El bosque de los corazones dormidos (29 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

—¡Pero yo sí lo deseo! Si es que eso es posible… ¿yo podría…? —la pregunta se atascó un segundo en mi garganta—. ¿Podría ser como tú?

Bosco arrugó la frente en una mueca de intenso dolor. Me sorprendió su expresión desgarrada. ¿Tanto le había molestado mi pregunta?

—Será mejor que te vistas. Ponte mi ropa; la tuya aún está mojada. Creo que no andan lejos. Puedo oler su miedo.

Conocía lo suficiente a esos hombres para saber que no le temían a nada. Supuse que mi ángel mentía para no enfrentarse a mi petición.

Pero no era así.

Aunque el miedo provenía de otra persona poco acostumbrada a esa clase de emoción, los hombres de negro le habían dado un motivo importante para estar asustada.

La semilla de la inmortalidad

M
e puse su jersey y sus vaqueros. Olían deliciosamente, pero me quedaban tan grandes, que tuve que dar varias vueltas a las mangas y doblar los bajos para sacar las manos y liberar los pies.

Bosco encontró algunas prendas en una caja de madera: unos pantalones con tirantes y una camiseta de franela abierta hasta el pecho. Tenía una pinta extraña con ellas, como de hombre antiguo. Me recordó a Brad Pitt en
Leyendas de pasión
.

Su expresión tensa se había dulcificado, por lo que deduje que el olor a miedo se había disipado.

—Se alejan… —dijo finalmente—. Aunque tarde o temprano tendré que enfrentarme a ellos.

—Quizá se cansen de no encontrar lo que persiguen y se acaben largando.

—Eso sería estupendo, pero no creo que se rindan tan fácilmente.

—¿Qué es eso tan valioso que buscan?

Bosco tomó aire antes de responder a mi pregunta. Su mirada volvió a perderse en el grabado de la pared.

—La semilla de la inmortalidad.

—Y tú… sabes dónde está. —De pronto lo entendí todo—. Ese es el gran tesoro que custodias, ¿verdad?

—Así es. ¿Recuerdas la historia que te expliqué de Rodrigoalbar y aquel extranjero?

—Sí… pero, si no recuerdo mal, solo le entregó una simiente.

Me sonrió, repentinamente divertido, mientras tomaba entre sus dedos un mechón todavía mojado y lo colocaba detrás de mi oreja.

—¿Estuviste atenta en clase de biología?

—¿A qué viene eso? —protesté molesta, y él se rió entre dientes.

Me hubiera enfadado de no ser su risa tan fascinante. Cuando reía, el corazón me daba un vuelco. Era imposible no contagiarse de aquel sonido musical y transparente.

—Una semilla es suficiente para que una flor germine. Y una sola flor basta para producir nuevas semillas —me explicó despacio, estudiando mi expresión mientras hablaba.

—Entonces, ¿existió más de una flor de la eterna juventud?

—Rodrigoalbar llegó a tener un jardín entero. Solo así podía elaborar su miel. Para producir cinco gramos de miel, una abeja necesita libar el néctar de más de cinco mil flores.

—¿Tantas?

—Él las mezclaba con otras plantas melíferas, pero aun así tenía una buena plantación. Las abejas le ayudaron con su labor polinizadora, dando lugar a muchas más laureanas.

—Laureana… —repetí en un susurro.

—Sí, ese es el nombre con el que Rodrigoalbar bautizó su flor. Era el nombre de su mujer.

—Pero, entonces… es posible que haya más flores esparcidas por el bosque. Las abejas pudieron difundir su simiente.

—No. Cuando Rodrigoalbar se enteró de que alguien más conocía su secreto, se encargó de exterminarlas todas. Destruyó su jardín y rastreó todo el monte. No quería que algo tan valioso llegara a manos equivocadas y produjera un sufrimiento innecesario. Pero tampoco se atrevió a destruir la semilla. Como guardián, tenía la responsabilidad de conservar al menos una para tiempos más propicios. Él guardó dos.

—¿Y qué hizo con ellas?

—Le gustaba tanto esa flor violeta que con una de las simientes probó un inofensivo experimento. La plantó en el fondo del lago.

¡Conocía bien esa flor! Recordé con emoción la primera vez que encontré una de ellas bajo mi almohada.

—Allí no llegan las abejas —reflexioné en voz alta.

—Exacto. —Bosco sonrió satisfecho—. Además, esa nueva variedad acuática, aunque es exacta en apariencia a la flor originaria, no conserva sus propiedades inmortales.

—¿Y qué hizo con la otra semilla?

—La guardó en un lugar secreto… Un lugar de difícil acceso, que solo él y yo conocíamos.

—Ha pasado mucho tiempo desde entonces… Tal vez la semilla ya no sirva.

—No se me ocurrió otra forma de expresarlo.

—Algunas semillas conservan su poder germinativo durante miles de años, como las del loto oriental. Pero tienes razón, no podemos estar seguros de que esta especie sea capaz de germinar todavía o lo haga dentro de cien años más.

