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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (10 page)

—¿Te gustaría venir conmigo? Estaré allí un par de semanas. Tengo algunos exámenes, pero me quedará tiempo libre. Hay tantos sitios que me gustaría enseñarte… Y, además, hay una exposición en el Prado sobre los renacentistas que te encantaría.

Seguía sin salir de mi asombro.

—Braulio… yo no… no puedo.

—¿Por qué?

—Tengo que estar aquí.

Era consciente de lo estúpida que sonaba mi excusa.

—Tenemos alojamiento —continuó obviando mi respuesta—. Mi abuela tiene un piso vacío. No es gran cosa, pero… estaremos bien allí.

El plan no sonaba mal. Nunca había estado en la capital e intuía que Braulio podía ser un guía estupendo. Sin embargo, pese a todo lo ocurrido, sentía que no debía separarme de aquella casa.

—Tengo que estar aquí… —repetí convencida.

—Joder, Clara, ¡deja de decir eso! ¿Qué hay en esta casa que te ata tanto?

—No lo sé… —musité sorprendida por su tono de voz.

—Lo siento —dijo apretando los dientes—. Me preocupa que pueda pasarte algo.

—Estaré bien. Tú mismo has dicho que no crees que vuelvan… Además —mentí—, quiero estar aquí cuando salga mi tío del hospital. Aunque no nos llevemos bien, es mi único familiar y no quiero disgustarle. Tal vez en otra ocasión…

—Está bien… —aceptó sin ocultar su decepción—. De todas formas, cuando regrese me convertiré en tu guardaespaldas personal.

—Creo que sabré cuidar de mí misma hasta entonces. A ver, repasemos: una luz exterior siempre encendida, abrigarme bien…

—Tener siempre el móvil disponible y a mano —continuó Braulio más animado—. Ah, y lo más importante… no coquetear con desconocidos.

—Especialmente con lobos salvajes y encantadores, ¿a que sí?

—Por supuesto. Podrían robarte tu cestita de arándanos… ¡Y quién sabe si algo más!

—¿Algo más? —pregunté con inocencia.

—Vamos… ya sabes a qué me refiero —sonrió con picardía—. Apuesto lo que sea a que eres una romántica que se reserva para el chico adecuado.

A pesar de que no había burla en sus últimas palabras, abrí la boca sorprendida ante aquella insinuación sobre mi virginidad. El brillo expectante de su mirada provocó que me ruborizara, delatándome. Para disimular la vergüenza, estrujé la servilleta de papel y se la lancé con fuerza a la cara.

—Así que quieres guerra, chica testaruda —rió al levantarse de la silla.

Antes de que pudiera reaccionar, me cogió en brazos y me lanzó sobre el sofá. Lo hizo con tal destreza y rapidez que solo me dio tiempo a emitir una débil protesta. Al momento fui víctima de un ataque de cosquillas. Reí hasta quedarme sin aliento.

Cuando conseguí liberar mis manos, entre risas, traté de golpear su pecho. Sin embargo, no había espacio entre su cuerpo y el mío. Braulio estaba completamente recostado sobre mí.

Las risas cesaron y nuestras miradas se encontraron a escasos centímetros. Sentí su respiración en mi cara mientras me esforzaba en recuperar la mía. El calor de las llamas bailando en la chimenea y el de su propio cuerpo hicieron que mis mejillas se encendieran.

Hundió su cara en mi pelo antes de decir:

—Mmm… Hueles a jazmín.

Después deslizó sus labios lentamente a lo largo de mi cuello.

—Braulio… —me estremecí al sentir el roce.

Se apartó levemente mientras sus ojos escrutaron mis labios con deseo.

—¿Podrías… levantarte? No puedo respirar.

Durante un instante, permanecimos en silencio, sentados en el sofá con la mirada esquiva. Él parecía contrariado, pero se esforzó en sonreírme antes de hablar.

—Es tarde. Deberías acostarte… Yo estaré bien aquí en el sofá.

Negué con la cabeza.

—Puedes dormir en la habitación de mi tío. Estarás más cómodo —respondí algo avergonzada.

Ayudé a Braulio a preparar su cama con sábanas limpias. Tras despedirme de él con un beso en la mejilla, me metí bajo las mantas dispuesta a perder la batalla contra el sueño.

Pero Orfeo no llegaba.

El viento ululaba con fuerza entre los pinos. Giré varias veces sobre mí misma sin encontrar la postura. Al final, me encogí como un ovillo y permanecí inmóvil. Sabía que solo era cuestión de tiempo…

Antes de dormirme escuché cómo Braulio pasaba las páginas de un libro en la habitación de al lado. Pensé en él y en lo ocurrido en el sofá. Después de revivir mentalmente la escena, reconocí que había deseado que me besara. Entonces, ¿por qué lo había frenado? Solo era un beso…

Argumenté confusión en mi defensa. No tenía claro qué sentía por él. Y, en cualquier caso, no solo era un beso. Aunque me avergonzara reconocerlo, era mi primer beso. A punto de cumplir los diecisiete, tal vez había rechazado mi mejor ocasión para estrenarme.

