Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Soth sabía que el lugarteniente debía de haber tardado años en componer el cadáver y limpiar los cascotes de la habitación. Uno de los efectos de la maldición, como ocurría con casi todos los fantasmas, era el limitado contacto que podían mantener con el mundo físico, y mover la piedra más pequeña requería una intensa concentración. A pesar de ello, el espíritu de Caradoc seguía preocupándose por su aspecto igual que cuando estaba vivo y resultaba evidente su afán por conservar sus restos presentables; incluso había cubierto la calavera con un paño de seda al estilo de los antiguos funerales solámnicos. El caballero de la muerte se agachó a retirar el velo.
—Ese paño perteneció a la mismísima Kitiara, señor —advirtió una voz temblorosa a su espalda—. Se lo robé una noche que vino al alcázar.
El caballero se giró en redondo y allí, en la sombría esquina junto al vano de la puerta, se encogía medroso Caradoc.
—¿Dónde está? —preguntó Soth en voz baja.
El lugarteniente salió flotando de las tinieblas, y la luna lo tiñó de carmesí.
—Mi señor… —comenzó, pero se detuvo cuando Soth adelantó un paso hacia él—. Como veis, cumplí el viaje que me pedisteis. —Extendió los brazos mientras se señalaba a sí mismo. A pesar de que el fantasma era transparente, Soth comprobó que traía las ropas arrugadas y manchadas y las botas impregnadas de polvo del Abismo—. Las llanuras de Pazunia no tienen fin, y el portal…
—¿Dónde está el alma de Kitiara? —gruñó impaciente el caballero mientras avanzaba otro paso—. ¿Dónde tienes la insignia de la orden?
—Hicimos un trato, mi señor —replicó con la cabeza inclinada—. Me prometisteis interceder a favor mío ante Chemosh y convencer al Señor de los No Muertos de que me devolviera a la condición de ser humano.
—No he olvidado la promesa. —La mentira acudió con naturalidad a sus resecos labios—. Pero la romperé si no me dices dónde está el alma de Kitiara —añadió señalándolo con un dedo.
El fantasma sabía que, si hubiera tenido piernas de carne y hueso, se le habrían doblado por el miedo que sentía; no obstante, se enfrentó a la fiera mirada de Soth, engoló la voz y se enderezó.
—Perdonadme, señor, pero os he visto faltar a vuestra palabra muchas veces en estos tres siglos y medio. Quiero…
—¡No exijas nada de mí! —exclamó Soth, y se lanzó sobre él.
Caradoc esquivó el guantelete del caballero de la muerte y voló hacia la ventana abierta en el otro extremo de la habitación.
—Si me hacéis daño jamás os diré su paradero.
Lord Soth hizo un esfuerzo por controlar la furia que se acumulaba en su interior y miró al lugarteniente a la cara.
—Huye por esa ventana si quieres, Caradoc. Sé que la condena te obliga a regresar siempre junto a tu cadáver. —Levantó la pesada suela de la bota sobre la calavera que reposaba bajo el tapiz—. Una amenaza más y descargo el tacón.
El fantasma se quedó inmóvil. Nada tenía tanto valor para él como los huesos que habían albergado su alma en el pasado, y la esperanza de resucitar de entre los muertos lo había animado a mantener los restos limpios e intactos.
—¡Esperad! ¡Por favor!
—Ven aquí —le dijo; se mantenía en perfecto equilibrio con una bota ligeramente apoyada en los huesos tapados por el velo.
Caradoc se acercó a su amo de mala gana.
—Llegué a los dominios de Takhisis cuando la batalla entre la Reina de la Oscuridad y el mago mortal aún no había concluido —explicó mientras se aproximaba a Soth.
—Bien. —Volvió a posar la bota en el suelo—. ¿Localizaste el alma de Kitiara Uth Matar?
—Sí, resultó fácil gracias al don que conferisteis a mi medalla. —Soth asintió, y sus ojos de fuego anaranjado lanzaron destellos de expectación. El fantasma hizo una pausa, titubeó y apartó la mirada del caballero—. La Señora Oscura… presentó batalla, mi señor —prosiguió al fin—. Afortunadamente, su espíritu aún estaba desorientado por la caída al Abismo, y tal como me ordenasteis, la encerré en el medallón.
El caballero de la muerte no soportaba más la ansiedad; agarró al lugarteniente por la garganta y, sin darle tiempo a reaccionar, le rasgó el cuello del jubón.
—¡El medallón no está aquí! ¿Dónde lo tienes?
Furioso, golpeó a Caradoc. Ningún mortal podría haber hecho tal cosa porque su forma incorpórea lo protegía de los ataques físicos, pero para Soth, como ser no muerto, el servidor era tan sólido como el esqueleto conservado en la estancia.
—En Pazunia —repuso éste entrecortadamente—, he dejado el medallón en Pazunia.
—¿Y Kitiara está encerrada en él?
—S… sí.