—¿Tú qué crees? —pregunté preocupada.

—Conozco su efecto. El polen de su flor potenció de manera asombrosa las propiedades del veneno de las abejas que la libaron. Bastó una única dosis para que transformara mi sangre y las células de todo mi organismo. No creo que el tiempo haya mermado su poder. Es una semilla muy poderosa.

Aquellas palabras, pronunciadas en la penumbra de la cueva, resonaron de una forma misteriosa. Tal vez por eso, y por la intimidad mágica del momento, el sonido de mis tripas reclamando sustento hizo que me sintiera avergonzada.

Bosco me ofreció una barrita de cereales con miel. La acepté agradecida. No había probado bocado desde el almuerzo, y ya estaba anocheciendo. En ese momento me acordé de Berta. Esperaba que a esas alturas del día ya estuviera en casa tras haber despistado a los hombres de negro. También pensé en Braulio y en sus posibles represalias. Aunque… pensándolo bien, dudaba que se atreviera a molestar a Berta después de lo que había intentado hacer conmigo. Si alguien tenía algo que perder, ese era él. Imaginé que no se arriesgaría a irrumpir en el hogar de sus vecinos para acusar a Berta de sus heridas.

Le expliqué a Bosco lo ocurrido. Le hablé de Berta, del sensor y de su estrategia para despistar a los hombres de aquella organización secreta.

—Berta es una chica lista. Pero no hay que subestimar a esos zorros. Las dos habéis sido muy valientes.

Su elogio hizo que me sintiera bien. Siempre me había considerado un chica débil y patosa… Bosco había transformado muchos aspectos de mi ser, y por él estaba dispuesta a enfrentarme a todo.

—Gracias, Clara. Es muy reconfortante contar con vosotras. Hasta ahora yo era el único guardián de la semilla de la inmortalidad. Sentía esa responsabilidad como una pesada carga… Ahora sé que no estoy solo.

Mi corazón se iluminó al ver que por fin entendía esa sencilla realidad. Nunca más estaría solo. Ahora que además conocía la existencia de esa semilla y, por tanto, la posibilidad de ser como él, no estaba dispuesta a renunciar jamás a su amor. Tal vez con una dosis aún más pequeña de la que le inyectaron a él yo podría ajustar mis días a los suyos y vivir una existencia idéntica. Siempre joven. Siempre a su lado.

Sabía que convencerle no sería fácil, pero ya tendría tiempo para eso en el futuro. En aquel momento teníamos otras preocupaciones. La amenaza de los hombres de negro se imponía en nuestro presente inmediato.

Le vi mirarme con un brillo muy peculiar en los ojos.

—Pensé que nunca compartiría mi secreto con nadie. Y ahora que te lo he explicado todo, me siento muy feliz.

—Me alegro. —Le devolví la sonrisa—. Pero hay algo que no acabo de entender.

—Pregunta lo que quieras…

Traté de explicarlo de una forma sencilla.

—Esa flor única, libada por una abeja, convierte su veneno en un elixir capaz de transformar nuestro organismo. Las células dejan de oxidarse, las heridas cicatrizan rápido, las dolencias se curan… Y de esa forma, podemos sobrevivir a casi todo.

—Buen resumen. —Bosco se rascó la cabeza antes de pasar a su explicación—. Supongo que un fragmento del ADN de la flor se coló en la cadena genética del insecto, alterando su veneno y potenciando sus propiedades hasta límites insospechados.

—Lo que no entiendo es… ¿por qué no compartir ese descubrimiento con el mundo? Toda la humanidad podría beneficiarse de algo tan maravilloso. Supondría el fin de muchas enfermedades, de mucho dolor y sufrimiento…

Frunció los labios y me miró con los ojos entornados mientras cavilaba su respuesta.

—No es tan maravilloso. También supondría el fin del mundo tal como lo conocemos ahora. Si todos fuéramos inmortales, se acabaría la reproducción, la sucesión lógica del ser humano. La población mundial se multiplicaría y no cabría tanta gente en el planeta.

—Pero tú no eres inmortal. Si la gente solo usara una dosis mínima…

—Piénsalo, Clara, ¿quién se conformaría con una porción pequeña teniendo a su alcance la tarta entera?

Aquél era un debate difícil. Por un lado, entendía sus motivos, pero, por otro, no podía evitar pensar en la cantidad de personas enfermas que podrían sanarse.

Bosco leyó mi pensamiento.

—Además, recuerda el tema de la hipersensibilidad al miedo y al dolor ajeno. Este don te obliga a vivir aislado, algo completamente insostenible para el planeta. ¿Te imaginas un mundo lleno de personas inmortales condenadas a no verse entre sí? Créeme, el mundo se volvería loco… Sería el inicio de conspiraciones, de guerras…

—Tal vez ese defecto pueda corregirse.

Me arrepentí de usar esa palabra. Si alguna palabra describía a Bosco, esa era «perfección», pero no se me ocurrió otra en aquel momento para definir su don.

