El caballero de la Rosa Negra (4 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Las palabras del elfo proscrito atizaron el odio del corazón de Soth. ¡Aquellos cobardes sicarios eran los que lo separaban de Kitiara! Sus ojos anaranjados lanzaban chispas.

—¿Comprenderla? —bramó—. ¡La admiro! ¡Estaba destinada a mandar, a conquistar, como yo mismo! Pero era mucho más fuerte que yo, capaz de despreciar el amor que amenazaba con encadenarla. ¡De no haber sido por los caprichos del destino, habría gobernado todo Ansalon!

—No —replicó Tanis, asiendo la espada con más firmeza.

Dalamar lo retuvo por la muñeca y lo miró a los ojos.

—Nunca te amó, Tanis —le dijo sin emoción—. Te utilizó como a los demás, incluso a él. —Cuando Dalamar miró hacia Soth, Tanis comenzó a hablar, pero el elfo oscuro se lo impidió—. Te utilizó hasta el final, semielfo; y también ahora tiende la mano desde el más allá con la esperanza de que la salves.

En el momento en que Soth tocó la espada para acabar con Tanis, éste se quedó como desvaído, como si el crudo egoísmo del espíritu de Kitiara se le revelara en ese instante; se enfrentó a los fieros ojos del caballero y retiró la mano del arma. Lord Soth pensó en matarlo a pesar de todo, sólo por renunciar a Kitiara sin presentar batalla; esa cobardía le confirmaba una vez más que Tanis no merecía vestir la armadura de los Caballeros de la Rosa Roja.

«Que viva con esa cobardía sobre su conciencia», se dijo el caballero mientras se giraba para retirar el cadáver.

Su alma había volado ya. El señor de Dargaard esperaba que la generala no intentara huir de él, aunque había previsto esa posibilidad desde hacía mucho tiempo. En el momento en que la arropaba en la capa ensangrentada de Tanis, su lugarteniente cruzaba el Abismo hacia los dominios de Takhisis, donde capturaría el alma de la Señora del Dragón para devolverla al hogar del caballero de la muerte.

Soth se situó en un rincón umbrío del laboratorio con el cuerpo entre los brazos e invocó un hechizo que los transportaría a su castillo. Con una sola palabra, abrió a sus pies una oscura sima que exhaló una ráfaga de aire helado hacia la estancia. Lanzó a Tanis una mirada fulminante mientras éste escudaba el rostro del frío entumecedor; saltó a la fosa y desapareció de la Torre de Alta Hechicería.

Polvorientas llanuras se extendían hasta el infinito en todas direcciones, castigadas por un sol bermellón, engendro del infierno, que jamás se ponía ni recorría el cielo; sirocos infestados de olor a carne quemada levantaban remolinos de arena sobre el maldito paisaje. De vez en cuando, los vientos se fundían en un único tornado estruendoso que se elevaba en la atmósfera, aunque tal inestabilidad nunca duraba porque el sol la aplastaba con el mismo poder sofocante con que abrumaba todo aquello que entrara en el dominio de Pazunia.

—Cuarenta y nueve mil treinta y ocho, cuarenta y nueve mil treinta y nueve.

Un ser solitario caminaba penosamente por los yermos con los hombros encogidos y la cabeza hundida. Caradoc, pues ése era el nombre de aquella desgraciada alma, no necesitaba levantar los ojos para saber que una inacabable llanura de polvo se extendía a su alrededor. Llevaba horas, días tal vez, recorriendo el submundo que formaba el umbral del Abismo; únicamente tres cosas, a cual más indeseable, rompían la monotonía de aquel lugar.

Lejos de Caradoc, casi tocando el horizonte, el río Estigio se arrastraba hoscamente sobre Pazunia entre unas márgenes tan traicioneras como el resto del reino, puesto que el río no era benefactor sino ladrón por naturaleza; con sólo tocar sus aguas, el hombre perdía la memoria, y numerosos eran los viajeros del submundo a quienes la corriente había arrastrado hacia la muerte.

—Cuarenta y nueve mil cincuenta y cuatro. —Se llevó la mano a la frente—. No, un momento; cuarenta y nueve mil
cuarenta
y cuatro.

De trecho en trecho, extrañas fortalezas forjadas en hierro sobresalían de la tierra estéril. Eran las avanzadillas de los más poderosos señores tanar’ri que habitaban en los seiscientos sesenta y seis estratos del Abismo; desde allí emprendían sus incursiones al mundo mortal. Las fortalezas estaban vigiladas por horripilantes guardianes, que las defendían de los demonios servidores de sus rivales. No obstante, abundaban los ataques, y el viento transportaba el fragor de las luchas por toda Pazunia: entrechocar de metales, aullidos de los diablos heridos y maldiciones tan infames que traspasaban los límites de la imaginación. Afortunadamente, ninguno de los luchadores prestaba atención a un viajero solitario, sobre todo si ya estaba muerto.

