El caballero de la Rosa Negra (9 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

—¡No! ¡Déjame en paz!

El grito de la mujer sorprendió a Andari, y el precioso legado se le cayó de las manos. Si no hubiera estado envuelto en el paño, la piedra sobre la que rebotó podría haber dañado la superficie; tan sólo una minúscula astilla saltó del instrumento, aunque a Andari le pareció suficiente motivo de cólera.

—¡Magda! —exclamó con el violín entre los brazos como si arrullara a un niño.

Se oyó un estrépito de cristales rotos en el interior de un carromato.

—¡No te acerques a mí! —Un objeto contundente se estrelló contra la pared del carro y la puerta se abrió de golpe—. ¡Vete con la gorda de tu mujer!

Una joven gitana se recortó en el umbral contra la luz del farol. Su cabello, negro como el azabache, caía en rizos hasta los hombros; se apartó un mechón de los ojos con un gesto altivo. Los altos pómulos le endurecían la expresión a pesar de los labios suaves y abundantes y los atractivos ojos verdes. Lanzó una furiosa mirada al interior del carromato al tiempo que se recogía la larga falda, bajo la cual aparecieron dos estilizadas piernas. El modo en que descendió los tres escalones hablaba de sus condiciones para el baile.

—Maldita seas, Magda —dijo Andari, y en dos grandes zancadas se plantó junto a ella; sin soltar el violín que apretaba contra el pecho, retuvo a la muchacha por el hombro—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Por culpa de tus gritos se me ha caído el violín al suelo!

Un hombre de baja estatura y escaso cabello asomó desde el carromato. Estaba pálido, y el sudor le caía por la frente hasta los ojillos brillantes. Se estiró la camisa con un movimiento de los hombros, y abrochándose los ricos botones de plata que adornaban el lienzo blanco, dijo:

—Ésa no es para mí, Andan, a menos que quiera morir asesinado en la cama.

—Te advertí que lo trataras bien, ¿no? —la regañó zarandeándola violentamente.

Magda abofeteó a su hermano. Unos hombres y una mujer pasaron junto a ellos de camino a sus carromatos, pero no prestaron atención; habían visto esa escena entre los hermanos muchas veces y sabían que no era necesario intervenir.

—No me puedes obligar a acostarme con ese patán, ni siquiera por el pan que como —replicó Magda furiosa.

El hombre salió por fin con la camisa abrochada, tirante sobre la abultada panza.

—Habría pagado generosamente por una ramera tan bonita como tú —presumió; frunció el entrecejo y se rascó el cogote—. Podría hacer que la autoridad castigara con unos latigazos ese cuenco que me has lanzado, de modo que considérate afortunada porque soy un tipo afable.

—Naturalmente,
herr
Grest —repuso Andari con una sonrisa servil—. Descuidad, yo me ocuparé de que reciba su merecido por haberos tratado mal.

—Como quieras —replicó el boyardo sin inmutarse. Miró a la hermosa mujer de arriba abajo. Magda enrojeció de ira, y sus ojos se inflamaron como una tormenta en el mar. A pesar de los insultos, aquellos ojos verdes lo atraían; cualquier hombre habría deseado perderse en ellos… Sacudió la cabeza—. Te habría convertido en una reina. —Suspiró y se volvió hacia Andari—. Mi caballo, muchacho; tengo que llegar al pueblo enseguida.

La falsa sonrisa del músico se desvaneció.

—¿Seguro que no deseáis conocer vuestra fortuna? Aunque tal vez prefiráis la compañía de una de mis primas.

Fijó la mirada en la bolsa que el comerciante llevaba atada al cinturón. El clan no permitía la entrada de extraños o payos en el campamento salvo en contadas ocasiones, y sería una vergüenza dejar escapar a aquel con la bolsa intacta.

—¡Tráeme el caballo, vamos! —repuso
herr
Grest secamente; echó una ojeada al sombrío bosque, más allá del semicírculo de carromatos—. Es una locura viajar de noche… pero pensaba que merecería la pena arriesgarse.

—Ve a buscar la montura del señor —espetó Magda.

Andari iba a golpear a su hermana pero se detuvo al ver que se llevaba la mano al ancho fajín de la cintura; sabía por experiencia que allí solía guardar ella un puñal.

—Mi hermana no sabe nada de la vida —señaló Andari antes de irse a ensillar el corcel del boyardo; se rascó una cicatriz blanca y alargada en el dorso de la mano—. No creáis que todos los vistanis somos tan ingenuos. —Echó a correr hacia su carromato, dejó el violín bien arropado sobre los escalones y desapareció tras las caravanas.

Una vez solos, Magda y Grest mantuvieron un incómodo silencio, hasta que la joven sonrió.

—De todas formas, tengo una cosa que ofrecerte —le dijo con coquetería.

Se dirigió hacia el carro familiar y, con cuidado para no rozar el violín de su hermano, recogió un saco de arpillera que había cerca de la entrada; regresó junto al payo con el bulto tintineante.

