El bosque de los corazones dormidos (5 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

Aparté ese pensamiento de mi cabeza y seguí caminando. Tal vez Braulio tenía razón, después de todo, al decir que los de ciudad somos desconfiados.

Pensé también en mi tío. En algún momento tendría que ir a verle. No es que tuviera mucho interés en hacerlo… Según Braulio, no había sido nada grave y yo no estaba muy segura de que mi visita pudiera alegrarle lo más mínimo. Estaba claro que yo no le caía bien. Pero tampoco podía olvidar que él era mi único familiar y que lo correcto era pasarse por el hospital. Si además me presentaba con un buen puñado de frutos rojos, le demostraría lo bien que me las arreglaba yo solita en el bosque. Braulio me había explicado incluso cómo conservarlos en azúcar para que no se echaran a perder hasta que mi tío pudiera elaborar sus mermeladas. Claro que para eso… ¡primero tenía que encontrarlos!

Después de un buen rato, hallé por fin unas zarzas con moras y un arbusto con frutos violáceos. Deduje que eran endrinas. Braulio me había explicado que son las bolitas moradas con las que se destila el pacharán. También me había dicho que no encontraría fresas o frambuesas a menos que subiera a los claros más altos del bosque, así que empecé a caminar monte arriba.

El sendero se adentraba cada vez más en el corazón del bosque.

Andaba con paso decidido, casi a saltos. El sol se filtraba por las rendijas de los altos y frondosos pinos emitiendo destellos de luz. De vez en cuando, unos robustos robles aportaban su matiz otoñal y mullían el suelo de hojarasca. Disfruté con el chasquido de mis pisadas hasta que un grito humano me hizo frenar en seco.

No era un grito de terror, sino más bien de júbilo, seguido de un chapoteo en el agua.

Ahora que ya no oía el crujido de mis pasos sobre las hojas secas, pude precisar de dónde venía aquel ruido. Salí del sendero para acercarme un poquito más.

Un chico se estaba bañando en el río como si fuera pleno agosto. El agua bajaba directamente de las montañas, así que intuí lo helada que debía de estar. Me estremecí al ver cómo sumergía la cabeza en el río y la sacaba seguida de un aullido y una estrepitosa carcajada.

Yo también reí, contagiada de su sorprendente alegría. «Solo un loco podría encontrar placer en una tortura semejante», pensé. Me pregunté si sería de Colmenar o de algún pueblo cercano. Su melena rubia me hizo pensar que podía tratarse de un hippy alemán o de algún país nórdico. Eso explicaría, al menos, su resistencia a las gélidas aguas.

Desde mi posición, entre los árboles y tapada por los helechos, podía observarle sin ser descubierta.

Era alto y tenía un cuerpo bonito. Perfecto. Esbelto y bronceado. Sus músculos estaban bien definidos, pero no me pareció la clase de torso que se esculpe en un gimnasio, sino más bien con algún tipo de trabajo duro. Había algo salvaje en sus formas. Estaba de espaldas y no pude verle la cara, pero me recreé admirando su espalda firme, sus piernas y su trasero. El deseo pícaro de que se diera la vuelta se esfumó al instante al notar un movimiento de hojas a mis pies. No pude reprimir un grito al ver cómo una culebra se paseaba a su antojo entre mis piernas.

Me levanté deprisa de mi escondite para librarme de ella. Lamentablemente, no fue la única en huir despavorida al escuchar mi alarido. El movimiento de aquel chico fue tan veloz, que me fue imposible saber por dónde se había ido.

Mientras recuperaba el pulso, me reí de mí misma y de aquella escena surrealista. ¿De dónde habría salido aquel chico? Estábamos muy alejados del pueblo, así que imaginé que tendría algún tipo de vehículo al otro lado del río.

Concentrada de nuevo en mi misión, decidí adentrarme un poco más en el bosque y abandonar el sendero durante unos metros. Todavía no había ni una sola frambuesa en mi cesta y no estaba dispuesta a volver a la Dehesa sin los deberes hechos.

Después de media hora más de camino, el sol empezó a taparse con un gran nubarrón. No pasaron ni cinco minutos antes de que chispeara. Pensé que pronto pararía, así que me calé bien la capucha sobre la cabeza y seguí monte arriba.

Una parte de mí, la más prudente, me avisaba del peligro de adentrarme en el bosque sin seguir la senda y con amenaza de tormenta. La otra, la que dominaba mis pasos, me decía que solo era una nube de otoño y que no me resultaría complicado localizar de nuevo el camino en aquel bosque libre de matojos.

Me giré para ver si todavía era visible desde donde estaba cuando mis ojos se detuvieron en un árbol. Había algo atrapado en una de sus ramas más bajas. Me pareció un trozo de tela y me acerqué a comprobarlo. Tuve que ponerme de puntillas para atraparlo. No era simplemente el jirón de alguna prenda como había esperado. Lo miré con curiosidad; era un muñeco con algún tipo de relleno blandito en su interior. Tenía un corazón dibujado a la altura del pecho con tinta roja y dos botones cosidos a modo de ojos. Y, lo más terrorífico, agujas clavadas en ellos.

