El caballero de la Rosa Negra (13 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Magda sacó el puñal, y la opaca luz de la luna filtrada por las nubes se reflejó en el metal. El enano avanzó un paso con cautela.

—¡Ya basta! —exclamó Soth—. Esta muchacha es mi prisionera, y no soy siervo de Strahd von Zarovich.

—Una mujer vistani y un… —bufó al tiempo que encogía los hombros. Se quedó observando a Soth, midiéndolo con su único ojo sano; su expresión acusaba interés por el recién llegado, sin rastro de temor. Señaló el castillo con la cabeza y añadió—: Desde luego, tú no eres uno de
sus
cadáveres andantes, señor caballero. Ésos no saben decir más que el nombre del amo; ¡vaya muestra de engreímiento! ¿No te parece? ¡Tener zombis que sólo saben quejarse o decir «Strahd»!

Soth no dejó de vigilar al enano, que volvió a sentarse para ponerse la otra bota.

—¿Fuiste tú quien le hizo esto a los aldeanos? —preguntó el caballero de la muerte.

El enano se limpió los restos de sangre de los fornidos brazos y sonrió.

—No todo es obra mía, si te refieres a eso —replicó—. Se lo advertí varias veces. «Si me colgáis, os pesará», les dije —echó una ojeada a los cadáveres—, y ahí los tienes.

—¿Cómo? —preguntó con énfasis el caballero.

Una vez calzado, el enano comenzó a estirarse los destrozados pantalones y a sacudirse la sangre lo mejor que pudo.

—No eres de por aquí. —Se echó a reír y miró a la vistani—. Es cierto…,
Magda
, ¿no es así? No es de este ducado, ¿verdad?

La gitana guardaba un silencio hostil, empuñando la daga de plata con fuerza y mirando a los cadáveres uno por uno; cada vez que el enano hacía un movimiento brusco, blandía la hoja en actitud amenazadora.

El enano volvió a la tarea de limpiarse, impávido ante la hostilidad de Magda y el silencio de Soth. Después de recomponerse lo mejor posible, repasó los cuerpos uno por uno en busca de cualquier cosa de valor. La tosca ropa de los aldeanos estaba muy gastada por el uso pero, aun así, el enano consiguió quitar a un cadáver una chaqueta de lana sin mangas y una manta de colores vivos al caballo. Mientras se envolvía en la manta como si fuera una capa, se dirigió al caballero.

—¿Puedo ayudarte en algo más? Porque supongo que no te has quedado ahí sólo para ver cómo desvalijo a los muertos.

—Afirmaste que no soy de estas tierras. ¿Por qué lo crees?

El enano se acercó al caballero y se apretó la manta sobre los hombros.

—Mira —dijo en tono confidencial—, en el tiempo que llevo en Barovia he aprendido dos cosas. Lo primero: no preguntar jamás a los desconocidos sobre sí mismos. Casi toda la gente de estas tierras guarda oscuros secretos que prefiere no revelar; cosas que han hecho, mucho peores de lo que tú o yo podamos imaginar… Bueno, tú, por lo menos. Además, a nadie le gusta que se entrometan en sus asuntos. —Echó una ojeada alrededor como si hubiera alguien escuchando—. Por ejemplo, sé que no eres mortal (no me preguntes por qué, no te lo voy a decir), pero te acepto tal como eres. He visto cosas más raras que tú por aquí, aunque no muchas, claro está. —Se encogió de hombros al no hallar respuesta.

—¿Por qué me cuentas todo eso? ¿Tan seguro estás de que no soy un espía al servicio de Strahd von Zarovich? —inquirió Soth.

—Lo segundo que he aprendido en Barovia —prosiguió con una sonrisa satisfecha— es a no tener nada que ver con los vistanis. Cuentan a Strahd todo lo que saben sobre los recién llegados, y si alguien los ataca es como insultar al propio conde. —Señaló a Magda—. Si esa muchacha sabe algo de ti, señor caballero, sería mejor que la llevaras de nuevo al bosque y te ocuparas de que nadie volviera a verla jamás. Es sólo una sugerencia, ¿eh? Un consejo gratuito de una persona que lleva algún tiempo aquí atrapada.

Magda, que se mantenía algo apartada y aferraba la daga en la mano, retrocedió hacia la espesura.

—Alguien viene —susurró—, del pueblo.

—No serán palurdos —apostilló el enano—. Ésos nunca salen de casa por la noche si pueden evitarlo. Es que hay muchos seres como tú y como yo rondando por los alrededores.

Del pueblo llegaba el traqueteo de unas ruedas de madera, y los cascos de un caballo al trote retumbaban rítmicamente sobre los guijarros del suelo; dos faroles parpadearon en la oscuridad a medida que los ruidos se aproximaron.