—Hay una forma de hacerte irresistible a las jovencitas —murmuró al tiempo que sacaba una bolsita del saco y se la ofrecía—. Deja caer una pizca de esto en el vino de una hermosa mujer y la tendrás a tu entera disposición. Claro está que a nosotras, las vistanis, no nos hace efecto.

—Basura —farfulló el hombre tras echar un vistazo—. Los filtros de amor son para los viejos, los pobres o los feos que no pueden conseguir a la mujer que desean.

Magda devolvió los polvos al saco con una sonrisa cínica; tanto mejor si no los compraba, pensó, porque Grest se habría lanzado a la caza de la tribu en cuanto hubiera descubierto que los polvos no eran más que polvo de huesos—. Quizás este amuleto,
herr
Grest. Eres valiente al atravesar Barovia después de la puesta del sol, pero hasta el más osado debería llevar un talismán de éstos. —Le enseñó una larga tira de cuero con un colgante de plata, que destelló invitante a la luz de la fogata; tenía forma de lágrima con un ojo grabado, entreabierto y malévolo—. Protege contra los seres oscuros que pululan por estos bosques durante la noche. —Magda bajó la voz y prosiguió en un susurro conspiratorio—. Ni los zombis, ni los hombres lobos, ni los vampiros siquiera te verán si lo llevas puesto.

Por la forma en que los ojillos de Grest se clavaron en el dije, Magda supo que tenía una venta en perspectiva.

—¿Cuánto pides? —preguntó el payo, llevándose ya la mano al monedero.

—Treinta monedas de oro.

—Ni hablar —replicó Grest—. Quince como mucho.

Magda negó con la cabeza, y su negro cabello se agitó en torno al rostro. El fetiche tenía cierto poder en realidad, aunque ella exagerase los efectos.

—Te lo he ofrecido a precio de ganga sólo porque me porté groseramente contigo, pero, si no pagas lo que vale, yo…

—Que sean treinta, charlatana.

Mientras cerraban el trato, Andari regresó con el caballo ensillado y listo para partir. Grest tomó el colgante de plata tras tirar al suelo dos puñados de monedas de oro y montó.

—Habría pagado el doble por una noche contigo —le dijo a la hermosa mujer mientras hacía girar la montura en dirección al estrecho sendero que se internaba en el bosque.

Cuando la yegua llegó al lindero, retrocedió inquieta; se negaba a abandonar la seguridad del campamento, y el jinete le hincó los talones con rabia.

—¡Vamos, borrica! ¡Muévete!

La yegua miraba con pavor los arbustos que rodeaban el calvero, y Grest la azuzó otra vez; tras patear la tierra varias veces, el animal salió hacia adelante.

Una silueta más negra aún que la sombra donde se ocultaba se movió ligeramente. El caballero de la muerte volvió de nuevo la cabeza hacia el campamento vistani para reanudar la observación; había seguido a los lobos por el bosque durante horas, por ríos de oscuras aguas y malezas tan enmarañadas como la mente de un loco. Hacía varios kilómetros que los monstruosos guías habían dejado de aullar y sus voces fueron sustituidas por un débil son musical, que Soth siguió hasta llegar al pequeño enclave gitano.

Al principio supuso que los vistanis allí reunidos eran una ilusión o despreciables moradores del Abismo disfrazados de seres humanos. Sin embargo, después de observar a los hombres y mujeres durante una hora, cambió de opinión. Al parecer, eran simples mortales, y ahora esperaba que uno de ellos se destacara como jefe de la chusma; tal vez se tratara incluso del tal Strahd del que había hablado el zombi. El joven llamado Andari ejercía cierto poder sobre los demás, pero era evidente que nadie lo temía. No, no era él quien mantenía la unión de la tribu.

El joven gitano, ajeno a los brillantes ojos que lo vigilaban, seguía censurando a su hermana.

—No quieres robar, no quieres bailar para extraños, y tus cuentos no nos sirven de nada. —La tiró al suelo de un puntapié en el costado—. Da gracias de que Grest haya comprado el amuleto porque, si no, esta noche te ibas a dormir al bosque.

—No eres tú el dueño del destino de Magda.

El joven giró sobre sí mismo para mirar de frente a la apergaminada anciana que acaba de pronunciar tan concisa sentencia.


Madame
Girani —replicó sonrojado de desconcierto—. No me tomo la libertad de hablar por vos, pero Magda…

—Escucha mi palabra, no la tuya. —
Madame
Girani absorbió el fuego del alma del muchacho con una fría mirada de sus ojos azules; Andari, intimidado, tendió la mano a su hermana—. Bien —aprobó la vieja vistani mientras la joven se levantaba y se sacudía el polvo de la falda—. Ahora decidme, ¿qué sucede? —Magda se acercó a la anciana y posó la mano con suavidad sobre su encorvado hombro.

—Andari quería que me vendiera a un boyardo rico del pueblo y, cuando le dije que no, me abandonó con él en el carromato. Tuve que romperle un cacharro de cristal en la cabeza al cerdo ese para convencerlo de que me dejara en paz.

