Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Si no te callas —replicó Soth—, te la arrancaré yo en este mismo momento.
Poco después, el pasaje ascendía y dejaba el agua atrás. Azrael se alegró de salir de aquella cloaca inmunda, pero enseguida cambió de opinión, pues la parte seca de la alcantarilla no era mejor que la anterior. El costillar de un gigante obturaba el camino un poco más adelante y una serie de basuras más desagradables aún le dificultaban la subida. A lord Soth, sin embargo, no le costaba esfuerzo alguno.
—¿No os disgusta este lugar, poderoso señor? —preguntó en un susurro.
—No es muy diferente de otros que he conocido en mis viajes. Además, yo no percibo como tú el brillo de los colores ni el olor de las cosas del mundo. Hace tiempo que esas percepciones son meros recuerdos de mi memoria.
Un redondel de luz apareció en la pared unos metros más allá; después, una carcajada aguda y estridente resonó en el pasadizo.
Soth se adelantó hasta el agujero de viscosos bordes dentados de donde procedía la luz. Las piedras de alrededor estaban llenas de desechos de laboratorio e impregnadas de tufo a carroña. Detrás de la abertura había una cámara enorme atestada de recipientes de cristal, serpentines metálicos, calaveras antiguas y extraños animales disecados. Por todas partes había mesas con vasos de precipitación llenos de líquidos de colores, y unos estantes mohosos con libros encuadernados en piel, madera u otros materiales más exóticos ocupaban dos paredes; contra las otras dos, se apiñaban vitrinas con polvos de todas clases y objetos raros imprescindibles para realizar encantamientos.
Al parecer, no había más puertas ni accesos que el agujero desde donde espiaba Soth; tampoco se veían antorchas, ni bombillas mágicas ni ninguna otra fuente de luz en las paredes, y pese a ello, una claridad amarilla iluminaba hasta el último rincón de la vasta sala de tal forma que eliminaba las sombras por completo y ni un solo libro o frasco quedaba a oscuras.
A un lado de aquel ordenado caos, muy cerca de la entrada a la cloaca, había un muchacho sentado en un taburete alto. Debía de ser Medraut, el hijo del duque, y estaba observando el interior de una estructura de cristal y acero de las proporciones de una puerta. Entre dos bandejas de grueso cristal agujereadas a discreción se apilaban capas sucesivas de muebles y armas que parecían de juguete. La finalidad de los agujeros se hizo patente enseguida; el muchacho quemaba trozos de papel con una vela y los colocaba en las tres capas inferiores.
—No podéis esconderos para siempre, gusanillos —dijo Medraut con una voz áspera.
Arañó el cristal.
—Salid, salid, es hora de jugar.
A medida que el humo ascendía por las capas, unas cosas comenzaron a retorcerse. Al principio, Soth no distinguía lo que eran, pero tan pronto como empezaron a trepar por las escalas para huir de la humareda, comprendió lo que sucedía. ¡Eran seres humanos diminutos! Los cautivos gritaban y blasfemaban enseñando los puños al niño, pero sólo provocaban su risa.
—El juego de hoy es serpientes y escaleras —anunció, al tiempo que tomaba una caja de una mesa cercana—. Haderak, tú sobreviviste la última vez, así es que ya sabes las reglas, pero los demás, escuchad con atención.
Medraut se colocó un guante y sacó un puñado de serpientes de la caja; se puso de pie en la silla y abrió una portezuela de cristal, por donde las dejó caer una a una en la peculiar casa de muñecas.
—Cada vez que una serpiente muerda a alguien, quito una escalera. —Miró fijamente a una de las figuras y añadió—: Y tenéis que moveros siempre hacia adelante, nunca retroceder, Costigan, puñetero tramposo.
Echó la última víbora al laberinto, cerró la trampilla y se sentó a seguir el juego.
—Si lográis matar a una, como el valiente amigo Haderak, os devuelvo una escalera. —Cruzó las manos sobre el regazo y se encogió de hombros—. Bien, empezamos.
