El caballero de la Rosa Negra (15 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

—Sois un verdadero mago. —Soth se dirigió al lugar donde se había proyectado la muerte de Caradoc—. ¿Es así cómo supisteis mi nombre y seguisteis mis pasos por el campo?, ¿gracias a la magia?

Strahd exhaló un suspiro y volvió a mirar al caballero de frente.

—Sé muchas cosas sobre vos, más de lo que os imagináis. Tal como habéis averiguado, los vistanis son sólo una de mis fuentes de información. Pero no sería prudente revelaros todos mis secretos ahora. Con el tiempo…

Magda irrumpió en la sala en ese momento con un elegante traje de seda roja que caía desde los hombros desnudos hasta el suelo. La tela crujía al arrastrarse sobre el suelo de piedra y removía el polvo; bajo el borde del vestido asomaban sus pies descalzos.

—Gracias, excelencia. Es un vestido magnífico, mucho más bonito que todos los que he tenido en mi vida.

El conde siguió con la mirada sus pasos por el salón, atrapado por la belleza y la gracia sencilla de la joven. Magda debía de haber encontrado el aguamanil que el conde había dejado allí, y el barro de las mejillas se había trocado en un rosado tono de pudor. Además se había recogido el cabello hacia arriba de una forma que pronunciaba la esbeltez del cuello.

—Un vestido no es más que un conjunto de retales unidos por hilo; sólo la persona que lo lleva lo convierte en algo magnífico.

Magda hizo una reverencia en respuesta, orgullosa de llevar el regalo del conde y segura de que era una manera de recompensarla por haber conducido a Soth al castillo. Entonces, vio al caballero de la muerte y se estremeció visiblemente.

—Lord Soth —comenzó, y las palabras se diluyeron en un silencio incómodo.

—El caballero todavía está alterado por el viaje —dijo Strahd con amabilidad, la mirada prendida en la suave y blanca piel de los hombros de la mujer—. Retirémonos al salón a tomar un refrigerio y a divertirnos un poco.

—Yo no necesito comida —advirtió Soth huecamente.

Strahd le puso una mano en el hombro.

—Pero la joven sí. Además, estoy seguro de que el entretenimiento será de vuestro agrado.

Soth se desasió del conde apartándose de una gran zancada; tomó buena cuenta de que la mano de su anfitrión, aunque llevaba guante, no había sufrido en absoluto durante el contacto con su cuerpo.

—No veo la necesidad, conde. Quiero información, no diversiones.

Magda no hizo gesto alguno, temerosa de interrumpir el silencio de plomo que cayó sobre la estancia. Strahd y Soth, separados por cierta distancia, se miraban fijamente. El conde, sin levantar la mano, trazó en el aire un dibujo con la punta de un dedo, movimiento que pasó inadvertido tanto para la vistani como para el caballero.

Un agudo lamento sonó en la estancia contigua, la música de un violín en manos de un maestro, y la melodía comenzó a invadir el salón donde se hallaba Strahd con sus invitados.

—¡Ah! ¡Ha comenzado sin nosotros! —advirtió el señor del castillo afectando cierta sorpresa.

—No había nadie ahí hace un momento… —balbuceó Magda confundida mientras la música proseguía—, y sólo se puede entrar por este salón…

Se acercó a la puerta abierta y atisbo en la enorme sala donde se había cambiado de ropa. Tres grandes candelabros de cristal iluminaban las paredes de mármol, jalonadas por ostentosas columnas de piedra, y la mesa larga que dominaba el espacio estaba cubierta por un fino mantel de satén de un blanco tan inmaculado como las paredes y el techo. La ropa que Magda se había probado y los harapos que había abandonado de cualquier manera estaban amontonados sobre la mesa en el extremo cercano a la puerta, y al fondo aguardaban tres asientos y varios platos humeantes de carne, sopas y verduras.

La comida y los platos no estaban allí unos momentos antes, cuando había entrado a cambiarse. Apenas prestó atención al asado ni al vino tinto, aunque tenía el estómago vacío y la cabeza débil por lo poco que había comido durante el día, sino que miraba fascinada al personaje que se hallaba en el ala opuesta del salón.

El músico estaba de pie ante un colosal órgano enmarcado por dos espejos que tapaban la pared desde el suelo hasta el techo. Llevaba un pañuelo de múltiples colores sobre la cabeza, otro negro alrededor del cuello y un fajín ceñido al estrecho talle; los pantalones negros estaban rasgados y manchados de sangre, igual que la amplia camisa blanca. El hombre mantenía la cabeza inclinada y movía la mano con rigidez sobre el antiguo violín, exactamente igual que un muñeco autómata que ella había visto una vez en el pueblo.

La canción concluyó, el músico levantó la cabeza y Magda lanzó un grito.