La acerada voz de Soth producía más pavor que el frío que emanaba de su forma de muerto viviente.
—¿Y qué esperas sacar de esto, traidor?
—En…, en el camino de regreso, hice un trato con un poderoso señor tanar’ri. Si vos no… —tragó con esfuerzo y se obligó a proseguir— cumplís vuestra palabra y procuráis que vuelva a ser mortal, jamás conseguiréis el alma de Kitiara.
Impasible, Soth dio un puntapié a los restos de Caradoc. Las costillas se quebraron, y ambos brazos se hicieron astillas. El fantasma, todavía bajo los férreos dedos del caballero, gritó angustiado, y Soth aplastó el cráneo bajo los pies; los viejos huesos fracturados se esparcieron por el suelo a la luz de la luna y desaparecieron entre la neblina que había comenzado a extenderse imperceptiblemente por el suelo.
—No te figuras cuánto me has enfurecido —lo amonestó en tono frío y neutral.
Arrastró al quejumbroso lugarteniente al rincón más oscuro del estudio y, cuando ambos se hallaron cubiertos por las densas tinieblas, el caballero de la muerte pronunció una palabra mágica y desaparecieron juntos, para reaparecer un instante después en otro lugar umbroso, en la sala del trono.
Las ánimas en pena flotaban en la alta bóveda de la sala y, cuando Soth emergió, aferrando aún a Caradoc por la garganta, los inquietos espíritus comenzaron a aullar desaforadamente. La niebla, ya espesa, que cubría el suelo, caracoleaba y palpitaba como si respondiera a la sobrecogedora llamada de las
banshees
.
¡
Contemplad cómo trata a su leal servidor
!, gritó una de ellas.
No veo el alma de Kitiara
, advirtió otra.
¡La Señora del Dragón ha burlado la garra del caballero de la muerte! ¿Resultará cierta la predicción de su libro del destino? ¿Hay un traidor entre los suyos?
—No os burléis de mí —replicó lord Soth con frialdad o me encargaré de todas vosotras en cuanto acabe con Caradoc.
La amenaza surtió poco efecto; mientras el caballero se dirigía al centro del salón, las ánimas se alejaban de su alcance murmurando mordaces sarcasmos. Entretanto, Caradoc seguía intentando en vano librarse de las férreas manos de su amo.
—Piedad, mi señor —imploraba.
Soth se dirigió de pronto hacia el trono arrastrando al fantasma tras de sí; después, con el borde de la capa, sacudió la niebla acumulada sobre el rígido cuerpo de Kitiara, y la bruma marfileña dejó entrever por un instante el cadáver cubierto de diminutas gotas de humedad condensada. Las partículas de agua posadas sobre las mejillas de Kitiara parecían lágrimas derramadas por sus inertes ojos. El caballero de la muerte miró fijamente el bello rostro de la generala.
—Seré clemente a cambio del alma de Kitiara —dijo Soth, alzando al servidor del suelo con su potente brazo—. Dime dónde está.
Caradoc había planeado el engaño con exactitud durante el largo viaje de regreso desde los dominios de Takhisis, consciente de que, con toda probabilidad, Soth se negaría a cumplir lo prometido… a menos que lo convenciera de que tenía un aliado tan poderoso o más que él. El meollo de la mentira se le ocurrió enseguida porque sabía que hasta lord Soth respetaba a los tanar’ri, los terribles y endemoniados señores pobladores del Abismo. No obstante, en esos momentos, la idea de mantener la farsa lo aterraba; no le quedaba otra salida que revelar el lugar donde se hallaba el medallón con el alma de Kitiara, lo cual pondría fin a sus esperanzas de resurrección.
—Al volver de Pazunia —tartamudeó—, llegué a una fortaleza abandonada. Allí dejé el medallón… y el alma de la Señora.
—Voy a abrir una puerta al Abismo y tú me conducirás a esa fortaleza.
—No…, no puedo.
—¿Por qué? —bramó Soth al tiempo que cerraba más los dedos en torno a la garganta del fantasma.
—Un señor tanar’ri llegó a la fortaleza y se apoderó del medallón —barbotó mientras golpeaba el brazo de Soth para librarse de él.
—Un señor tanar’ri —repitió el caballero de la muerte mecánicamente, y dejó caer al fantasma.
—Sí; hice un trato con el poderoso morador de un lugar del Abismo poblado de hongos en putrefacción —añadió Caradoc bastante aliviado. Se quedó sorprendido al notar que no le temblaba la voz, como si la mentira le diera fuerzas—. El alma de la Señora Kitiara está encerrada en el medallón, y el señor tanar’ri no se lo entregará a nadie sino a mí… siempre que me presente ileso, en cuerpo mortal.
Las
banshees
ulularon con pérfido regocijo ante las palabras de Caradoc.
Se ha burlado de ti, caballero de la muerte
, se mofaron.
Un amo nuevo lo protege del antiguo. ¡Estás perdido
!