La casa estaba muy caldeada. Desde que vivía en la Dehesa, era la primera vez que pasaba calor. Me quité el pijama. Debajo llevaba una camiseta celeste de tirantes y braguitas a juego. Me acurruqué así bajo las sábanas. Un minuto después, ya estaba profundamente dormida.

Un extraño sueño se abrió paso en mi inconsciente.

Un rostro.

El rostro más bello que había visto en mi vida me miraba desde el otro lado de la ventana, iluminado por la vaga luz de la luna. Yo lo contemplaba embelesada desde la cama, mientras me decía a mí misma que aquella aparición no era de este mundo.

Admiré un instante cómo el viento mecía sus ondas doradas mientras él me atravesaba con sus ojos azules. Me levanté de la cama y me acerqué lentamente a la ventana. Mientras lo hacía, descubrí algo que me heló la sangre, más aún que el frío repentino que sacudió mi cuerpo casi desnudo.

No era un sueño.

El pánico se apoderó de mí y estalló en forma de grito agudo.

Corrí a la cama y me enterré bajo las mantas.

No tardé en oír unos pasos que se acercaban desde la habitación contigua. Braulio encendió la luz y corrió a mi lado.

—¡Clara! ¿Qué ha pasado?

Señalé la ventana incapaz de pronunciar palabra.

Braulio se asomó al exterior y, al volver a mi lado, me habló con voz dulce:

—No hay nadie ahí fuera. Además, seamos razonables, estamos a cierta altura. Es imposible que alguien pueda asomarse a tu ventana desde la calle.

Aquella respuesta me hubiera tranquilizado si realmente pensara que se trataba de una persona de carne y hueso.

Ahora sabía que mi fantasma era en realidad un ángel. Me pregunté si habría venido a buscarme… Y si aquello tal vez significaba que mi final estaba cerca.

—Tienes razón —admití mientras recuperaba el pulso—. Solo ha sido una pesadilla…

—Demasiadas emociones para un solo día —dijo antes de darme un beso en la frente.

—No te vayas… ¿Te importa quedarte un ratito conmigo?

—Claro —sonrió sentándose en el borde de la cama.

—¿Qué estabas leyendo? Hace un rato te he oído pasando páginas.

—Un libro de cuentos que tiene tu tío en la mesilla.

—¿Cuentos?

—Sí, son un poco cursis… pero hay uno que se salva. ¿Quieres que te lo lea?

—¡Sí, por favor! —exclamé emocionada como una niña.

Cuando salió de la habitación en busca del libro, me cubrí bien con la manta. Acababa de recordar que llevaba muy poca ropa.

Braulio se había puesto un pijama de mi tío. Era blanco y de algodón. Al fijarme, me recordó la ropa interior que lucen los vaqueros en las películas del oeste. Le sentaba bien.

Antes de empezar a leer, se sentó nuevamente en el borde de la cama y tomó mi mano.

Hace muchos años, hubo una joven princesa llamada Odelia. Sus padres, que deseaban que algún día se convirtiera en una reina justa, la habían educado con dureza y disciplina. Juegos, risas, besos y caricias eran consideradas distracciones que podían desviarla de su noble des tino.

Un fatal día, los reyes fallecieron y Odelia tomó posesión del reino. Asumió sus obligaciones con entereza sin derramar ni una lágrima, pues no había tiempo que perder. Siguiendo el ejemplo de sus padres, trabajó duro para que aquellas tierras fueran prósperas y sus súbditos cumplieran a rajatabla leyes y normas. La joven reina suponía que eran felices.

Ella amaba la soledad. Y lo hacía hasta tal punto que, a veces, recelaba de su propia sombra. Cada anochecer, cumplidos todos sus deberes, se retiraba allá donde el silencio se hacía audible.

Movida por un extraño deseo, un día montó su caballo y se alejó del reino. Después de horas cabalgando por polvorientos caminos, llegó a un bello y frondoso bosque. De pronto olvidó todas sus obligaciones y sucumbió ante la tentación de descansar en aquel hermoso lugar.

Estaba sentada sobre una piedra blanca cuando de repente descubrió en ella un corazón esculpido con una inscripción dentro: «María Abad vivió cinco años, cinco meses, una semana y tres días». Se sobrecogió al darse cuenta de que esa piedra era una lápida.

Odelia era una mujer dura, pero sintió tristeza al pensar que una niña tan pequeña estaba enterrada en aquel lugar.

Miró a su alrededor y vio otras piedras similares. Todas ellas tenían esculpido un corazón con un texto grabado en su interior.

«Alfonso Ruiz vivió seis años, nueve meses y dos semanas», leyó en otra de ellas.

Odelia se sintió conmocionada.

Aquel hermoso lugar no era más que un cementerio de niños. Todas las lápidas mostraban el nombre y la edad de algún difunto. Le impactó comprobar que el que más tiempo había vivido apenas sobrepasaba los diez años.

Embargada por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar por aquellos pobres niños cuyas vidas habían sido tan breves.