Los diminutos seres se precipitaron en busca de las espadas y las lanzas alineadas en un par de pisos; algunos comenzaron a correr para escapar de las alimañas que ya se arrastraban hacia ellos. El humo de los papeles quemados había llegado al cuarto nivel.
—¡Podéis correr, pero esconderse no vale! —los regañó al tiempo que cerraba la entrada al piso inferior con un separador de cristal.
Soth se dio la vuelta y vio que Azrael se estaba quitando la cota de malla. El caballero muerto sabía que el enano no podía transformarse con ella puesta porque habría quedado estrangulado en la red metálica. Sin embargo, maldijo la falta de discreción del zoántropo, que no se había detenido a considerar el ruido que hacía. Afortunadamente, Medraut estaba tan inmerso en el juego que no oyó el tintineo.
El caballero de la muerte indicó a Azrael con un gesto que lo siguiera y, tras echar una última ojeada a la cámara, entró por la abertura. En ese mismo instante, Medraut se giró en el taburete. Aunque tenía la estatura de un niño de diez años, nadie habría tomado al hijo del duque por un chico normal. Tenía la cara picoteada por las enfermedades, casi todos los dientes podridos y las mugrientas piernas cubiertas de llagas alargadas; lo más revelador era el peligroso brillo de sus ojos de maniático.
—¡Otro asesino de parte de papá! —exclamó Medraut con malicia, como un viejo libertino—. ¡Oh, qué divertido!
Soth trazó un conjuro con las manos a la velocidad de un rayo, pero el vastago del duque era aún más rápido y, antes de que el encantamiento saliera de los labios del caballero, Medraut formuló su hechizo. Soth se quedó en blanco. Un diminuto torbellino blanco se dibujó en el centro de su mente y engulló las palabras que iba a pronunciar; después, el vórtice aumentó.
—¿Por qué me interrumpís siempre cuando estoy jugando? —protestó con mala cara al tiempo que saltaba del taburete. Buscó en el bolsillo los materiales necesarios para lanzar otro encantamiento: un imán y una pizca de polvo—. Primero reduciré tus armas a migajas y después tal vez te encoja y te meta en el laberinto con los demás. ¿Te apetece, señor asesino?
Soth se debatía contra el ciclón con toda la fuerza de sus pensamientos, derrochando odio y cólera. Una imagen de Kitiara, vestida con un traje diáfano, flotó ante su visión y el caballero redobló su voluntad para acabar con el torbellino. Concentrado en esa actividad, oyó la amenaza de Medraut como filtrada por la niebla; de la misma forma, percibió el alarido que llegó desde la alcantarilla y se impuso sobre la voz amedrentadora del muchacho.
Con un aullido, Azrael saltó del agujero en forma de semitejón mostrando los blancos dientes en una mueca pavorosa; pero, en vez de dar un zarpazo a Medraut, lo golpeó con la cota de malla en la cara y lo hizo retroceder hasta chocar con el laberinto de cristal y acero. La caja se tambaleó y cayó sobre una mesa repleta de pesas y medidas, donde se rompió en mil pedazos. Los fragmentos de vidrio y metal aterrizaron en el suelo con estrépito.
Medraut tardó un momento en deshacerse de la pesada cota, enredada en la cabeza, pero fue suficiente para que Soth terminara por vencer el encantamiento y el tornado cesara sin haber causado daños graves en los oscuros pensamientos del caballero. Mientras el niño tiraba la cota a un lado, Azrael le desgarró la espalda con las zarpas. Aprovechando el golpe, Soth pronunció el primer hechizo; provocó una ráfaga de aire que elevó al chico hasta el techo y entonces, como si fuera una mano gigantesca, lo dejó caer sobre una mesa ocupada por alambiques y tubos de ensayo. Mientras tanto, las serpientes y las personas reducidas corrían en busca de refugio entre una lluvia de partículas de cristal.
