Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
La perversa risa de Soth conmovió el carromato, y el ser enjaulado comenzó a graznar otra vez.
—Según dijisteis, gitana, hay pocas cosas en esta tierra que puedan herirme; si es cierto, no tengo motivos para temeros, ni a vos ni a Strahd. —Sin darle tiempo a hacer otro movimiento, la vistani sacó un puñal enjoyado que provocó la hilaridad del caballero—. ¿Creéis que podéis atacarme con eso? —preguntó, y la agarró por la mano.
—Ya os advertí que conocemos la magia, caballero de la muerte. La hoja de esta daga está encantada, hechizada para lidiar con los de vuestra catadura.
Con un rápido giro de muñeca,
madame
Girani atravesó el guantelete del caballero con el puñal y se lo clavó en los dedos. Aunque el corte no era profundo, le quemaba como si la hoja estuviera impregnada de ácido corrosivo. Soth sofocó un grito de dolor; hacía muchos años que no tenía esa sensación.
No cometió el error de desenvainar la espada porque sabía que un arma de hoja larga como la suya jugaría en desventaja contra un cuchillo bien manejado, en el reducido espacio del carromato. Entonces, con movimientos decididos, levantó la jaula y retiró la manta. El bicho encerrado chilló e intentó hender las manos de Soth con sus garras, pero las afiladas uñas resbalaban sobre los guanteletes.
Madame
Girani buscó la puerta, pero, antes de alcanzar la salida, Soth forzó los barrotes de la jaula como si de juncos se tratara, y el volador se lanzó hacia la vieja desplegando sus alas angélicas, con las cuatro zarpas en posición de ataque. La anciana trató de mantenerlo a raya, pero el ser se posó sobre el brazo extendido y trepó escarbando en dirección al rostro. Soth levantó una mano y descolgó la lámpara del gancho.
—Presentad mis respetos a los poderes oscuros —dijo, antes de estrellar la lámpara contra el suelo.
El aceite se inflamó sobre las plumas, telas y papeles desparramados a los pies de la mujer, y las llamas se propagaron de un montón de fruslerías al siguiente incendiándolo todo.
Madame
Girani lanzó a gritos una última maldición mientras luchaba con el monstruo que le picoteaba el hombro.
—¡Maldito seáis, Soth de Dargaard! ¡Jamás regresaréis a Krynn, pero siempre tendréis presente vuestro hogar!
El bicho desgarró el rostro de la mujer y le arrancó tiras de carne sanguinolenta; abrió la boca, su único ojo giró en la órbita y le hincó los dientes en la garganta. Una cortina de fuego se interpuso entre
madame
Girani y Soth y, después, un chillido horripilante sacudió el carromato. El olor a carne quemada se unió a la fetidez de pieles abrasadas y de madera ardiendo. Soth se giró e hizo saltar la puerta de sus goznes con una patada; el soplo de aire nocturno avivó las llamas, y el caballero de la muerte abandonó el carromato envuelto en una nube de espeso humo negro.
—¡Fuego! ¡Despertad todos!
—¡Aquí, aquí! —exclamó otra voz—. He oído gritar a
madame
Girani.
Los hombres de la tribu abandonaron sus lechos y se afanaron buscando agua para apagar el incendio. Oyeron los aullidos que venían del carromato y vieron salir a lord Soth de aquel infierno, pero a él no lo rozaban las llamas. Las chispas que le caían sobre la capa y el yelmo se enfriaban al instante; una densa humareda asfixiante lo rodeó, pero la traspasó como si fuera una dulce brisa primaveral.
—La ha matado —musitó uno, pero nadie se atrevió a detenerlo.
Los vistanis, con cubos de agua en la mano, miraban petrificados de terror. Aquel hombre de fulgurantes ojos anaranjados debía de ser un mensajero de Strahd; tal vez fuera servidor de los poderes de las tinieblas que gobernaban sobre todos ellos, incluido el conde. Ese pensamiento empujó a muchos de ellos a huir por el bosque.
Otros, sin embargo, más jóvenes y menos supersticiosos, veían en Soth a un simple payo que había tenido la osadía de atacar a uno de los suyos; y fueron dos de éstos, que no contaban más de quince inviernos, los que se apresuraron tras el caballero armado. El código no escrito de los vistanis clamaba venganza contra el extranjero, y los dos muchachos asumieron su cumplimiento con el entusiasmo irreflexivo de la juventud.
Uno blandía una larga espada y el otro una daga; ambos parecían duchos en la pelea pero el caballero observó que la ira y el miedo los hacía descuidados. Sin esforzarse apenas, desenvainó y despachó a los dos. La sangre se derramó por el polvo y lo tiñó de rojo.