El cuidador del cementerio, que pasaba por ahí en aquel momento, la escuchó llorar y se acercó a ella. La observó en silencio un rato antes de preguntarle:

—¿Lloras por algún familiar?

—No, no —respondió secándose las lágrimas—. Lloro por estos niños muertos. ¿Qué le pasa a este reino? ¿Qué terrible maldición pesa sobre él que os obliga a construir un cementerio solo para niños?

El anciano sonrió y dijo:

—No es una maldición. Se trata de una vieja costumbre.

—¿Tenéis acaso por costumbre matar a los niños? —dijo incorporándose y desenvainando la espada.

—¡Claro que no! Guarde la espada y le explicaré.

Odelia obedeció.

—En este reino, cuando un joven cumple diecisiete años nuestro rey le regala una libreta como esta que tengo aquí —dijo sacando un cuadernito de su bolsillo.

Ella la tomó con curiosidad y abrió sus páginas.

—Anotamos en ella cada instante en el que amamos de verdad. Solo cuentan los momentos en los que un amor puro invade nuestro corazón dormido. —El anciano hizo una pausa antes de continuar—. Cada vez que uno disfruta intensamente de un momento así, abre la libreta y lo anota. A la izquierda, describe la situación: un primer beso, una declaración apasionada, el nacimiento de un hijo… Y a la derecha, cuánto duró esa sensación de amor intenso, esa experiencia en la que el corazón parecía a punto de salírsele a uno del pecho. Cuando alguien se muere abrimos su libreta, sumamos lo que ha amado y lo inscribimos sobre su tumba. En el bosque de los corazones dormidos solo cuenta ese tiempo, porque para nosotros es el único vivido.

Mientras cabalgaba de regreso a su reino, el corazón de Odelia se despidió del bebé que habitaba en su tumba.

Braulio cerró el libro y ambos permanecimos en silencio, pensando un instante en aquel cuento. Nuestras manos seguían unidas.

Durante un momento, sentí la tentación de tirar de la suya y meterle en mi cama. Si era cierto que mi ángel venía a buscarme y yo iba a morir, no quería hacerlo sin haber sentido antes el calor de un chico junto a mi cuerpo, sin haber dado mi primer beso…

—Mañana cumplo diecisiete años —susurré.

—¿En serio? Entonces ya sé qué voy a traerte de Madrid. Tendrás tu libreta… —Y sonrió antes de añadir—: ¿Me concederás el honor de anotarme en la primera página?

Asentí con la cabeza, consciente de lo que aquello significaba.

Braulio sonrió y besó mi mano antes de soltarla. Luego desapareció por la puerta.

El bosque maldito

A
l día siguiente me desperté con la luz tenue de los primeros rayos de sol acariciándome la cara. Había dormido plácidamente. Estiré los brazos para desperezarme y salté de la cama de un brinco. Me asomé a la ventana y dejé que mi vista se perdiera un rato en el paisaje. Hacía casi un mes que lo contemplaba a diario y todavía me impresionaba su verdor intenso. Admiré el cielo nítido; solo dos pequeñas nubes de algodón se habían atrevido a profanarlo. Me esperaba un día luminoso y radiante; un día perfecto para celebrar mi cumpleaños… aunque fuera sola.

Y lo primero era vestirse para la ocasión. Que no hubiera más personas incluidas en mi plan no quería decir que no pudiera arreglarme para mí misma. El vestido malva se ciñó a mi cuerpo como una segunda piel. Completé el atuendo con unas medias de lana y unas camperas gastadas. No eran el mejor complemento para aquella prenda, pero no estaba tan loca como para merodear por allí con medias y zapatos finos.

Recogí la habitación en diez segundos. Encontré el libro de cuentos enterrado entre las mantas y pensé en Braulio.

La casa estaba en silencio. Imaginé que había madrugado para poner la denuncia antes de irse a Madrid. Me sorprendió que no se hubiera despedido de mí, pero entendí el motivo nada más bajar las escaleras. Un agradable olor a café recién hecho lo inundaba todo. En la mesa había un plato con pastitas de azúcar y un tazón con una nota apoyada en él. La leí con curiosidad mientras me llevaba una a la boca.

¡Feliz cumpleaños, corazón!

Disfruta de tu desayuno.

Espero que te gusten mis torrijas…

Las torrijas estaban tan buenas, que me relamí de gusto. Relegué al café la misión de perfumar el ambiente y evocar tiempos felices, cuando desayunaba con mi abuela, y saboreé mi Cola-Cao habitual. Abrí el libro de cuentos con curiosidad.

Las páginas estaban amarillentas y algunas de ellas dobladas. Al pasarlas con rapidez, un papelito cayó al suelo. Era una nota escrita con tinta azul. Identifiqué enseguida la letra estirada y casi ininteligible de mi madre. El corazón me dio un vuelco al descubrir que aquel libro le había pertenecido. No era raro que en aquella casa hubiera cosas de ella —la Dehesa había sido propiedad de mis abuelos—, pero me resultaba extraño que aquel libro hubiera acabado en la mesilla de mi tío.

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