Caradoc lo miró a los ojos para observar su reacción, pero no encontró más que un rostro inexpresivo.
—Muy hábil la estratagema, Caradoc —declaró por fin en un tono sorprendentemente tranquilo—. Aunque voy a tener que enfrentarme a ese amo tanar’ri que tienes ahora no dejaré de recompensar tu talento. —Dicho lo cual, apretó la garganta del fantasma otra vez.
Caradoc se retorció e intentó librarse de la mano de Soth pero los dedos se le clavaban poco a poco causándole gran dolor. Acto seguido, perdió el habla; después le pitaron los oídos, y por último, la voz de Soth penetró su conciencia.
—En cuanto destruya esta forma que tienes ahora, tu espíritu volverá al Señor de los No Muertos, y él te encerrará en el vacío destinado a los fantasmas que han dejado de serlo —sentenció el caballero.
Caradoc perdió la visión un momento, y al momento se levantó una niebla que borró de sus ojos la sala del trono de Dargaard; oía aullar a las
banshees
en algún lugar lejano, pero sólo la voz de Soth sonaba fuerte y clara.
—Es posible que Chemosh te devuelva a la vida, traidor, pero apenas tendrás cerebro, como sir Mikel y los demás caballeros condenados a servirme. —El cuello del lugarteniente crujió secamente, y la cabeza cayó hacia un lado, desprendida de la columna vertebral. Pero no terminó ahí su vida, por lo que el caballero de la muerte siguió apretándolo—. Quizá resucites en el cuerpo de un mane, en plena batalla contra el ejército de un general monstruoso. Creo que… —De repente, dejó de hablar y la mano con que lo ahogaba se aflojó; un banco de niebla se elevó del suelo, sumió la estancia en tinieblas y sofocó los chillidos de las
banshees
—. ¿Otro truco, Caradoc?
El fantasma, casi inconsciente, masculló algo que Soth no llegó a comprender; le habría dicho dónde estaba el medallón si se hubiera dignado dejar de torturarlo. Tal vez si Soth supiera que el alma de Kitiara estaba entre los muros de Dargaard…
Las brumas se cerraron en torno al caballero y su servidor, inundaron hasta el último rincón de la sala del trono y calaron en cada una de las piedras. Soth cada vez percibía más débilmente los gritos de las almas en pena, hasta que dejó de oírlos por completo.
La niebla salía en densas oleadas por la desvencijada puerta hacia la noche, fluyendo por el suelo agrietado como atraída por una llamada; rodeó el trono chamuscado y carcomido, único mobiliario del salón, y pasó sobre el cuerpo inerte de Kitiara Uth Matar y bajo las trece
banshees
que flotaban cerca del techo.
¡
Hermanas
!, exclamó perpleja una de ellas señalando hacia el lugar donde tan sólo un instante antes se encontraba Soth.
El caballero de la muerte y el fantasma habían desaparecido.
La blancura absoluta que lo rodeaba le producía escozor en los ojos, que jamás parpadeaban. La niebla lo oprimía desde todas partes, se le colaba por los orificios de la armadura y se restregaba contra él como un gato monstruoso; algunos jirones de aquella sustancia lechosa se le introdujeron por las orejas, la boca y la nariz, pero enseguida se retiraron del corrompido organismo del caballero de la muerte.
—Caradoc —dijo, mientras escrutaba la cegadora blancura. La niebla se tragó la palabra, y Soth dudó de haberla pronunciado siquiera; tal vez sólo había llamado al lugarteniente con la imaginación, de modo que repitió su nombre con más fuerza—. ¡Caradoc! —No recibió respuesta. Sin saber cómo, el fantasma se le había escapado de entre los dedos cuando las brumas invadieron la sala del trono.
«Seguro que ese cobarde ha huido a esconderse en algún rincón del alcázar —se dijo—, aunque tal vez deambule por el estudio tratando de recomponer el esqueleto». Escuchó con atención un momento y maldijo lleno de frustración. Por increíble que pareciera, hasta los alaridos de las
banshees
, que solían oírse desde la torre más alta del alcázar a pesar de los gruesos muros de piedra, quedaban amortiguados por la niebla. Siguió escuchando pero no oía nada; las ánimas en pena callaban.
«Debe de ser un truco suyo —barruntó—, aunque a los mejor huyeron cuando ataqué a Caradoc». Sin embargo, sabía muy bien que las almas en pena de las elfas no habrían renunciado por nada a presenciar el espectáculo del castigo del lugarteniente; eran criaturas maliciosas, y el sufrimiento del fantasma habría sido néctar para ellas. Recordó que el trono estaba justo a su espalda cuando las brumas inundaron el salón y se giró despacio. Dio más de treinta pasos con sumo cuidado pero no halló trono ni pared. Entonces comprendió, en primer lugar, que ya no se encontraba en el salón del trono del alcázar de Dargaard, y que, además, la masa nubosa que lo engullía era un fenómeno mágico y no natural.