—Algunos científicos —continué— darían su vida por estudiar un fenómeno así y poder perfeccionarlo.

—Sí, pero si cae en manos equivocadas, podría convertirse en un arma muy peligrosa y de gran poder. Y el poder trae corrupción. El poseedor de esta semilla controlaría la humanidad. El mundo no está todavía preparado para algo así. Y como guardián de la semilla tengo una gran responsabilidad. —Hizo una pausa—. Además, el veneno funcionó con el viejo y conmigo, pero no sabemos si funcionaría con todo el mundo.

—Me ofrezco voluntaria para probarlo.

Lo dije de forma convencida y solemne, pero aun así no conseguí que Bosco me tomara en serio.

—Es muy amable por tu parte, pero no creo que sea necesario. —Había un punto de amargura en su tono burlón.

—No pienso rendirme fácilmente.

—Lo harías si supieras la clase de vida que tendrías.

—No le tengo miedo al miedo. Tu don no me asusta, si puedo pasar mi vida entera a tu lado. No me queda mucha gente en este mundo. Estoy sola. —Mi voz se quebró—. Lo único que deseo es estar contigo.

—Clara —sus labios acariciaron los míos antes de susurrarme al oído—, te quiero más que a nada en el mundo. Voy a estar siempre a tu lado mientras así lo desees… pero no quiero que renuncies a nada por mí. Eres tan joven… —Sentí su aliento cálido en mi cuello—. El mundo entero te pertenece. No debes conformarte con la prisión de mi bosque.

Estaba a punto de protestar, cuando un grito se abrió paso entre las profundidades de la sierra. Sonaba amplificado, como a través de un potente altavoz.

Era la voz de Berta.

Aguijones

E
l grito aterrador de Berta me heló la sangre.

La mirada de Bosco se endureció. Tenía las pupilas dilatadas, los músculos tensos y la mandíbula apretada.

Intuí el gran sufrimiento que el temor de nuestra amiga le producía. No solo porque el miedo le dañara, sino porque, en aquel caso, quien lo sufría era un ser especial. Alguien a quien quería. Alguien que había arriesgado su vida por él.

—Quédate aquí. Tengo que ayudar a Berta.

—¡No me dejes sola! —le supliqué—. Los tres estamos juntos en esto…

Bosco retiró la pesada roca que tapaba la entrada y me miró indeciso un instante. Finalmente, me ofreció su mano y juntos caminamos en dirección al miedo. Me pareció increíble que pudiera guiarse en noche cerrada. Había luna, pero unas nubes negras la tapaban sumiendo el bosque en la más absoluta oscuridad.

Poseído por un dolor desgarrador, avanzaba tan rápido, que temí que chocáramos contra algún pino. Me costaba seguir sus pasos, pero no me solté de él en todo el trayecto. Jamás le había visto así. Respiraba de forma agitada con el corazón a mil revoluciones.

Un nuevo chillido nos sobrecogió.

Me pregunté qué clase de tortura le estarían aplicando para que gritara de aquella manera.

La luz de una antorcha brilló en la oscuridad.

Mi ángel me pidió que subiera a su espalda. Eligió un árbol y empezó a trepar por él. Cerré los ojos al oír el crujido de las ramas. No quería dificultar su complicada labor con mi miedo, así que me obligué a tranquilizarme. Solo cuando alcanzamos una altura de unos diez metros, se detuvo. Con cuidado, lentamente, me acomodó entre dos gruesas ramas.

—Pase lo que pase, no te muevas de aquí —susurró mientras sus ojos centellearon en la oscuridad—. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

Quise decirle que tuviera mucho cuidado, pero antes de que pudiera abrir la boca Bosco ya había descendido hasta la base del tronco.

—¡Aquí me tenéis! —le oí gritar.

Desde mi escondite, pude ver cómo se acercaba un grupo de cinco personas. La antorcha que llevaban iluminó la escena. Reconocí a Adam, a los dos hombres que habían estado en la Dehesa y a Robin, que llevaba a Berta a su espalda, como un saco de patatas, atada de pies y manos, y con una capucha en la cabeza.

Bosco trepó a otro árbol cercano, escapando de su visión.

—¡Soltad a la chica!

Su grito se oyó desde unas ramas lejanas.

Los hombres de negro miraron hacia las copas, tratando de localizar a su presa; pero esta se movía entre los pinos como una ardilla y, cuando volvió a hablar, su voz sonó desde la otra punta.

—¡Danos lo que queremos y la soltaremos! —gritó Adam con un marcado acento yanqui; era la primera vez que le oía hablar en castellano—. De lo contrario, la mataremos.

—Sois científicos, no asesinos. No os atreveréis a…

Uno de los hombres manipuló un aparato. Era el mismo artilugio que habían estado probando en mi casa y que yo había confundido con un dispositivo de sonido. Obviamente, no lo era. Aquel cacharro provocó en Berta un fuerte espasmo seguido de un terrible alarido. Tuve que taparme la boca para no gritar yo también cuando vi a mi amiga en el suelo agitándose entre convulsiones.

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