Braulio mientras encendía la chimenea—. ¿Por qué no te das una ducha caliente mientras tanto? Te sentirás mejor.

—Ojalá pudiera… En esta casa no hay agua caliente. Cada vez que quiero darme un baño, tengo que calentar diez ollas.

El tono burlón de su risa me dejó perpleja.

—No te parecería tan gracioso si estuvieras en mi pellejo —me quejé con voz lastimera.

—Esta casa es antigua, pero no prehistórica. Me río porque sí tienes agua caliente. Basta con darle aquí. —Braulio hizo girar una llave de paso que había junto a la cocina de leña—. ¿No te explicó esto tu tío?

—Creo que se le olvidó. O tal vez no confiaba en que pasara más de una noche en esta casa… —deduje mientras entraba en el baño y giraba con cierta desconfianza el grifo.

Después de semanas de lavarme como un gatito con agua fría o calentando ollas, no acababa de creerme que aquello fuera tan sencillo.

Dejé que mi mano se empapara antes de salir del baño y lanzarme de forma impulsiva al cuello de Braulio.

—¡Funciona! —grité emocionada—. ¡Eres un genio!

Braulio recibió mi abrazo con entusiasmo y me asió por la cintura haciéndome girar en volandas. Luego me miró a los ojos en silencio. Me arrepentí enseguida de aquel gesto espontáneo al tiempo que me esforzaba en que mi rostro no reflejara la turbación que sentía.

—Anda, dúchate —dijo Braulio mientras me desasía con suavidad.

Tras cerrar la puerta, dejé que el agua caliente corriera libre mientras yo me desnudaba. El vapor se adueñó del lavabo. Un suspiro de alivio escapó de mis labios al entrar en la ducha. Había varios botecitos de jabones naturales dispuestos sobre una repisa. Escogí uno de miel para el cuerpo y un champú de jazmín para el pelo. El agradable aroma que desprendían en contacto con mi piel me hizo gemir de placer. Dejé que el agua arrastrara todo el cansancio por el desagüe.

Luego me sequé bien el cuerpo y me enrollé una toalla en el pelo. Tenía toda la ropa en el piso de arriba, así que me ajusté bien el albornoz antes de salir al salón.

La chimenea funcionaba a toda leña y sentí el impulso de acercarme un instante a ella.

Braulio estaba sentado en el sofá. Había tapado la ventana rota con una madera y había puesto algo en el fuego de la cocina que olía de maravilla.

—Ven a mi lado, Clara. Caliéntate un rato en la chimenea.

Me dejé caer en el sofá. Al instante, las llamas del hogar calentaron mis mejillas.

—¿Crees que deberíamos avisar a la policía? —pregunté después de un silencio.

Braulio dudó un instante antes de responder:

—Bueno, no se han llevado nada.

—¿Cómo lo sabes? —dije extrañada.

—Has dicho que no había nada de valor.

—Tal vez debería avisar a mi tío —añadí con poca convicción al recordar nuestro encuentro en el hospital.

—No te preocupes. Mañana iré con el coche a poner la denuncia; pero está claro que este no es un lugar seguro. Deberías instalarte en Colmenar. Si no quieres estar con tu tío, puedes quedarte en mi casa. Aquí estás demasiado expuesta… y sola.

—Gracias por todo lo que haces por mí —le interrumpí conmovida.

—Lo hago encantado.

—La verdad es que no estoy acostumbrada a que me cuiden tanto.

—No me lo creo. Seguro que en Barcelona hay más de un chico…

—¡Que va! No tengo muchos amigos… No se me dan bien las personas.

Me sorprendió que esa frase saliera de mis labios, no tanto por su sentido, sino porque días atrás la había pronunciado de igual forma alguien a quien detestaba. Alguien muy diferente a mí… ¿Quería eso decir que mi tío y yo no éramos tan distintos, después de todo?

—¿Qué les pasa a los chicos de ciudad? —bromeó Braulio—. ¿Están todos ciegos o es que son tontos de remate?

Reí con timidez.

En aquel momento, el nudo de la toalla de mi cabeza se deshizo dejando mi pelo húmedo al descubierto.

—No me había fijado en que tu pelo tiene reflejos rojos —susurró mientras atrapaba un mechón entre los dedos.

—Es por las llamas… —contesté bajito señalando la chimenea con la barbilla.

Me sentí confusa cuando colocó el mechón detrás de mi oreja y sus dedos recorrieron con ligereza el contorno de mi cuello. El albornoz se abrió levemente mostrando un hombro. Sus ojos se posaron en él un segundo antes que su mano.

Al recordar que no llevaba nada debajo, me ruboricé.

—Será mejor que suba a vestirme —dije separándome con suavidad.

Mientras subía las escaleras, sentí un extraño hormigueo en el estómago. Me asaltó una mezcla de incomodidad y excitación por lo que estaba sucediendo. Y por lo que podía suceder a continuación.

Estaba alterada, y no era solo por el asalto que había sufrido la casa.

Los corazones dormidos

C
uando bajé de nuevo al salón, la mesa estaba puesta y la cena servida. Me sorprendió descubrir que, pese a las emociones, me sentía hambrienta.

Miré embelesada los destellos luminosos de las velas que Braulio había dispuesto entre varios recovecos en la pared de piedra. Sobre la mesa había dos platos de sopa, una fuente con muslitos de pollo y una jarra con agua.

La escena era tan perfecta, que nada delataba el desastre que nos habíamos encontrado unas horas atrás.

Me senté a su lado y llené su vaso. Advertí que me temblaba el pulso cuando dejé la jarra sobre la mesa y vi cómo se agitaba el agua.

—¿Estás bien? Pareces inquieta.

—Lo estoy —admití dispuesta a confesar solo un motivo—. Me preocupa que pueda volver.

—¿Quién?

—El que ha hecho estos destrozos —respondí sorprendida por la pregunta.

—Estoy seguro de que buscaba algo de valor, dinero tal vez. Al no encontrar nada, lo pagó con la casa. No creo que vuelva hoy, pero aun así… —dijo titubeante; intuí que no sabía cómo pronunciar lo que dijo a continuación—. Es mejor que hoy pase la noche contigo.

Antes de responder bajé la mirada. Llené la cuchara con cuidado y me la llevé a la boca con deliberada lentitud, pensando al tiempo que tragaba. La sopa estaba deliciosa. Volví a llenar la cuchara antes de levantar la vista.

—Te lo agradezco.

Tuve que reconocer que la idea de quedarme sola esa noche me inquietaba más que su presencia en sí. Aun así, no sabía si hablarle de Woodhouse. ¿Y si la persona que me amenazaba por mail era la misma que había estado en la Dehesa esa tarde? Tal vez debía denunciarlo también a la policía. Si se lo contaba, sabía que Braulio insistiría en que abandonara la casa, así que antes de explicárselo debía decidir si estaba dispuesta o no a hacerlo.

—De todas formas —dijo Braulio interrumpiendo mis pensamientos—, creo que deberías alejarte de aquí unos días.

—No quiero estar con mi tío.

—Hay otra opción…

—Tampoco quiero alojarme en tu casa. Es muy amable por tu parte, pero no tendría mucho sentido con mi tío viviendo en la calle de al lado. Sería… incómodo.

—Mañana me voy a Madrid.

Aquella frase me pilló desprevenida. No estaba segura de adónde quería llegar.

—A Madrid… —repetí.

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