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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Infantil y Juvenil

El bosque encantado (11 page)

—¿No hueles a cebolla? —preguntó Cacharros—. Yo sí huelo. ¿Le estarán saliendo cebollas al Árbol Lejano? A mí me encanta la sopa de cebolla.

Los niños se rieron tanto que se les saltaron las lágrimas.

—Es la sopa de cebolla de tu camisa la que ha olido Cacharros —dijo Bessie—. ¡Cielos! A lo mejor se pasan toda la tarde buscando cebollas en el Árbol Lejano.

Dejaron atrás a los dos graciosos hombrecillos y siguieron subiendo. Se empaparon con el segundo cubo de agua que lanzó la señora Lavarropas. Estaba lavando mucha ropa ese día, y vació la pila justo cuando los tres chicos pasaban por debajo.

«Slich-sloch-slich-sloch», los mojó a todos de arriba abajo. Ellos gritaron a la vez que se sacudían como los perros.

—¡Rápido! —susurró Tom—. Vamos a casa de Cara de Luna. Él nos prestará unas toallas. ¡Esto es horrible! Al fin llegaron a la casa de Cara de Luna. Este y Seditas corrieron a abrazarlos pero, al verlos tan empapados, se detuvieron.

—¿Está lloviendo? —se extrañó Cara de Luna.

—¿Os habéis bañado con la ropa puesta? —preguntó Seditas.

—No. Como siempre, ha sido la colada de la señora Lavarropas —se quejó Tom—. Pudimos esquivar el primer cubo pero no el segundo, que nos cogió de lleno. ¿Nos prestas unas toallas?

Cara de Luna sonrió y sacó unas toallas de su armario. Mientras los chicos se secaban, les habló sobre el País de Toma Loquequieras.

—Es un país maravilloso. Puedes andar por donde quieras y tomar lo que te apetezca, sin pagar nada. Todo el que tiene la oportunidad, lo visita. ¿Queréis acompañarnos?

—Pero ¿seguro que no existe ningún riesgo? —preguntó Tom mientras se secaba el pelo.

—Bueno, sí —aclaró Seditas—. Sólo tenemos que tener cuidado de no permanecer demasiado tiempo allí, por si acaso se va del Árbol Lejano, ya que no podríamos volver a bajar. Pero Cara de Luna dice que se quedará en la escalera y nos silbará si ve alguna señal de que el país se aleja.

—Muy bien —dijo Tom—. Hay muchas cosas que queremos obtener. ¿Nos vamos?

Subieron todos a la última rama donde estaba la enorme nube blanca. Como siempre, la escalera conducía, a través del agujero, al país que había arriba. Cada uno subió hasta llegar al país extraño que estaba sobre la nube.

Era muy raro. Estaba lleno de gente y apenas se podía andar por allí. Había animales de todas las especies caminando de un lado a otro; bolsas y mostradores por todos lados, con frutas y verduras exquisitas; y hasta había muebles, para el que quisiera llevárselos.

—¡Cielos! —se asombró Tom—. ¿Podemos tomar todo lo que queramos?

—¡Cualquier cosa! —contestó Cara de Luna sentándose en la escalera dentro de la nube—. ¡Mirad aquellos gnomos! ¡Se están llevando todo el oro que encuentran!

Los niños miraron hacia donde señalaba Cara de Luna. Cuatro gnomos estaban reuniendo todos los sacos de oro que encontraban a su paso. Uno de ellos caminó tambaleándose hacia la escalera, cargado con los sacos, y desapareció al bajar al Árbol Lejano. Había hadas que buscaban vestidos, abrigos, zapatos, pájaros cantores, retratos, y otras muchas cosas. En cuanto encontraban lo que deseaban, echaban a correr, muy contentas, hacia la escalera. Cara de Luna disfrutaba mirándolo.

—Tom, ¿quieres un león gordo? —preguntó Seditas al pasar un león inmenso, que le lamió la mano.

—No, muchas gracias —contestó él inmediatamente.

—¿Y una jirafa? —insistió Seditas—. Creo que son buenas mascotas.