—¡Andari! —exclamó, y avanzó unos pasos hacia él. Llegó a su lado sin percatarse del aspecto enfermizo que tenía; su piel, generalmente oscura, estaba pálida y tenía la mirada acuosa y perdida—. ¿Andari? —Como no respondía, le tocó la mejilla, y la encontró fría y sin sangre.

—Tu hermano irrumpió en el pueblo esta tarde a última hora para prevenir a todo el mundo contra el extraño ser que había matado a
madame
Girani —explicó Strahd desde el umbral de la puerta. Después se volvió hacia Soth—. Como os comenté antes, me ha decepcionado mucho el trato que os dieron en el campamento. El clan Girani será perseguido y exterminado por la ofensa, y Andari es sólo el primero.

La habitación daba vueltas en torno a Magda; alargó el brazo y se apoyó en su hermano, que acababa de inclinar la cabeza para interpretar otra canción.

—No te preocupes, Magda —oyó que decía Strahd—. Tú has cooperado con lord Soth y por eso te salvarás. —La voz sonaba lejana, muy lejana.

Con un débil gemido, la mujer cayó inconsciente al suelo y arrancó el violín de las manos de Andari, pero aquel ser que había sido su hermano siguió moviendo el arco en el aire, impertérrito, como si aún sujetara el legado que tanto había significado para él.

—La sorpresa que le tenía preparada la ha agotado por completo —suspiró Strahd.

—¿Por qué lo hacéis? —inquirió Soth, aunque no lo conmovía la crisis de la mujer.

—Por lo que acabo de decir. Andari llegó al pueblo pregonando a voz en grito lo sucedido en el campamento vistani. Escuchó a escondidas toda la conversación que mantuvisteis con
madame
Girani en el carromato. Cuando lo supe, me pareció un insulto contra vos y decidí reparar en lo posible semejante desliz; y eso es lo que acabáis de ver. —Strahd paseaba negligente por el vestíbulo—. ¿Os satisface la compensación?

—Sí, está bien —respondió Soth, que seguía los pasos del conde.

—Perfecto —replicó, mucho más animado. Se echó la capa sobre un hombro con un elegante gesto y se agachó a recoger a la vistani; levantó en brazos sin ninguna dificultad a la mujer inconsciente y añadió—: Voy a ocuparme de Magda. Hay habitaciones vacías arriba donde podrá descansar. Quedaos aquí, si lo tenéis a bien; yo regresaré enseguida para tratar varios temas con vos. —Sin esperar respuesta, el conde se alejó con la muchacha firmemente agarrada entre los brazos—. Creo que la espera merecerá la pena, lord Soth —agregó al tiempo que llegaba a la puerta—, pues voy a haceros una oferta muy valiosa.

Strahd se alejó tarareando la melodía que Andari acababa de interpretar. El murmullo se oyó en la habitación cercana y después en la escalera de caracol; cuando desapareció por completo, el caballero cruzó los brazos sobre el pecho y se puso a observar el salón.

Miró el gran espejo que se elevaba a ambos lados del inmenso órgano, y, por primera vez en muchos años, se contempló a sí mismo, con la armadura ennegrecida, la capa flotante y los ojos de fuego anaranjado. No obstante, lo que lo hizo detenerse no fue el reflejo de su propia imagen sino el hecho de no haber visto la de Strahd cuando éste, un momento antes, había pasado con Magda ante el bruñido cristal.

Se dirigió hacia Andari pensando aún en ese detalle. El vistani continuaba moviendo los dedos en el aire sobre unos trastes inexistentes y pasando el arco arriba y abajo mecánicamente.

Le retiró con cuidado el pañuelo negro del cuello y descubrió la garganta rajada y la carne que colgaba deshilachada de los bordes de la herida.

—Sí —comentó Soth en voz baja—, el conde es un hombre sorprendente.

Lo tapó de nuevo con suavidad y recogió el violín del suelo; lo colocó entre las manos del vistani y se sentó a la mesa para aguardar el regreso de su anfitrión en aquella sala donde flotaba la melancólica música.

La puerta del dormitorio se abrió por sí sola al acercarse Strahd. Obedecía a su dueño y señor como todas las cosas del castillo de Ravenloft.

Una cama con baldaquino dominaba el aposento. Las sábanas blancas olían a humedad y las polillas habían echado a perder la diáfana tela del dosel, pero, aun así, a la luz de la única antorcha el lecho parecía lujoso. El conde posó a Magda en el colchón y se quedó admirándola semioculto en las sombras.