Madame
Girani suspiró y apretó más el nudoso bastón.

—Andari, ya te he advertido muchas veces que tengo planes para tu hermana. La tribu cuenta con suficientes miembros como para mantener a un narrador de cuentos, y quiero que sea Magda quien cumpla esa función.

—Sólo pretendía sacar un poco más de oro para todos del bolsillo repleto de ese payo —arguyó ofendido. Hincó una rodilla en tierra y recogió unas cuantas monedas—. Son para ti.

La vieja vistani no respondió; se quedó mirando fijamente al hombre con armadura que acababa de aparecer en el principio del claro. Su presencia era tan repentina como si se hubiera materializado de las sombras. El desconocido se acercó, y la luz de la fogata permitió ver que se trataba de un caballero armado a la antigua. El desgaste de numerosas batallas había echado a perder los delicados adornos del peto y un fuego intenso lo había ennegrecido; pero, a pesar de los desperfectos, la belleza de la armadura aún era visible.

Un mantón morado colgaba de sus hombros casi hasta las rodillas, y un penacho de largo cabello negro remataba el yelmo, que era tan antiguo y estaba tan estropeado como la coraza; sólo los ojos del hombre eran visibles bajo la visera. Entró en el campamento con la arrogancia y el aplomo de un boyardo acaudalado, a pasos lentos y firmes, como el inexorable progreso del otoño hacia el invierno.

—Bienvenido —saludó
madame
Girani—. Estáis en el campamento de mi familia y os ofrezco cobijo.

Lord Soth inclinó la cabeza ligeramente y apoyó la mano en el pomo de la espada.

—Acepto el ofrecimiento.

Andan miraba boquiabierto al extraño, y Magda, a su lado, se estremeció al escuchar la voz sepulcral. La joven, como todos los vistanis, sabía que los bosques de Barovia se poblaban de criaturas sobrenaturales después del ocaso, y bien podría tratarse ahora de uno de esos monstruos, por lo que se llevó la mano al puñal de plata que escondía en el fajín.

—Está bajo la protección del amo —susurró
madame
Girani al tiempo que retenía el brazo de Magda. La muchacha se calmó, aunque no apartó la mirada del caballero de la muerte.

Al ver a aquellas dos mujeres que tenía ante sí, Soth pensó que una parecía la imagen de la otra desfigurada por la edad. Ambas vestían faldas largas y vaporosas y blusas blancas como la nieve, con mangas de farol; se ceñían la cintura con fajines de alegres colores, se adornaban las muñecas con grandes brazaletes, y brillantes aros dorados colgaban de sus orejas. A pesar de que la anciana tenía el cabello plateado y recogido, el caballero de la muerte supo que lo había tenido tan negro como el halo de rizos de la joven.

El parecido trascendía el aspecto físico, pues los ojos de ambas reflejaban la misma determinación y valentía y lo miraban aceptándolo como era, mientras que Andari dejaba traslucir el miedo que sentía.

«Estas mujeres saben —resolvió Soth—, pero no son fiables por completo».

—La noche empieza a enfriarse —comentó Magda al cabo de un momento—. Ven, payo, confórtate junto a la hoguera. —Se dirigió hacia Soth, pero el caballero levantó la mano para detenerla.

—No tengo esas necesidades; sólo busco información.

—La tendrás —aseguró
múdame
Girani al tiempo que le daba la espalda. Con movimientos pausados y precisos se acercó a una silla situada junto a la hoguera moribunda—. Andari, toca para nuestro invitado; Magda bailará, si nos hace el honor.

—Pero Magda nunca baila para… —objetó Andari, que se resistía a la propuesta.

—Por supuesto que bailaré —lo interrumpió la joven—. Coge el violín, hermano. Voy a bailar la historia de Kulchek,
el Errante
.

Visiblemente consternado, el músico desenvolvió el instrumento, afinó las cuerdas y pasó un dedo con aflicción sobre el pequeño desperfecto causado antes. Magda seguía al lado de
madame
Girani y la ayudaba a colocarse un mantón con flecos sobre los delgados hombros, mientras Soth los miraba desde cierta distancia. Cuando Andari reapareció dispuesto a comenzar, la anciana hizo un gesto al caballero para que se uniera a ella.

—Disfrutad de la danza. Hablaremos después.

Soth cruzó el claro y se quedó de pie junto a la fogata, lejos de
madame
Girani, y cuando Magda le ofreció una silla junto a la anciana, la rechazó.

—Estoy bien aquí —manifestó parcamente.

Andari comenzó una canción lenta, pero que inspiró a Magda desde la primera nota; se balanceaba al son de la música con los ojos cerrados y su cuerpo se contorsionaba con una gracia propia de los elfos de Krynn. Movía los labios como si hablara con un amante invisible, y Soth se puso en tensión, atento a cualquier ataque mágico.

—Cuenta retazos de la historia que acompaña la danza —aclaró
madame
Girani para tranquilizarlo, desde el otro extremo de la hoguera—. Es larga y todavía no la sabe entera.

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