El bosque de los corazones dormidos (3 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

A los pocos segundos, la luz de un relámpago iluminó algo en la ventana.

Un rostro.

No tuve tiempo de distinguir bien sus facciones, pero estaba segura de lo que había visto: dos ojos brillantes observándome impasibles desde el otro lado del cristal.

Era la mirada de una persona.

Me tapé la cabeza con la almohada y lloré hasta quedarme dormida de agotamiento.

Berta y Braulio

C
uando abrí los ojos por la mañana, algo esencial había cambiado: ya no estaba asustada.

La noche se había esfumado, y con ella todos sus demonios. Una luz clara bañaba el salón.

Me levanté del sofá de un salto y me acerqué a la ventana. Había un pajarillo revoloteando al otro lado, justo en el mismo lugar donde había visto aquel rostro la noche anterior. Sacudí la cabeza para librarme de esa imagen. ¿Cómo podía ser tan real una alucinación? Preferí no darle más vueltas al asunto. La tormenta y el cansancio me habían jugado una mala pasada, pero todo eso quedaba ya atrás.

La lluvia se había filtrado en la tierra haciendo que el paisaje, verdísimo, brillara con intensidad. El cielo, recién lavado tras la tormenta, también lucía su mejor azul.

Superada mi primera noche en la Dehesa, amanecía un nuevo y radiante día.

El caserón estaba caldeado y pensé que había llegado el momento de acomodarme en mi nuevo hogar. Agarré varias bolsas y mochilas y las subí al piso de arriba. Escogí el dormitorio de la cara oeste, el que daba a la entrada principal. Tenía una enorme cama de hierro forjado con un colchón enrollado y varios muebles de pino: una mesita, un armario de dos puertas y un escritorio antiguo. Mientras colocaba en él los libros y el ordenador portátil, me llamó la atención un cajoncito situado a un lado del mueble. Intenté abrirlo, pero estaba cerrado con llave.

Después de sacudir el polvo, colocar la ropa y hacer la cama, vestí las paredes con las mismas láminas que había descolgado el día anterior de mi habitación. Ambientar aquel cuarto con mis grupos de música favoritos y con mis cosas me hizo sentir extrañamente protegida.

Me senté en la cama y observé de nuevo la diminuta cerradura del cajón. Instintivamente me llevé la mano al cuello. Era de un tamaño similar a la llave que mi madre me había regalado siendo una niña. Me la quité y la introduje en la apertura con expectación.

Dejé escapar una exhalación de sorpresa al ver cómo la cerradura cedía al movimiento de la llave.

El corazón empezó a latirme con rapidez. Había cargado con ella casi la mitad de mi existencia; fuera lo que fuese lo que contenía aquel cajoncito, había estado esperándome todo ese tiempo. Me imaginé a mi madre frente a ese escritorio, guardando en él algo que yo estaba a punto de descubrir… y no pude evitar emocionarme.

Mis ojos se enfrentaron con cierta desilusión al gran misterio: otra llave más grande. Me pregunté si esta tardaría lo mismo en encontrar su sitio y si abriría un nuevo enigma. Tal vez todo aquello no era más que el inicio de un juego, como esas muñecas rusas que albergan otra muñeca en su interior, y esta a su vez otra, y esta a su vez otra…

Hice girar la nueva llave entres mis dedos. Parecía muy antigua y estaba oxidada. Me la guardé en el bolsillo.

El sonido de mis tripas me recordó que hacía tiempo que no comía nada. Por primera vez en días, estaba hambrienta. Bajé la escalera a toda prisa, pero, justo cuando estaba al final del tramo, tuve un presentimiento.

Volví a subir los peldaños de dos en dos hasta el último piso.

Me quedé unos segundos frente la puerta. Ya había intentado abrirla, sin éxito, en dos ocasiones. Esta vez estaba segura de conseguirlo. Saqué la llave y contuve la respiración.

Estaba tan excitada ante la perspectiva de lo que encontraría al otro lado, que no oí el resoplido, profundo y acompasado, que tanto me había asustado la noche anterior.

La puerta se abrió emitiendo un chirrido. Mi euforia se transformó en pánico cuando mis ojos se toparon con los de aquella criatura. Eran enormes, redondos y amarillos. Ambas gritamos.

Medía unos treinta y cinco centímetros de largo y casi el doble de envergadura. Su cabeza era muy redonda y su plumaje, blanco inmaculado.

Era una lechuza.

Antes de levantar el vuelo y salir por la misma claraboya por la que había entrado, dejó caer el cuerpo mutilado de un ratoncito muerto.

Me llevé las manos a la boca y cerré de un portazo. Después me reí de mí misma y del miedo que me había hecho pasar aquel animal. A pesar de su impresionante mirada, aquel bicho no era más que un ave inofensiva.

Estaba convencida de que en aquel desván encontraría cosas interesantes… pero me reservé la emoción para otro momento. Quería bajar al pueblo a por provisiones. La despensa estaba vacía y, en mi mochila de mano, solo me quedaba una barrita de cereales.