El chico se levantó sonriente, con el rostro goteando sangre por numerosos cortes diminutos.
—Eres mucho mejor que los palurdos que suele mandarme mi padre. Esto es casi divertido. —Una vara apareció en su mano abierta, y la apuntó en dirección a Azrael.
El hombre tejón pensó en separarse de un salto, pero un rayo luminoso surgió de la vara y lo golpeó antes de que sus músculos transformaran el impulso en acción. Vio el resplandor un instante antes de sentir la colisión, y ya era demasiado tarde. Cuando el estruendo del ataque le ensordeció los oídos, el rayo le había hecho atravesar tres mesas, y el olor de carne chamuscada y pelo quemado le indicó que se estaba abrasando.
El chico lanzó una risita y señaló a Soth con la vara. Sin previo aviso, un hombre se materializó entre Medraut y el caballero. Llevaba uniforme de soldado, botas altas de cuero, pantalones negros y una casaca ajustada de color rojo con los bordes blancos. Tenía un sable colgado a un lado de la cintura, pero Soth se dio cuenta de inmediato de que el arma era sólo de adorno; el hombre tenía las manos rudas y callosas como las de un carnicero, no como las de un espadachín.
—¡Caramba, papá! —exclamó Medraut con voz mimosa—. Has venido a ver cómo acabo con tus asesinos.
El duque debía de haber sido un hombre atractivo en su tiempo, aunque en esos momentos tenía el mismo aspecto brutal que Azrael. El cabello oscuro le caía enmarañado alrededor de la cabeza, y la descuidada barba le crecía en torno a la barbilla y la boca. Las espesas y gruesas cejas se unían sobre la ganchuda nariz como si estuviera eternamente enfadado, y los colmillos, blancos y largos, sobresalían por encima de la lengua roja y los labios. Era un vampiro también, pero tan diferente de Strahd von Zarovich como la noche del día.
—¡Éste no es agente mío! —gritó el duque arremetiendo contra Soth. El caballero de la muerte esquivó las manos del vampiro y le rodeó la garganta con las suyas.
—El señor de Barovia os envía saludos —dijo Soth, apretando los dedos aún más.
Medraut agitó la mano y la vara desapareció.
—Bien, bien; un mensajero del conde. —El chico levantó el taburete del suelo y se subió para contemplar el combate—. Papá, creo que este amable señor ha venido a verte a ti. —Gundar lanzó una blasfemia y se deshizo en remolinos de niebla entre las manos del caballero, y la niebla a su vez se deslizó por el suelo y fue a esconderse entre las mesas rotas y los restos del desastre—. ¡Qué lata! —suspiró el hijo del duque cuando el caballero muerto volvió a encararse con él.
Una bola de fuego salió de la mano de Soth, pero Medraut creó un escudo de luz azul contra el que explotó la bola de fuego, que después formó un amplio arco de llamas líquidas en torno al chico. Varias mesas empezaron a arder, y un mortero con un polvo amarillo chisporroteó amenazadoramente.
Soth dio un paso adelante, dispuesto a levantar la tapa de los sesos al monstruoso muchacho si la magia le fallaba, pero un golpe en la espalda lo hizo recular. Desde el montón de libros volcados sobre el que fue a caer vio al duque Gundar agazapado como un lobo, con saliva sanguinolenta en la comisura de los labios y un brillo demencial en los ojos.
—¡Oh, papá! Me has salvado —musitó Medraut, y estalló en roncas carcajadas.
El chico seguía riéndose cuando Soth y Gundar volvieron a enzarzarse en la pelea forcejeando uno contra otro con fuerza extraordinaria; tan entusiasmado estaba con el espectáculo que no se percató del sigiloso movimiento que se produjo a su espalda, y, cuando el olor a carne quemada alertó su olfato, ya era muy tarde.