—Cuarenta y nueve mil sesenta y ocho —musitó al tiempo que daba un puntapié a un guijarro.

Sacudió la cabeza con fastidio mientras se miraba las altas botas de cuero negro. No era el calor abrasador de Pazunia ni el fétido olor lo que lo irritaba, sino el estado de sus ropas. Había mantenido las botas brillantes durante los tres siglos y medio de existencia como muerto viviente, pero ahora estaban sucias, llenas de polvo, y los tacones se habían desgastado por completo con la prolongada marcha. Notó entonces el jubón de seda pegado a la empapada espalda y sacudió la cabeza una vez más; seguro que, cuando abandonara el Abismo y regresara a Krynn, estaría lleno de manchas.

Antes de contar en voz alta el paso siguiente, se alisó la túnica y sacudió el polvo de las botas; después se detuvo y oteó en la distancia.

—Debo de estar cerca —dijo, aunque sólo fuera por oírse la voz, antaño humana.

El fatigado viajero esperaba vislumbrar un agujero abierto en el suelo un poco más adelante, pero no descubrió nada extraordinario. La tercera irregularidad que rompía la monotonía del paisaje eran las bocas de comunicación que plagaban el terreno; había encontrado docenas, cientos tal vez, a lo largo del camino. Algunas despedían un tenue vaho, y de otras provenían aullidos torturados y angustiados, pero ninguna le resultaba grata puesto que ninguna conducía al plano del Abismo donde lo aguardaba su misión.

—Cuarenta y nueve mil sesenta y nueve. —Suspiró y reemprendió la marcha, sin prisa, pero sin dejar de contar los pasos.

Lord Soth, su dueño, le había dado claras instrucciones al respecto. «Cuenta diez mil pasos regulares por cada cabeza de dragón de los mil colores», se repetía. Sólo entonces encontraría la entrada a los dominios de Takhisis. Por fin proclamó:

—Cincuenta mil pasos.

Según las instrucciones, al decir el último debía cruzar los planos. Se detuvo, pero ante él no se abrió ningún portal. Se protegió los ojos con la mano y miró hacia el cielo; tal vez lo viera aparecer por encima del suelo, pues tales cosas no eran desconocidas en Pazunia. Nada.

La consternación se apoderó de él. El viento ululaba a su alrededor, y el polvo silbaba como un moribundo en sus últimos estertores.

—Cincuenta mil —repitió—. ¿Dónde está ese maldito portal? —Tiró de la cadena que llevaba al cuello y sacó del jubón el colgante distintivo de la orden. Una rosa retorcida, roja en el pasado y ennegrecida ahora por el óxido, brilló en el centro de la placa—. Soy el lugarteniente de Soth, del alcázar de Dargaard, y busco la entrada a los dominios de la Reina de la Oscuridad.

Sin previo aviso, la reseca llanura se abrió y engulló a Caradoc. Se perdió unos instantes en la negrura, cayendo por un vacío sin luz que enseguida cesó. Flotaba, y los planos del Abismo se sucedían con una lentitud de ensueño. La sensación de volar no le resultaba ajena, pero no sucedía lo mismo con los olores, las visiones y los sonidos que lo asaltaban.

Un paisaje helado siguió al estrato de oscuridad absoluta; una lluvia congelada, nacida de galernas pavorosas, azotaba el aire y unos témpanos de hielo cuarteados se extendían hasta el horizonte, interrumpidos a veces por enormes pilares de roca con nieve incrustada. El viento aullaba y giraba alrededor de los monolitos, alisándolos como el hielo posado a sus pies. De pronto se agitaron, y un par de ojos azules se abrió poco a poco en cada uno de ellos; perversas miradas acompañaron el paso de Caradoc al estrato siguiente.

En un plano de acero herrumbroso aparecieron dos ejércitos en orden de ataque; cuerpos y miembros entrechocaron en un amplio frente y un gemido de desesperación grave y nauseabundo se elevó en el aire, mientras el penetrante olor de metal oxidado dominaba incluso el hedor de la sangre y la carne putrefacta del campo de batalla.

Un tropel de criaturas cartilaginosas, flacas y achaparradas se concentraba en un lado del campo para dirigirse a la lucha a las órdenes de unos seres que los doblaban en estatura. Los altos tanar’ri parecían serpientes gigantes de la cintura para abajo pero el rostro, los hombros y el pecho eran de hembra humana; no obstante, ahí terminaba la similitud puesto que tenían seis brazos, armados con sendas armas de afilada hoja.