—Es un carruaje —anunció Soth, que escrutaba la noche con sus brillantes ojos—. Dos caballos oscuros como el carbón. —Se fijó con mayor intensidad—, pero no veo al cochero.

—¡Oh, maldita sea! —El enano salió disparado hacia el bosque—. Te lo advertí, ¿no? ¡Maldita vistani! —Desapareció en la espesura blasfemando incoherencias.—¿Qué es? —preguntó Soth con la espada apuntada hacia Magda.

La mujer no tuvo tiempo de contestar, pues el carruaje llegó y se detuvo frente al edificio en ruinas. Los caballos negros piafaban, relinchaban y agitaban la cabeza con inquietud. No había cochero en el pescante ni nadie tocó la carroza cuando la portezuela se abrió para ellos.

—¡La carroza de Strahd! —logró articular Magda por fin—. ¡Cómo en los cuentos! ¡Viene a buscaros a vos!

—A
nosotros
, Magda —corrigió lord Soth—. No creerás que iba a dejar sola a mi encantadora guía.

SEIS

Strahd von Zarovich se encontraba de pie con un brazo apoyado sobre la repisa de una enorme chimenea, donde ardían unos pocos troncos; la luz que arrojaban no era suficiente para alumbrar al conde, y menos aún la cavernosa sala en la que se hallaba en ese momento. El señor de Barovia hojeaba distraído un libro de poesía gastado por el uso y, cada vez que volvía una página, la sonrisa que torcía su cruel boca se ensanchaba un poco más.

—¡Ah, Sergei! Siempre fuiste un romántico empedernido.

El libro había sido escrito mucho tiempo atrás por Sergei, el hermano menor de Strahd, y todos los versos estaban dedicados a una sola mujer, su amadísima Tatyana. La sonrisa del conde no se debía a los poemas en sí, creaciones de Sergei que, como todo lo que había hecho en su corta vida, rebosaban belleza y sentimiento verdadero; lo que le divertía era saber lo fútil de aquellas exclamaciones de amor. Los amantes jamás habían podido unirse mediante los sagrados vínculos del matrimonio, y Strahd lo sabía porque él mismo había asesinado a su hermano el día en que iba a desposarse con Tatyana.

El deseo por la joven consumía a Strahd con tanta intensidad que no podía pensar en nada más que en la encantadora y cariñosa Tatyana, y el hecho de que fuera a convertirse en la esposa de ese niñato irremediablemente ingenuo alimentaba su ansia por poseerla. Había pasado una temporada de terrible mal humor, merodeando por las salas del castillo de Ravenloft con la esperanza de verla unos momentos, y durante las noches, se zambullía en la lectura de libros esotéricos buscando contra toda esperanza un encantamiento que lo ayudara a ganar el corazón de Tatyana.

Más adelante, el deseo no correspondido lo había inducido a pactar con las fuerzas de la oscuridad un acuerdo que exigía el fratricidio como condición. Los hechos se habían consumado en el día de los esponsales de Sergei con el puñal de un asesino; el arma poseía la hoja más afilada que hubiera visto en su vida. Mediante la inmolación de su hermano, Strahd había adquirido poderes de pesadilla, pero ni siquiera esas fuerzas ajenas acabadas de descubrir habían logrado variar el rumbo de los sentimientos de Tatyana.

Cuando había declarado sus anhelos a la joven, Tatyana había preferido quitarse la vida antes que dejarse abrazar por él un solo instante.

Strahd cerró el libro con brusquedad. Tatyana no tenía la menor noción de que ahora, casi cuatrocientos años después de su muerte, él seguía viviendo en el castillo… y aún la deseaba.

Arrojó el tomo al fuego. Las páginas, antiguas y resecas, se ahuecaron y se consumieron mientras el conde paseaba impaciente por la sala.

Efectivamente, los poderes oscuros con quienes había sellado el trato tantos años atrás le habían concedido mucho a cambio de la muerte de Sergei. Nunca volvió a sentir el castigo de las enfermedades ni el peso de la vejez, y había gobernado Barovia durante tanto tiempo como años suman cinco vidas humanas, gran parte del cual había dedicado al estudio de las artes arcanas; gracias a ello había descubierto secretos ocultos que acrecentaban su poder sobre los vivos y los muertos.

El condado de Barovia, gobernado durante muchos años por los von Zarovich, hubo de pagar los sangrientos actos del conde y compensar sus triunfos con el sufrimiento de todos. Poco después del asesinato de Sergei, el condado quedó sumido en un submundo de brumas que confinaron a Strahd en los límites de Barovia; no obstante, logró hacerse con los medios para que nadie pudiera salir de sus dominios. Se convirtió en el dueño absoluto de la tierra, victoria que enseguida le pareció vacía a causa del carácter apocado de la mayoría de los boyardos y campesinos que habitaban las desperdigadas aldeas. Por ese motivo, el conde disfrutaba cada vez que un ser como Soth, capaz de medirse con él, aparecía en Barovia.