Impresionada, lancé aquel muñeco de vudú al suelo y corrí en busca del camino. Me había alejado demasiado y ahora quería volver a casa a toda prisa. En mi huida, reconocí nuevos signos extraños: la dentadura de un animal colgada en la rama de un árbol y varias montañitas de piedras con dos palitos cruzados sobre ellas. Estaba segura de no haber pasado por allí antes. Así que solo podía significar dos cosas. La primera, que estaba perdida. La segunda —y no había que ser muy lista para darse cuenta— que me encontraba en zona peligrosa.

El pánico se apoderó de mí al no encontrar rastro del camino. Había perdido de vista el río y no sabía hacia dónde debía dirigirme. La fina lluvia se había convertido ahora en una densa cortina de agua que obstaculizaba mi visión y me calaba hasta los huesos.

Concentré todo mi esfuerzo en recordar por dónde había venido. Imposible. El bosque me pareció una repetición exacta del mismo pino hasta el infinito.

Y cuando más asustada estaba, vi algo que me heló la sangre. En una pradera cercana, una cabaña de madera lanzaba una negra humareda por su chimenea.

Me quedé un instante paralizada contemplando aquella escena. ¿Sería la cabaña del diablo? ¿Habitaría en ella algún ermitaño, viejo y peligroso, o, peor aún, el espíritu de Rodrigoalbar invocado por todas aquellas señales de brujería? En aquel paraje, rodeada de árboles, resultaba más fácil creer en todas esas historias.

Corrí en dirección contraria, tan aprisa como me permitieron mis pies. Estaba completamente empapada, pero no tenía frío; solo era capaz de sentir una terrible angustia.

Mis lágrimas se confundían con los gotarrones de lluvia que surcaban mi cara. Me limpié con la manga y pestañeé un par de veces. Algo extraño brilló a varios metros, delante de mí y un poco a la izquierda. Era un haz de luz producido con algún objeto brillante, como un espejo. Vacilé unos segundos. No sabía si aproximarme o huir de esa señal. Al final opté por acercarme a ella. Confié en que fuera algún resto olvidado por un excursionista en el camino. El reflejo parecía moverse, buscando mi atención. Sin apenas pensar en ello, avancé a la carrera, chocando con las ramas salientes de los árboles.

Perdí la cesta mientras corría, pero, asustada como estaba, no me permití pararme ni un segundo a recuperarla.

Mientras avanzaba entre los árboles, me pregunté si aquella luz me mostraría el camino de vuelta a casa o me arrastraría más allá de los confines del bosque.

Tardé poco en descubrirlo. No pude evitar dar saltos de alegría al pisar de nuevo el sendero. Nítido y sinuoso, me invitaba a regresar a la Dehesa.

Busqué en vano el trozo de espejo o cristal que me había llevado hasta allí.

Llegué a casa en menos de una hora. El camino era de bajada y yo avanzaba deprisa. Tan solo aminoraba la marcha para coger de nuevo fuerzas y seguir corriendo.

Abrí la puerta del torreón, me quité el anorak empapado y me dirigí a la chimenea. Por suerte, quedaban unas brasas. Tardé poco en conseguir unas llamas con las que calentarme. Después subí a por ropa limpia y me cambié frente al hogar. Solo me faltaba tomar algo caliente para sentirme de verdad reconfortada. Sin embargo, mientras hervía el agua para prepararme un té, vi algo que perturbó de nuevo mi ánimo.

Sobre la enorme mesa de roble había algo que no debía estar allí, algo que había perdido en el bosque… Algo que no podía haber llegado hasta allí por sus propios medios.

La cesta de mimbre.

¿Pueden los fantasmas traer flores?

D
os semanas después, había empezado a acostumbrarme a aquella presencia extraña.

Había acumulado suficientes pruebas como para admitir que alguien —o algo— me perseguía y trataba de asustarme con sus trucos.

El rostro tras el cristal de la primera noche podría haberlo atribuido a un sueño si solo se hubiera manifestado de esa forma. Del mismo modo, podría haberme convencido de que nadie cambiaba las cosas de sitio y que solo era fruto de mi despistada cabecita, demasiado trastornada tras lo ocurrido con mi abuela y mi madre… Sin embargo, la aparición de la cesta que había perdido en el bosque lo cambiaba todo.

Tal vez por el entorno misterioso que rodeaba aquella casa solitaria, descarté que esa presencia pudiera ser una persona real y no un fantasma. Sabía que era ridículo, pero aun así estaba profundamente convencida de ello.

Hubo nuevas pruebas: me faltaban cosas y desaparecía comida de la despensa. Eso me obligaba a bajar al pueblo con mayor frecuencia. Cada vez que lo hacía, visitaba a Braulio. Él siempre insistía en que debía quedarme en Colmenar y que la Dehesa no era un sitio seguro, así que no le hablé de esa presencia extraña. No quería darle argumentos y, sobre todo, no quería hablar de ello con nadie. Tenía la extraña creencia de que aquello no me haría daño.