Necesité de toda mi concentración para pedalear en aquella
mountain bike
sin caerme por el camino. En Barcelona era usuaria del Bicing
[1]
, pero aquel terreno irregular, lleno de obstáculos, poco tenía que ver con el asfalto firme de la ciudad. Aun así, avanzaba a toda velocidad. Notar el sol en las mejillas, después de días de lluvia y llanto, me hizo sentir de nuevo viva. Me sorprendí a mí misma canturreando.

Como todo era bajada, recorrí los diez kilómetros que separaban la Dehesa de Colmenar en apenas una hora. Aunque la perspectiva de subir de regreso todo aquel camino me asustaba, traté de no pensar en ello y disfrutar del paisaje.

Mientras pedaleaba, me sorprendió el sonido de un helicóptero sobrevolando el bosque.

Ya en la entrada de Colmenar, cuando el camino de tierra se unía al empedrado del pueblo —y cuando más confiada me sentía de mi habilidad ciclística—, perdí el equilibrio y estuve a punto de chocar contra un camión parado. En el derrape, una gran caja se interpuso a mi paso. La esquivé como pude, frenando a tiempo, pero la chica que la sostenía no pudo evitar que cayera al suelo. Yo caí tras ella en el arcén.

—¡Eh, tú, niñata, estás ciega o qué! ¿Por qué no miras por dónde vas?

—Lo siento mucho. No te he visto…

La chica se arrodilló en el suelo y se apresuró a comprobar el estado de la mercancía.

—Tienes suerte de que no se haya roto ni una copa. Te las habría hecho pagar todas como me llamo Berta.

La chica sacó una de la caja y la miró a contraluz para asegurarse de que no se había resquebrajado.

—Lo siento —repetí mientras me ponía en pie y me acercaba a ella cojeando. Me escocía una rodilla, pero me preocupaba más el faro roto de mi bicicleta. Ahora tendría que afanarme en volver pronto a la Dehesa si no quería perderme a oscuras en el bosque.

—Hay que ser muy lechuguina para entrar así en un pueblo —protestó la chica sin ni siquiera mirarme.

—¡Ni te he rozado! La única que se ha hecho daño aquí soy yo —dije molesta—. Tu caja ha aparecido de repente y yo…

—Si quieres, me disculpo por interponerme en tu camino. ¿Desea la princesa que limpiemos las piedrecitas del suelo para que no tropiece la próxima vez, o prefiere, tal vez, que la recibamos con una alfombra roja cada vez que nos visite?

—La alfombra roja estará bien —dije tratando de ser graciosa para vencer su hostilidad—. Soy Clara.

—Lo sé —dijo ella rehusando mi mano extendida.

—¿Lo sabes?

—Esto es un pueblo. Las malas noticias corren como la pólvora.

—¿Soy una mala noticia?

—No nos gustan los extraños. Este es un pueblo tranquilo y la gente como tú solo trae problemas.

—Déjame adivinar… Tú debes de ser la embajadora de Colmenar, ¿a que sí? —sonreí con sarcasmo.

Berta no dijo nada. En lugar de eso, se acercó a mí, me miró a los ojos con dureza y levantó el dedo corazón a escasos centímetros de mi cara. Después dio media vuelta, recogió su caja y desapareció calle abajo.

La observé unos segundos tratando de entender su reacción. Aunque me sacaba un palmo largo, aquella chica no era mucho mayor que yo. A pesar de sus rudos modales, su aspecto era delicado. Tenía la piel muy clara y los ojos verdes.

—Adiós, Berta, un gusto conocerte —dije entre dientes para mí mientras me adentraba en Colmenar arrastrando la bici.

Recorrí las calles hasta dar con el único colmado del pueblo. Reconocí en un estante los botes de mermelada de mi tío y me recordé a mí misma que debía recoger frutos del bosque. Durante mi paseo en bici había localizado varias zarzas repletas de moras.

Tras cargar la mochila con alimentos para una semana, pregunté a la tendera:

—¿Hay algún café internet en este pueblo?

—Uy, maja, no sé. Déjame pensar…

Su silencio se prolongó tanto que pensé que aquella señora, con más edad de estar jubilada que al frente de un comercio, se había traspuesto. Estuve a punto de intervenir cuando dejó de frotarse su barbilla peluda y contestó:

—Sí, sí… En el café de Flora creo que hay karaoke todos los domingos.

Me esforcé en no soltar una risita justo antes de notar una mano en mi hombro.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Al volverme me encontré con un chico de unos veinte años. Llevaba un corte de pelo moderno —con greñas desfiladas y flequillo hacia un lado— y unas gafas de pasta negra. Me pregunté si sería de Colmenar.

—Necesito un ordenador con conexión —le expliqué.

—Sígueme.

Aquel chico me acompañó hasta la puerta del colmado y me señaló la casa de enfrente.

—Entra y sube al primer piso. Encontrarás la puerta de mi habitación abierta. Hay un portátil encendido sobre la cama. Puedes usarlo.