A la joven se le había soltado el pelo, y los oscuros rizos que le rodeaban la cabeza contrastaban vivamente con la blancura de la almohada. Strahd recorrió con los ojos la línea desde las mejillas, pálidas por la impresión, hasta la suave curva del cuello y los hombros desnudos y morenos. Se pasó la lengua por los crueles labios, y un murmullo involuntario se le escapó de la boca al sentirse invadido por un arrebato de lujuria.

La mujer abrió los ojos de par en par y se encontró ante una escena mucho más horripilante que la que le había privado de sus fuerzas momentos antes. Strahd estaba inclinado sobre el lecho rodeado de sábanas de gasa raídas; tenía los ojos cerrados, y la boca entreabierta dejaba ver dos afilados colmillos marfileños. Magda gritó al sentirse abrazada.

—Tendría que matarte porque sabes demasiado —le siseó el conde con los ojos abiertos y rojos.

Gracias a la disciplina de cientos de años de existencia vampírica, Strahd von Zarovich dominó el ansia de beber hasta la última gota de sangre de la gitana. Las despensas que el señor poseía en las mazmorras estaban repletas de desgraciados; se saciaría con uno de aquellos antes de que la noche tocara a su fin.

—Los poderes oscuros te son favorables esta noche, niña —declaró, dejándola libre—. Tengo una misión para ti. Escucha con atención. —Magda retrocedió en la cama, y el vestido se le arrolló en torno a los muslos. Se acurrucó contra la pared con las rodillas recogidas sobre el pecho, y el conde prosiguió—: Ahora que estás más a gusto —le dijo en tono melifluo, recuperado el ronroneo hipnotizador—, te expondré mi generosa oferta. —Sonrió—. Quiero que sigas siendo guía de lord Soth, y yo a cambio te respetaré la vida.

—¿Adónde… tengo que llevarlo? —logró articular ella por fin.

—El caballero de la muerte va a emprender un viaje por encargo mío. Tú lo llevarás a su destino y te pondrás en comunicación conmigo todos los días a través de un broche embrujado que voy a darte.

Magda procuró desterrar el miedo de los ojos y aquietar el temblor de las manos en la medida en que le fue posible.

—Los vistanis vivimos para serviros, excelencia —replicó serena y relajada.

Pronunció la mentira con la misma pericia que había demostrado para vender chucherías inútiles a los boyardos de la aldea. Pero Strahd no era un lugareño inculto, y le pareció divertida la humildad fingida de la muchacha. Le tomó la barbilla y la miró profundamente a los ojos.

—Creo que comprendes que soy un hombre de palabra, Magda. Sírveme bien y serás recompensada. —Cruzó la habitación—. No te muevas de aquí hasta que te llame. Diré a lord Soth que estás descansando de la agotadora jornada.

Strahd cerró la sólida puerta sin echar la llave para probar a la vistani. Si obedecía sus instrucciones y se quedaba allí hasta la puesta del sol del día siguiente, podría confiarle otras cuestiones; pero, si desobedecía… en fin, el castillo estaba bien protegido y las criaturas que patrullaban por los salones durante el día la reducirían a trocitos.

Satisfecho del plan, atravesó con rapidez las habitaciones hasta llegar a una pequeña estancia, entró sin llamar y asustó al personaje que la ocupaba.

—Mi señor —dijo Caradoc. El fantasma se inclinó ante él, pero el gesto resultó más cómico que cortés a causa del cuello roto.

Strahd le hizo una seña para que se levantara.

—Lord Soth ha llegado —murmuró el vampiro con cierta alegría maliciosa en la voz— y es exactamente como lo describiste.

SIETE

La voz del conde espantó a una rata de su escondite en el rellano al que en ese momento accedían el vampiro y el caballero de la muerte. La entumecida y sarnosa criatura miró furtivamente a la pareja de la escalera, y sus ojillos brillantes se tiñeron de rojo a la pálida luz del candelabro de Strahd.

—¡Ah! —exclamó el conde francamente complacido—. Cumples bien con tu deber. —Tras un chillido largo y vacilante, la rata se arrastró con lentitud hasta una grieta de la pared. Strahd, satisfecho con el informe que acababa de recibir, siguió adelante por un pasadizo que partía del rellano—. Las ratas son un ejemplo de los guardianes de mi casa —comentó sin énfasis especial.

Soth percibía con claridad creciente un llanto amortiguado y constante a medida que caminaba tras su anfitrión. Al principio le pareció una sola voz pero, a medida que se internaban en el castillo, se dio cuenta de que era un grupo de gente que se lamentaba al unísono.

Los quejidos provenían del corredor que se abría a su izquierda. El suelo estaba inundado de aguas pútridas, y unas cucarachas del tamaño del pomo de su espada corrían por todas partes. Los llantos y las lamentaciones se unían en un único coro lúgubre tras las podridas puertas de madera que se alineaban a ambos lados del pasillo.

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