—Me parece que estás equivocada —sonrió Bessie, mientras una jirafa alta pasaba a su lado galopando como si fuera un caballo de balancín—. Nadie que esté en sus cabales tendría una jirafa de mascota.

—¡Oh, mirad! —exclamó Fanny, al llegar a un local donde había innumerables y maravillosos relojes—. ¿Llevamos un reloj a casa?

—No, gracias —dijo Tom—. Ya sabemos lo que queremos llevar, y no nos llevaremos ninguna otra cosa.

—Yo sí quiero un reloj —intervino Seditas, y tomó un reloj pequeño que tenía una cara sonriente. Sus dos piernas patalearon cuando Seditas lo agarró.

—¡Quiere caminar! —gritó Bessie, entusiasmada—. Oh, Seditas, déjale andar un ratito. ¡Nunca he visto un reloj que ande!

Seditas colocó el reloj sobre el suelo y éste echó a andar tras ellos sobre sus enormes pies planos. Los chicos lo encontraron muy gracioso. Seditas estaba muy contenta con su nuevo reloj.

—Es lo que siempre he deseado —suspiró—. Lo pondré en mi habitación.

—Seditas, ¿piensas que se va a quedar allí? —preguntó Bessie—. Se pondrá a dar vueltas y a mirar todo lo que haces. Y si no le caes simpática, te abandonará.

—«Ding-dong-ding-dong» —sonó de repente el reloj, haciendo que todos dieran un salto. Se detuvo mientras sonaban las campanadas, pero luego echó a correr detrás de los chicos y Seditas. Era un reloj simpatiquísimo.

—Ahora debemos buscar lo que necesitamos —propuso Tom—. Bessie, ¿aquello son gallinas?

—¡Sí! —gritó Bessie—. ¡Qué bien! Este país es maravilloso. Cuánto me alegro de haber venido. Qué divertido será conseguir todo lo que deseamos. ¿Qué dirá mamá cuando nos vea llegar a casa con tantas cosas?

Cara de Luna no cumple su palabra

Los chicos se acercaron hacia donde estaban las gallinas que había visto Tom. Eran unas gallinas muy bonitas, con un color muy peculiar. Las alas eran de color verde pálido mientras que todo el cuerpo era de un amarillo intenso. Tenían una voz aguda, y eran muy cariñosas. Se frotaron contra las piernas de los niños como si fueran gatos.

—¿Crees que a mamá le gustarán las gallinas de este color? —preguntó Tom, no muy convencido.

—Me imagino que sí —contestó Bessie—. A mí me parecen bonitas. ¿Ponen huevos?

Inmediatamente una de las gallinas puso un huevo. Era grande y de color blanco. Bessie se quedó muy satisfecha.

—Ya lo ves. Mamá se pondrá muy contenta si ponen huevos tan grandes como éste. ¿Cuántas gallinas hay? ¡Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete! Me pregunto cómo las llevaremos.

—Te seguirán —dijo Seditas—. Harán lo mismo que mi reloj. Decidles que las queréis y se irán detrás de vosotros.

—Gallinas, queremos que vengáis con nosotros —dijo Tom, y las siete gallinas de alas verdes se les acercaron y se pusieron en fila para ir tras ellos. Era muy gracioso.

—Ya hemos encontrado las gallinas —suspiró Bessie—. Ahora sólo nos falta la cabra y la pala.

Siguieron caminando, fijándose en todo lo que había. No importaba lo que quisiera una persona. Allí había de todo: barcos, toda clase de perros, cestas, anillos, juguetes y hasta cosas tan pequeñas como un dedal.

—¡Es el país más extraño que jamás he visto! —exclamó Tom.

—A nosotros también se nos ve raros —se rió Fanny, mientras miraba las siete gallinas y el gran reloj caminando tras ellos—. ¡Oh, mirad, nunca he visto una cabra tan blanca, tan bonita como ésa! ¿Nos la llevamos?

Cerca de ellos estaba una linda cabrita, de color blanco, con ojos marrón claro y orejas puntiagudas. Era como una cabra normal, excepto por los dos puntos azules que tenía junto a la cola.