El caballero estaba de espaldas al carromato incendiado con el acero en la mano izquierda, apuntando hacia el suelo, y las llamas proyectaban su sombra, que dominaba el calvero, tétrica y cambiante, sobre los cuerpos caídos. Una pequeña explosión conmovió el campamento cuando el fuego alcanzó las ampollas y frascos de ingredientes exóticos almacenados en la caravana, y el techo, presa ya de las llamas, estalló en mil pedazos que se esparcieron por todas partes. Los pocos gitanos que no habían huido a refugiarse en el bosque comenzaron a echar cubos de agua sobre los focos de fuego iniciados por la lluvia de fragmentos, pero el carro situado junto al de la anciana comenzó a arder enseguida.
Los niños vociferaban a pleno pulmón, y de entre los adultos dominados por el pánico, una sola persona se atrevió a acercarse a Soth: Magda, la hermosa bailarina, que atravesó el campamento a toda prisa hacia el lugar del siniestro.
—
Madame
Girani! —gritó, con las mejillas regadas de lágrimas.
Soth la detuvo cuando pasó junto a él, y el frío ultraterreno de la mano le produjo círculos azules en la estrecha muñeca.
—Está muerta —le advirtió.
Magda se quedó rígida de miedo y dolor. Intentó alejarse del caballero, pero la tenía atenazada entre sus dedos férreos, y cayó de rodillas al lado de los cadáveres de sus congéneres mientras miraba la huida de los pocos que quedaban. Su hermano se detuvo en el lindero y la miró a su vez; sin sentir vergüenza por su cobardía, dio media vuelta y echó a correr con el violín pegado a su pecho.
El caballero de la muerte escudriñó el campamento. Todos los vistanis se habían dispersado en la noche, y sólo el crepitar de las hogueras y el quedo sollozo de la joven que tenía a los pies rompían el silencio.
—Te llamas Magda, ¿no es cierto? —inquinó, tras aflojar la mano con que la retenía—. Pareces inteligente —prosiguió sin aguardar la respuesta—, de forma que no intentes engañarme ni escaparte. —La soltó y envainó la espada. Magda se frotaba la muñeca sin mirarlo—.
Madame
Girani me contó que vuestra tribu ha viajado por Barovia, así es que vas a ser mi guía. Nuestro primer destino es el castillo de Ravenloft; llévame allí.
Magda tropezó con una rama retorcida que no había visto a la escasa luz de la aurora, y cayó de rodillas al suelo. Estaba extenuada tras una marcha de cinco horas por el enmarañado bosque.
—Por favor —imploró—, déjame descansar; llevamos toda la noche andando.
—Levántate —respondió una voz sin emoción a su espalda.
La joven vistani se frotó los ojos e hizo un esfuerzo para incorporarse. Miró los desgarrones que se había hecho en la falda y las salpicaduras de barro en la blusa blanca. Se había mojado los zapatos al cruzar un arroyo y tenía las piernas arañadas por los arbustos espinosos; además, hacía horas que había perdido todas las pulseras.
—Podríamos continuar por la carretera de Svalich, que pasa por aquí cerca —dijo Magda con cierta esperanza mientras se ajustaba la bolsa de arpillera que llevaba atada a la cintura—. Así el camino no sería tan difícil.
—Seguimos por el bosque —replicó, sin detenerse siquiera a considerar la sugerencia—. En todos los caminos del mundo suele haber patrullas, y no quiero que el conde sepa de mi llegada. —Tendió una mano hacia la mujer. En cualquier otra circunstancia, Magda habría interpretado el gesto como un ofrecimiento de ayuda, pero sabía que en ese momento representaba una amenaza: «Camina o vuelvo a quemarte con el hielo de los no muertos».
La gitana no se limitó a caminar; corría, volaba entre los árboles tan rápido como sus entumecidas piernas le permitían. Las ramas delgadas le azotaban la cara y los brazos, y los zarcillos parecían enredarse a propósito en sus tobillos. Respiraba con dificultad, a grandes bocanadas espaciadas, pero no aflojaba el paso. «El camino está ahí delante —se repetía una y otra vez—. Si consigo llegar hasta allí tal vez lo burle».
No se atrevía a volver la vista atrás porque estaba segura de que el muerto le seguía los pasos con las heladoras manos tendidas hacia ella. El pulso le martilleaba los oídos hasta el punto de apagar el ruido de sus propios pies, que avanzaban a trompicones sobre la hojarasca y las pegajosas zarzas. Sin embargo, ninguna mano le oprimió el hombro ni ningún acero le aguijoneó la espalda; siguió avanzando libremente y llegó a pensar que había escapado a su secuestrador.
A través de un claro entre los abetos divisó la amplia carretera de Svalich. El sol del amanecer penetraba en el bosque por entre las ramas y creaba sombras alargadas en la espesura. Magda apretó el paso aún más al atravesar las zonas de luz y oscuridad gritando en silencio: «¡Soy libre! ¡Estoy salvada!».