En el extremo opuesto se agrupaba otro ejército de las mismas proporciones. Caradoc sintió un escalofrío al reconocer a aquellas patéticas criaturas; eran manes, mortales que en vida habían esparcido el caos y la maldad y pasaban al más allá convertidos en semejantes seres. Tenían la piel blanquecina, abotagada, como cadáveres en un río de aguas fétidas, y estaban cubiertos de diminutos carroñeros. Iban al encuentro del enemigo mirando hacia adelante con vacíos ojos blancos, siguiendo a un general monstruoso, un tanar’ri imponente de oscura piel roja y alas de escamas rugosas e irregulares, que destilaba veneno por los amarillentos colmillos mientras lanzaba órdenes, agitando en una mano un látigo de veinte colas espinosas y en la otra una espada de rayos.

Caradoc era consciente de que, si en vida hubiera cometido actos más atroces que el asesinato de la primera esposa de lord Soth, seguramente ahora formaría parte de ese ejército. Por primera vez en trescientos cincuenta años, se alegraba de haber sido condenado a ser fantasma en Krynn eternamente. Cerró los ojos y siguió adelante. Atravesó lugares de oscuridad y de luz, dominios del fuego, del aire y del agua, y llegó a un reino caliente y húmedo. Al principio la oscuridad era densa y no veía nada, pero después su vista se acostumbró. Era un mundo poblado de hongos pringosos; las setas se elevaban trescientos metros en el aire turbio trepando por sogas de vegetación blanca y leprosa. Charcos de limo gris rezumaban por el suelo esponjoso, y unos amasijos de color púrpura movían a tientas sus largas ramas. Dominaba el silencio pero la putrefacción le llenaba la nariz y la boca. Lo peor de todo era la sensación de que una potencia magnífica y eternamente perversa lo vigilaba desde el silencio y, aunque no había percibido el menor indicio entre las tinieblas, estaba seguro de que un ser enorme había contemplado su paso.

El descenso llegó a su fin y el lugarteniente se encontró sobre el tejado de un templo destrozado, con las columnas rotas y los muros calcinados por el fuego, que había sido la residencia del Príncipe de los Sacerdotes de Istar en Krynn. Takhisis, la Reina de la Oscuridad, lo utilizaba ahora como acceso a Krynn y desde allí urdía sus planes para aniquilar todo lo que fuera bueno en el mundo de los mortales. A Caradoc no se le escapaba la ironía del caso: el templo del príncipe que había pretendido destruir el mal por todos los medios servía de cuartel a una de las deidades más perversas.

—Quizás el Príncipe de los Sacerdotes también se encuentre por aquí —musitó mientras observaba el entorno.

Una multitud de espíritus perdidos pululaba por los alrededores intentando acercarse al edificio.

—¡Reina del Dragón! ¡Somos tus fieles servidores, déjanos ayudarte! —clamaban.

Caradoc sabía que Takhisis no respondería, al menos no en ese momento. Según le había revelado lord Soth antes de emprender el viaje al Abismo, un mago mortal de Krynn pretendía enfrentarse a la diosa en sus mismos dominios; era un reto sin precedentes, pues escaseaban los mortales dotados del poder necesario para contender con las deidades en su propio terreno, sobre todo con la todopoderosa Takhisis. De esta forma, el acontecimiento distraería su atención el tiempo suficiente para que él lograra localizar el alma recién llegada de una mujer llamada Kitiara Uth Matar.

Sonrió ante la perspectiva. Tan pronto como rescatara el espíritu y regresara al alcázar de Dargaard, su señor lo recompensaría. El caballero de la muerte, como servidor prominente de los dioses del mal, podría interceder ante Chemosh, Señor de los No Muertos, para que su maldición fuera revocada, y así volver a la vida. Soth se lo había prometido.

Un pensamiento repentino despertó en su mente. ¿Qué haría si Soth se negaba a concederle lo acordado? Tras unos momentos de reflexión, sonrió de nuevo; disponía de varios recursos para obligarlo a mantener su palabra. Tomó la insignia de la Orden entre las manos y dijo:

—Revélame la sombra de la Señora Kitiara.

La rosa negra comenzó a despedir una suave luminosidad mágica. El lugarteniente sostuvo el redondel ante sí hasta que un haz de luz se proyectó hacia la muchedumbre apelotonada ante el templo y señaló a la mujer que buscaba.

DOS

—¿Dónde se ha metido ese insensato? —gruñó lord Soth con impaciencia, aferrando los brazos combados y carcomidos de su trono—. La misión era sencilla. Tenía que haber regresado hace tiempo.

Una figura transparente de cabello suelto y orejas ligeramente puntiagudas flotaba ante él.

Te ha engañado igual que has hecho tú con todos los que han confiado en ti
, replicó la
banshee
con agudeza.

El traidor es traicionado
, gritó otra que se deslizaba por el aire.

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