—Gracias —contesté perpleja.

—No hay de qué —dijo con una sonrisa antes de volver a entrar en el colmado—. Ponte cómoda.

Me sorprendió que aquel chico no me acompañara a su casa y dejara que una extraña se colara en su habitación. Pero Berta ya me había dejado claro que no era una desconocida en aquel pueblo. Me pregunté qué cosas se habrían comentado de mí.

Entré vacilante.

Estaba a punto de subir las escaleras cuando oí un ruido de cacerolas en la primera planta. Me acerqué algo cohibida.

Una mujer de unos cuarenta y tantos años trasteaba en la cocina. Esbozó una sonrisa al verme. A continuación, se secó una mano en el delantal y me la extendió a modo de saludo.

Supuse que era la madre de aquel chico.

—Tú debes de ser Clara —dijo—. Yo soy Rosa.

Estreché su mano y asentí sorprendida antes de explicarle mi intromisión.

—Su hijo me ha dicho que puedo utilizar su ordenador.

—Claro.

Rosa me acompañó hasta las escaleras.

—La primera puerta a la izquierda. Ponte cómoda, maja.

La hospitalidad de aquella familia hizo que me sintiera orgullosa de las raíces que me unían a ese pueblo.

Ya en la habitación, me senté en la cama y acomodé el portátil sobre mi regazo.

Sonreí al ver la imagen, algo cursi, que aquel chico tenía de fondo de pantalla: dos gatitos metidos en una cesta de mimbre. Tras entrar en mi correo electrónico, saqué mi pen drive de un bolsillo de la mochila y me pasé los apuntes que me enviaba Ángela.

Mi profesora no quería que perdiera el último año de bachillerato y me había hecho prometerle que seguiría el curso a través de sus e-mails. A cambio, yo pasaría unos controles online antes de presentarme a los exámenes finales. Había convencido al resto de los profesores para que emplearan el mismo método. Aun así, ella coordinaba todos los apuntes y me hacía de enlace con el responsable de cada materia.

Mientras se copiaba la información, entré en Facebook y leí los mensajes de Paula. Había colgado varias fotos. Para ser honesta, no sentí ni un ápice de envidia por sus juergas nocturnas. Aquel ambiente de discotecas y chicos y cervezas me producía pereza. Nunca he sido una persona muy sociable; no me van mucho las fiestas y el alcohol me sienta fatal. Sí deseé, en cambio, tumbarme en una playa soleada como la que se veía en alguna de sus fotos.

Después volví a mi correo y descubrí un mensaje nuevo con un inquietante asunto: «Estoy cerca». El remitente era un tal Woodhouse. No tenía ni idea de quién podía ser…

Querida Clara:

Esto no es una advertencia ni una amenaza. Es un hecho. Estoy cerca… Pronto estaré contigo. Y ese día tal vez desearás no haber nacido. No confíes en nadie, no pierdas de vista tu sombra. Estás a punto de emprender un viaje a las tinieblas. Allí nuestras almas estarán juntas por siempre y nada podrá ya separarnos.

W.

Cerré el correo y apagué el ordenador. Como broma no tenía gracia, pero ¿quién me lo enviaba? Muy pocas personas tenían mi e-mail. El pulso se me aceleró cuando comprendí lo que aquello significaba. Alguien me estaba acosando.

La puerta se abrió de repente y no pude evitar dar un respingo de sorpresa.

—Lo siento, ¿te he asustado?

El chico amable entró en su habitación y se sentó junto a mí, en el borde de la cama.

—No, no… —balbuceé—. Gracias por dejarme tu ordenador. Me llamo Clara.

—Yo, Braulio —dijo él girándose hacia mí y estampando dos besos en mis mejillas—. Estás… ¿temblando?

—Sí, creo que sí. Me ha entrado frío.

Braulio subió la temperatura de la calefacción un par de grados. Después vi que se fijaba en mi pierna.

—Estás sangrando.

Bajé la mirada. Había una mancha roja en mi vaquero, a la altura de la rodilla.

—Me he caído de la bicicleta —contesté sorprendida.

—Déjame ver… —murmuró reflexivo al tiempo que se arrodillaba a mis pies.

—No… no es nada…

Braulio me subió el pantalón y lo remangó por encima de la rodilla.

—Es una pequeña herida, pero más vale que la limpiemos…

Me intimidó cómo sonó su voz y cómo sus dedos fríos rozaron mi piel.

—No hace falta —dije poniéndome en pie—. Es solo una herida.

Enarcó una ceja.

—Está bien —me rendí.

Braulio limpió la herida con un algodón y un poco de alcohol. Lo hacía con delicadeza, pero aun así no pude evitar retirar un poco la pierna.

—Ay —gemí en voz baja.

Sonrió de forma pícara al tiempo que la cubría con una venda.

—Déjatela unos días. No es mucho, pero es mejor que cicatrice bien.

—Gracias.

—No hay de qué. Me va bien practicar.

—¿Practicar?

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