Lo más razonable hubiera sido huir de la Dehesa, llamar a mi tío al hospital, explicarle lo que sucedía y alojarme en su casa de Colmenar; pero su frase de despedida, «Si tienes problemas, no me llames», aún resonaba en mi cabeza.

No voy a negar que una punzada de pánico me sobrecogía con cada nuevo suceso pero, de alguna manera, era capaz de controlar el miedo y extraer de él un placer morboso.

Había dejado de tenerle miedo al miedo. O, al menos, lo prefería a la profunda tristeza que había sentido en la ciudad. La sangre corría de nuevo por mis venas, aunque a veces se me helara de espanto.

Supongo que estar asustada me distraía de mi drama personal. Hacía que no pensara en todo lo ocurrido… También me mantenía alerta; como si hubiera un misterio detrás de todo aquello esperando a que yo lo resolviera.

Había noches en las que todavía me dormía llorando, sola y asustada, y lamentaba mi decisión de quedarme en aquel caserón; pero en cuanto amanecía y los rayos de sol se adueñaban de él, me sentía de nuevo fuerte y cambiaba de opinión.

La mayor parte del tiempo disfrutaba de mi aislamiento. Estudiaba los apuntes que me descargaba de Ángela, leía y paseaba por las inmediaciones de la Dehesa, sin alejarme demasiado del camino.

Sentía que algo me unía a aquel lugar y que la casa, en cierto modo, me tenía atrapada.

Esto último pude percibirlo de manera tangible la tarde en la que por fin subí a inspeccionar el desván.

Hacía días que retrasaba el momento. Aquella habitación, cerrada durante quién sabe cuántos años, me inquietaba y me fascinaba por igual. En su interior intuía recuerdos de familia sepultados bajo el polvo y el olvido.

Antes de subir las escaleras, cogí una vela del salón y una cajita de cerillas. Pasaban unos minutos de las seis, pero pronto anochecería y no estaba segura de que hubiera conexión de luz en el desván.

Mientras metía la llave en la cerradura, me acordé de la lechuza. Sabía que aún era pronto para ella y que probablemente no se acomodaría en su refugio hasta la medianoche; aun así, contuve el aliento al girar la llave.

La cerradura oxidada chirrió antes de dejarme el paso libre.

Una luz blanca penetraba escasamente por un pequeño tragaluz sin cristal y cubierto de telarañas. El cuarto era frío pero, al menos, estaba bien ventilado y hacía más soportable el olor nauseabundo que lo inundaba.

A pesar de eso, reinaba un cierto orden. De no ser por el polvo y la suciedad acumulados, aquella sala me habría parecido el bazar de un buen anticuario. Había muebles antiguos y objetos dispuestos junto a las paredes. Recorrí la sala contemplando algunos de ellos. Eran piezas de madera en su mayoría, pero también había reliquias de plata y bronce, así como un sofá raído de estilo rococó.

Me detuve frente a un espejo de marco dorado. Su cristal nebuloso tenía un tono verdoso. Mientras contemplaba mi propio reflejo me pregunté quién se habría mirado en él por última vez. Mi otra yo ofrecía un aspecto extraño. Tenía la tez muy blanca y el pelo oscuro le caía en cascada sobre los hombros. Me miró a los ojos. Eran de un verde distinto, más intenso y distante. Su boca se torció en una mueca que no llegó a ser sonrisa…

Y de nuevo ese olor.

La brisa que entraba limpia, atravesando las verdes copas de los pinos más altos, se contaminaba nada más cruzar la claraboya. Me acerqué al fondo del desván. Los restos de varios ratoncitos, apilados en un rincón y rodeados de plumas blancas, tenían la culpa. Me estremecí y me tapé la boca con repugnancia.

Justo cuando me disponía a salir de aquel cuarto, mis pies tropezaron con algo. Me agaché a recogerlo. Era un cuaderno con tapa de seda china. Rocé con las yemas de los dedos la preciosa cubierta antes de soplarle el polvo y deshacer el lazo que lo contenía.

Era un álbum de fotos.

Suspiré emocionada al contemplar la primera fotografía: una imagen en sepia de una chica muy parecida a la que me había mostrado un minuto antes el espejo. Era mi abuela.

Pasé la página. En la siguiente foto, un grupo de personas muy sonriente posaba frente a la puerta de la Dehesa. Reconocí enseguida a mis abuelos, a mi tía y a mi madre.

«Todos muertos», pensé con tristeza.

Contemplé la foto durante un instante con un nudo en la garganta. A punto de liberar un suspiro amargo, el sonido de un portazo me sobresaltó.

Un golpe de viento había cerrado la puerta del desván.

Me precipité hacia ella con la intención de abrirla y salir al instante, pero me fue imposible. La puerta no tenía pomo y había dejado la llave puesta al otro lado. Intenté forzarla con mi cuerpo; la puerta ni se inmutó. La golpeé varias veces con los puños, esperando una señal del otro lado. ¡Como si alguien pudiera oírme!

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