—Me pregunto si mis invitados se encontrarán cómodos —se dijo en voz baja mientras se dirigía a una ventana.

Se asomó a mirar la carretera, que se retorcía y trepaba por la montaña hacia el castillo. Cerca del puente que cruzaba el río Ivlis, la inconfundible pareja de faroles con que se alumbraba el carruaje avanzaba con rapidez.

El señor de Ravenloft cerró los ojos y se concentró. De la misma forma que la carroza sin cochero obedecía su mandato, la mente de los pasajeros se abría para él como el libro de poemas de Sergei. Se detuvo primero en los pensamientos de la mujer, y tal como esperaba, el terror los embargaba, aunque un rincón de su intelecto se resistía al miedo como un núcleo de valentía, que ella alimentaba repitiéndose antiguas leyendas de héroes vistanis. Sin embargo, los relatos no desbancaban por completo el temor, que sería de gran utilidad para Strahd, sobre todo cuando se convirtiera en pavor gracias a la pequeña sorpresa que tenía prevista para ella.

En comparación con Soth, la vistani no sentía la menor curiosidad hacia el morador del castillo, pero ella no era más que un peón, al fin y al cabo. El caballero de la muerte, en cambio, merecía un estudio detenido, de modo que Strahd despejó la mente y se introdujo en la conciencia del viajero.

Los primeros estratos mentales de Soth eran tan nebulosos como el asfixiante muro de brumas que rodeaba el pueblo. Casi todas las emociones normales en el pensamiento humano —amor, deseo, respeto— estaban ausentes o adormecidas. Se adentró un poco más, y una oleada de odio en ebullición y de lujuria insatisfecha lo avasalló; tanta intensidad asustó al señor oscuro y lo obligó a retroceder un momento.

Lo más sorprendente fue la absoluta falta de miedo que halló al proseguir su viaje por la conciencia del caballero. Todos los que sabían algo sobre el conde sentían aprensión en el momento de encontrarse con él, pero no así el caballero de la muerte. El señor de Ravenloft no proyectaba sombras inquietantes sobre la mente de Soth y se preguntó si sería pura temeridad. Por el poder que percibía supo que no era ésa la respuesta.

Strahd dio por concluida la inspección de los turbulentos pensamientos de Soth y se preparó para abandonarlos; comenzó a retroceder despacio entre el torbellino de emociones violentas, pero un impulso instantáneo lo hizo dudar. El viaje en el carruaje había despertado en el caballero el recuerdo de un acontecimiento antiguo.

El señor de Barovia se instaló de nuevo en la mente del caballero de la muerte con el deleite perverso de un mirón.

A Soth le dolían las rodillas, postrado de hinojos en un salón enorme donde se hallaban congregados los miembros de las tres órdenes de caballeros solámnicos, la de la Corona, la de la Espada y la de la Rosa. Todo el mundo estiraba el cuello para ver al compañero caído. Tanta torpeza lo enfurecía y se obligó a devolver la mirada a muchos de los caballeros; lo aliviaba comprobar cómo se acobardaban en cuanto les clavaba los ojos. Sus voces le parecían murmuraciones de verduleras, y las brillantes armaduras le olían como los pañuelos perfumados de los cortesanos de Kalaman.

En la presidencia se hallaban los miembros principales de cada orden, sentados alrededor de una larga mesa cubierta de rosas negras. Las flores oscuras simbolizaban la sentencia del tribunal, pero Soth sabía que la congregación cumpliría el ritual del proceso hasta el último detalle; ellos no estaban arrodillados con la armadura puesta, no se les agarrotaban las rodillas hasta casi dormírseles por el dolor.

—No habéis encontrado defensa contra los hechos que se os imputan, Soth. Os hallamos culpable de adulterio con la mujer elfa Isolda; de asesinato en la persona de lady Gadria, vuestra devota esposa, y también de doce infracciones más, aunque más leves que estos cargos —declaró lord Ratelif; tomó una flor negra y se la arrojó al convicto.

La rosa le dio en la cara pero no se arredró. No quería darles esa satisfacción, pensaba con encono.

Sir Ratelif se puso en pie para pronunciar la sentencia del caballero caído.

—De acuerdo con la Medida, lord Soth del alcázar de Dargaard, Caballero de la Rosa, será arrastrado por las calles de la ciudad y permanecerá encerrado hasta el mediodía de mañana para ser ejecutado después por los crímenes cometidos contra el honor de la Orden. —Unas manos toscas agarraron a Soth por los hombros, y un corpulento sargento le arrebató la espada de la vaina para presentársela a lord Ratelif. El gran guerrero la alzó ante sí con la hoja hacia Soth—. El culpable morirá atravesado por su propia espada.

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