En medio de la profunda penumbra de los abetos destellaron dos ojos anaranjados. Magda lanzó un grito, se detuvo en seco y, con los músculos agarrotados por la prolongada marcha y la repentina y frenética carrera, cayó al suelo. Sin prestar atención al dolor del hombro magullado, volvió a ponerse en pie.
No sabía si se acercaba a la carretera o no, pero ya no le importaba; el muerto viviente se le había adelantado de alguna manera, se había interpuesto entre ella y el camino. «Sigue corriendo —se decía—, no puede mantenerse a tu paso eternamente».
Lord Soth emergió justo frente a la mujer de la sombra de una piedra enorme y cubierta de musgo. La joven se desplomó a sus pies jadeante y llorosa.
—Ha sido un acierto eliminar ese obstáculo —dijo con calma el caballero de la muerte—. Ahora que ya sabes que escapar es imposible, podemos seguir adelante.
Con la tristeza reflejada en sus verdes ojos, Magda se levantó una vez más y reanudó la marcha. El caballero de la muerte se había demorado en el campamento vistani el tiempo necesario para que la joven se vendara la muñeca quemada por el hielo con unas tiras de su propia falda y recogiera unas pocas cosas de la caravana; ni siquiera le había permitido rezar una simple oración sobre las ruinas del carromato de
madame
Girani.
Durante las primeras horas, todo le había parecido una terrible pesadilla, y deseó repetidas veces despertarse en la cama y escuchar los fuertes ronquidos de Andari cerca de ella. Pero el aullido lejano de los lobos o el gruñido de algún ser más siniestro la devolvían siempre a la realidad y entonces, al girar la cabeza, veía al muerto viviente tras ella con aquellos ojos refulgentes como fuegos fatuos. Las pesadas botas del hombre no hacían ruido al pisar la maleza, y apenas le dirigía la palabra. Hacia el amanecer, Magda ya sabía que no pretendía matarla…, al menos hasta llegar al castillo de Ravenloft.
La idea de ponerse en camino hacia el hogar del conde Strahd von Zarovich la aterrorizaba casi tanto como el propio Soth. Por todo el condado corrían persistentes rumores de los sangrientos tormentos que el demonio Strahd infligía a los visitantes no deseados. Ella misma había visto los despojos de dos de sus desventuradas víctimas en el pueblo de Barovia. Se trataba de dos aprendices de aventurero, dos ladronzuelos que intentaron colarse en el castillo al caer la noche; la esperanza de enriquecerse con rapidez les cegó el sentido común, y el conde los castigó públicamente, según su idea de la justicia, para ejemplo de toda la aldea.
La joven vistani se estremeció con el recuerdo de los dos cadáveres expuestos en la plaza de la villa, desangrados y decapitados. Intentó concentrarse en el canto de los pájaros que trinaban alrededor y en los resplandecientes haces de sol que atravesaban las copas de los árboles, pero no logró borrar de la mente las espeluznantes imágenes; la impresión que le habían causado los hombres muertos dominaba sus pensamientos.
Recordó con un sobresalto que
madame
Girani había dicho que Soth estaba bajo la protección de Strahd; por lo tanto, tal vez el conde deseara que llegaran al castillo sanos y salvos. Esa posibilidad mantuvo viva su esperanza. Él sol había alcanzado casi el cenit cuando aparecieron tres jinetes en la carretera de Svalich, que corrían levantando montones de barro de la compacta tierra. Detrás galopaba otro caballo con un hombre echado en la silla. El camino estaba bastante lejos y no lograron distinguir más detalles, pero hacía ya una hora que los grupos de hombres montados aparecían con frecuencia, así como algunos campesinos solitarios con carretas llenas de alimentos.
—Debemos de estar acercándonos al pueblo —manifestó Soth en cuanto pasaron los jinetes—. Si seguimos a este paso, ¿cuánto tardaremos en llegar?
Magda miró alrededor y observó que la carretera iniciaba una curva cerrada hacia el suroeste; el pueblo y el castillo de Ravenloft estarían a poco más de seis kilómetros.
—A media tarde —repuso—, si mantenemos el ritmo. Tras considerar la cuestión unos momentos, el caballero le ordenó que se sentara.
—Sería demasiado pronto —advirtió—. Prefiero llegar bien entrada la noche, así será más fácil abrir brecha en las defensas del castillo.
Las historias que contaban los barovianos siempre dejaban patente que, ya fuera de día o de noche, en Ravenloft no se solía acoger bien a los viajeros. La imponente fortaleza de piedra tenía defensas más siniestras que los muros o las macizas puertas, según los rumores locales. No obstante, lord Soth no era un simple ratero empeñado en quitarle unos cuantos tesoros al conde.