—¡Pequeña cabra blanca, ven con nosotros! —gritó Fanny, y la cabra se acercó al instante. Se situó detrás de las gallinas, pero no le agradó mucho al reloj, que la golpeaba de vez en cuando para molestarla.

—Reloj, no hagas eso —le reprendió Seditas.

—Espero que tu reloj no se porte mal —dijo Bessie—. No parece muy educado. Creo que le gusta fastidiar.

—Ahora sólo nos falta la pala —dijo Tom, y de pronto vio una fuerte pala colgada de un cerco, al lado de otras herramientas—. Chicas, ¿qué os parece esa pala? Creo que le servirá a papá.

La cogió e hizo un hoyo en la tierra. Era una pala excelente. Tom se la echó al hombro, y los cuatro sonrieron, muy complacidos.

—Ya tenemos todo lo que queremos —dijo Tom—. Vámonos. Iremos adonde está Cara de Luna, y llevaremos unos pastelitos para tomarlos con el té.

Así que los cuatro regresaron adonde habían dejado a Cara de Luna, seguidos por las siete gallinas, la cabra blanca y el reloj. Pero no lo encontraron. Estaba agarrando una hermosa alfombra que estaba colgada de un árbol. Era redonda con un agujero en el centro.

—¡Hola!, ¿Qué tal lo habéis pasado? —gritó Cara de Luna al verlos—. ¡Mirad lo que he encontrado! ¡Es justo lo que buscaba para mi habitación redonda. Una alfombra redonda con un agujero en el centro, del tamaño del hueco del Resbalón-resbaladizo! ¡Qué contento estoy!

—Pero, Cara de Luna, dijiste que vigilarías para avisarnos cuando el País de Toma Loquequieras se alejara del Árbol Lejano —le reprochó Seditas—. ¿Dónde está el agujero que conduce al árbol?

—Oh, está por allí —señaló Cara de Luna, echándose la alfombra al hombro. Iba tambaleándose—. Vamos. Ya lo encontraremos.

Pero, por desgracia, había desaparecido, porque el País de Toma Loquequieras ya se había alejado del Árbol Lejano.

—¡Cara de Luna! ¡Has hecho muy mal! —se enfadó Tom—. Lo prometiste.

Cara de Luna se puso pálido. Buscó el agujero, pero fue inútil. Estaba temblando de miedo.

—¡Os he m-m-m-metido en un e-e-enorme lío! —tartamudeó con voz temblorosa—. ¡Aquí estamos, atrapados en un p-p-país donde tenemos todo lo que d-d-de-deseamos, pero en estos momentos lo único que d-d-de-de-dedeseamos es irnos!

Todos se sentían molestos. ¡Qué contrariedad!

—Cara de Luna, me ha sentado muy mal lo que has hecho —Tom se puso muy serio—. Dijiste que vigilarías. No eres un buen amigo.

—Yo me avergüenzo de ti, Cara de Luna —dijo Seditas con lágrimas en los ojos.

—Encontraremos a alguien que nos ayude —comentó Cara de Luna entristecido, y fueron a buscar, junto con las gallinas, la cabra y el reloj, que daba cuatro campanadas todo el tiempo y ninguno sabía por qué.

Pero descubrieron algo curioso. Ya no había nadie en el País de Toma Loquequieras. Todos los gnomos, duendecillos, duendes y elfos se habían ido.

—Seguramente se dieron cuenta de que el país se marchaba —gimió Cara de Luna—. Y todos bajaron por la escalera a tiempo. Ay, ¿por qué me habré alejado?

Caminaron por todo el país, que en realidad no era muy grande, pero estaba lleno de cosas y animales.

—¡No sé qué podemos hacer! —suspiró Seditas— Es cierto que aquí tenemos todo lo que deseamos, y no nos moriremos de hambre, ¡pero no es el lugar en donde quiero vivir para siempre!

Recorrieron todos los lugares, y de pronto se encontraron con algo que no habían visto antes. ¡Era un avión grande y reluciente!

—¡Ooooh! —exclamó Tom, con los ojos brillantes—. ¡Cuánto me gustaría pilotar un avión! Cara de Luna, ¿tú sabes pilotar?