Azrael, con el lado izquierdo del cuerpo ennegrecido y abrasado, saltó sobre él. El chico intentó pronunciar un conjuro mentalmente, cualquiera que pusiera distancia entre su cuerpo y aquella cosa mitad enano y mitad tejón, pero el zoántropo no le dio oportunidad. Ambos cayeron rodando por el suelo unidos en el estrecho abrazo de Azrael. Medraut gritaba como un niño que se despierta en medio de un mal sueño, pero aquella pesadilla no se desvaneció con facilidad.
Azrael desgarró la garganta del chico con los dientes y los gritos quedaron ahogados por un borboteo de sangre. Gundar, al ver el repugnante fallecimiento de su hijo, sintió pavor, pero, al momento, y sin explicación evidente, el miedo se trocó en alivio. Sin una palabra, se transformó en niebla una vez más y se evadió de entre las manos de Soth. El caballero de la muerte recorrió el laboratorio con la mirada pero no localizó a su oponente en ninguna parte.
—¡Ya tenemos lo que veníamos a buscar, Gundar! —proclamó—. Vamos a llevar al chico al gran salón y a abrir el portal que nos espera. ¡Si intentas detenernos, seguirás los pasos de Medraut!
Las tinieblas envolvieron el laboratorio, y Soth dio manotazos al aire para defenderse de un ataque que no llegó a producirse. Por el contrario, un cuerpo de las mohosas estanterías de libros les franqueó el paso a una escalera iluminada por antorchas.
—Bien —dijo Azrael—, parece que la respuesta es clara.
—¿Puedes llevar tú al chico? —preguntó Soth, y oyó el gruñido afirmativo de licántropo, que ya se cargaba el cuerpo al hombro.
—Más vale que nos demos prisa —sugirió el enano al tiempo que avanzaba con cautela hacia la salida pisando cristales rotos—. De lo contrario no quedará sangre para derramar porque mi túnica la habrá empapado toda.
Al llegar al pasadizo, el caballero de la muerte advirtió los efectos del rayo que había alcanzado a su compañero. El vello del brazo izquierdo, del costado y del rostro había desaparecido; tenía la piel cuarteada y abrasada, el hocico se le había partido y no podía abrir el ojo izquierdo. El brazo y el hombro parecían ser las partes más afectadas; el hombro, cuadrado y musculoso, estaba retorcido y dislocado y el brazo colgaba inerte a lo largo del cuerpo. La túnica rezumaba sangre, pero no era la suya propia, sino la de Medraut.
—Me repongo en dos días —dijo, al ver que el caballero lo observaba con detenimiento—. No os preocupéis, poderoso señor; no retrasaré vuestro avance.
Para demostrárselo, asentó bien el peso del cadáver sobre el hombro derecho y dio unas rápidas zancadas; con cada paso, la cara se le contorsionaba de dolor.
Subieron la escalera hasta llegar a una puerta abierta, de donde partía un amplio corredor en dirección al ala principal del castillo. Estandartes destrozados, escudos con raros símbolos heráldicos y armas rotas se alineaban contra las paredes del pasillo; eran trofeos arrancados a los enemigos vencidos o recuerdos de pasadas victorias de la familia. El corredor acababa en una serie de puertas de dos hojas con seis paneles grabados, donde estaba representada la historia de la construcción del castillo.
En el suntuoso salón principal no había nadie, al igual que en el resto de la fortaleza. La estancia era espaciosa y tenía el techo abovedado, como algunos de los mayores templos antiguos que Soth había visto en Krynn. Cuatro lámparas de mil velas colgaban de la bóveda, y los vitrales que ornaban una de las paredes permitían el paso de la luz natural en días soleados; sin embargo, en esos instantes caía la noche y no se distinguían los motivos ornamentales de las vidrieras. El muro de enfrente estaba ocupado por varias estatuas de Gundar en posturas espectaculares; unas habían sido cinceladas en alabastro y otras en azabache, pero todas perpetuaban la imagen del señor de Gundaria como un heroico guerrero.