Cara de Luna sacudió la cabeza, y también Seditas.

—Entonces no nos servirá para nada —se lamentó Tom—. Pensé que podríamos irnos volando de este país en el avión.

Se subió al avión para verlo. Tenía cinco palancas. En una de las palancas decía «
PARA ARRIBA
». Otra tenía una etiqueta que decía «
PARA ABAJO
». La tercera decía «
DERECHO
», y la cuarta y la quinta decían «
A LA DERECHA
» y «
A LA IZQUIERDA
», respectivamente.

Tom estaba asombrado.

—Creo que podré pilotar este avión. ¡Sí, creo que puedo! Parece fácil.

—No, Tom, no lo hagas —le avisó Bessie. Pero Tom ya había accionado la palanca que decía «
PARA ARRIBA
» y antes de que pudieran decir otra palabra, el reluciente avión se había elevado en el aire con Tom, dejando a los otros en tierra, mirando boquiabiertos.

—¡Tom se ha ido! —Fanny rompió a llorar.

El avión ganó altura. Cuando Tom presionó la palanca que decía «
A LA DERECHA
» describió un círculo y al accionar la tercera palanca voló en línea recta. Luego, al presionar la palanca que decía «
PARA ABAJO
», voló en esa dirección. ¡Era muy fácil!

Tom aterrizó perfectamente, cerca de donde se encontraban los otros. Todos se acercaron entre gritos y risotadas.

—¡Tom! ¡Tom! ¿Lo has pilotado tú solo?

—¿Me habéis visto? —sonrió él con orgullo—. Es muy fácil. Subid todos. Nos iremos volando. Tal vez lleguemos a algún lugar que conozca Cara de Luna.

Todos aceptaron. Bessie puso las siete gallinas, que estaban cacareando, en la parte de atrás del avión, y puso la cabra sobre sus rodillas, y la pala en el suelo. El reloj no hacía más que estorbar porque no se quedaba quieto en ningún sitio, sino que se subía sobre los pies de todos para mirar por las ventanillas. Seditas se arrepintió de haberlo llevado.

—¿Listos? —preguntó Tom, presionando la palanca que decía «
PARA ARRIBA
». Y hacia arriba fueron. Era una sensación maravillosa. Todos estaban disfrutando mucho.

El reloj de Seditas también estaba muy contento. Dio veintinueve campanadas seguidas.

—Si no te tranquilizas, no te daré cuerda esta noche —le amenazó Seditas. El reloj se calmó inmediatamente. Se sentó en un rincón y no volvió a sonar.

—Me pregunto adonde vamos —dijo Bessie. Pero nadie lo sabía.

En la escuela de la doña Bofetada

Tom pilotó muy bien el avión. En cuanto alcanzaron la altura necesaria, accionó la palanca que decía «
DERECHO
», y el reluciente avión voló en línea recta.

Los chicos se inclinaron hacia un lado para ver por dónde volaban. Pronto dejaron atrás el País de Toma Loquequieras, y llegaron a un país extraño y desolado donde no había árboles ni césped, y ni siquiera una casa.

—Ése es el País de la Soledad —dijo Cara de Luna nada más verlo—. Tom, no aterrices allí. Sigue volando.

Tom obedeció y, al llegar a un monte enorme, tuvo que presionar la palanca que decía «
PARA ARRIBA
», para no estrellarse. Era muy divertido. Tom no sabía que fuera tan fácil pilotar un avión.

La pequeña cabra blanca que Bessie llevaba en las rodillas valía su peso en oro. De vez en cuando lamía la mejilla de Bessie como si fuera un perro. Las gallinas se quedaron quietas, y el reloj, muy a su pesar, permaneció inmóvil.

El avión voló sobre un país con enormes castillos y torres.

—¡Ése es el País de los Gigantes! —señaló Seditas, mirando asombrada los enormes edificios. ¡Espero que no aterrices allí!

—¡Claro que no! —se rió Tom, y presionó aún más la palanca que decía «
DERECHO
». El avión voló como un pájaro, recto y más rápido.

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