Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
A medida que el ritmo se aceleraba las palabras se perdían. La hermosa vistani evolucionaba a mayor velocidad y empezó a dar vueltas alrededor del fuego; la falda volaba a cada pirueta, y las pulseras tintineaban rítmicamente acompañando al violín.
A pesar de sus sospechas, el caballero de la muerte miraba hipnotizado a la danzarina. Mucho tiempo atrás, cuando estaba vivo, hubo pocas cosas que prefiriera al baile o a la música, y aunque el salvaje estilo flamenco de la gitana no tenía nada en común con los pasos de salón formales y majestuosos que solía practicar, añoró de pronto la vida mortal que le había sido arrebatada por la maldición.
El fuego lanzó una llamarada, y en el centro se perfiló la silueta de un hombre; en una mano esgrimía un garrote y en la otra una daga, y un lebrel de humo lo acompañaba. Soth ya había desenvainado antes de que
madame
Girani pudiera intervenir.
—Forma parte del relato, un espectáculo de sombras para aquellos que no desean contemplar la danza.
Magda seguía girando, feliz y ajena al arma que el caballero de la muerte sujetaba en la mano. Soth vigilaba el fuego, donde el hombre y el perro luchaban contra un gigante formado por un coágulo de fuego rojo como la sangre. Entonces se dio cuenta de que las sombras eran la imagen de los movimientos ejecutados por la joven. Cuando Magda giraba deprisa, los combatientes intercambiaban tremendos golpes, y se movían en círculos con cautela cada vez que el ritmo de los pasos se sosegaba.
El encantamiento producido por la gracia de la gitana se rompió al acercarse al caballero; el frío ultraterrenal que despedía su cuerpo muerto la embargó, a pesar del calor de las llamas, y la congeló hasta la médula. No dejó de bailar, pero, por un momento, perdió el compás, la agilidad y el hilo de la historia. El fuego engulló al héroe de las llamas y a su perro.
Por fortuna, Andari concluyó la melodía al mismo tiempo, y Magda corrió junto a la anciana. Soth había estado tan pendiente de Magda que no se había percatado de la forma en que lo estudiaba
madame
Girani durante el espectáculo.
—Buenas noches, pequeños —dijo la anciana de pronto.
Los hermanos la miraron sorprendidos por la brusca despedida, pero no discutieron. Magda se inclinó ante lord Soth y sonrió con todo el encanto que le fue posible, aunque su rostro reflejaba una honda preocupación por la anciana vistani. Andari entró en el carromato precipitadamente con el violín entre los brazos.
Entonces,
madame
Girani se levantó entumecida y se encaminó hacia el último carro del semicírculo.
—Vamos a hablar a otra parte —fue la única explicación que le dio al caballero.
El carromato en el que entraron era el más grande de los siete, y la anciana no lo compartía con nadie. Había una sola cama, pequeña, un simple montón de mantas en realidad, encajonada en el atestado interior, y el resto del espacio estaba repleto de frascos y ampollas de todos los tipos que contenían polvos o líquidos. Del techo colgaban pieles de animales, que velaban la luz de una solitaria lámpara de aceite situada en el centro. En una esquina se amontonaban unos cuantos libros con las páginas raídas y las cubiertas de piel manchadas de grasa; esparcidos por todas partes, había recipientes que contenían dados, huesos y diversos objetos menudos.
Junto a la yacija había una jaula dorada del tamaño de un niño, entre cuyos macizos barrotes mediaba escasa distancia. Unas serpientes forjadas en plata se enroscaban en la base, y sus cabezas se confundían con los mismos barrotes; en la parte superior, una sola víbora hinchada se recogía sobre sí misma y su boca abierta formaba la cúspide de la jaula. Soth había visto otras parecidas en Krynn, que se utilizaban para criar aves exóticas, pero lo que vivía en ésta no era un ser tan terrestre.
—Veo que os fijáis en mi mascota —dijo la anciana; tomó un palo de escoba y lo pasó por los barrotes.
El chillido de la criatura era similar al de los cerdos, pero la serie de palabras inacabadas que siguió a la queja pertenecían sin duda a alguna recóndita lengua humana. Los dedos marrones del bicho se cerraron completamente en torno al metal como la cola de un mono en una rama, y el animal sacudió la jaula hasta hacerla bailar; batió el reducido espacio con sus pequeñas alas, plumosas como las de las palomas, y volvió a recogerlas contra el escamoso cuerpo. Asomó por los intersticios el rostro seboso, desprovisto de nariz y orejas, donde sólo se abrían un ojo ribeteado de rojo y una boca grande y babeante.
—Un mago me lo dio hace mucho tiempo a cambio de cierta información. Todavía no sé lo que es, pero de vez en cuando murmura entre sueños secretos, conjuros y palabras mágicas. El encantamiento que habéis presenciado esta noche, las sombras creadas por Magda, me lo enseñaron sus balbuceos.
Volvió a golpear la jaula y la criatura escupió una retahíla de insultos que incluso a Soth, que no comprendía el lenguaje, le parecieron inflamados de odio. La perorata provocó la risa de
madame
Girani, que cubrió la jaula con una manta. Las protestas del ser se atenuaron un momento y enseguida el carromato quedó sumido en el silencio otra vez.
En el centro de tanta sordidez, justo debajo de la lámpara de aceite, había una mesa flanqueada por dos sillas.
Madame
Girani sorteó renqueando los fardos de telas y los paquetes de plumas que atestaban el suelo y tomó asiento; después hizo una señal al caballero para que ocupara la silla de enfrente.
—Os diré cuanto me sea posible, lord Soth de Dargaard —anunció en un murmullo que parecía un papel al rasgarse.
El caballero de la muerte asintió sin mostrar sorpresa porque la mujer lo llamara por su nombre. Había omitido las presentaciones a propósito al llegar al campamento, pero, al parecer, tales precauciones sobraban en esa tierra extraña.
—Tal vez os incomode sentaros cerca de mí —dijo—. El frío del más allá me impregna como una enfermedad. La vieja rió sin alegría.
—El frío de la muerte me cala los huesos siempre, al amanecer y al anochecer —explicó con los dedos entrelazados sobre la mesa—. Vuestra aura no me afecta más que el paso del tiempo. Tomad asiento, por favor.
—Los lobos de estos bosques son bastante grandes —comentó sin preámbulos tan pronto como se acomodó.
—Efectivamente, pero no resultan tan siniestros como las demás criaturas que deambulan por las forestas. No obstante, poco de lo que se mueve por aquí puede haceros mal alguno, lord Soth.
—¿Qué tierra es ésta?
—El condado de Barovia.
—Barovia —repitió el caballero pensativamente—. Nunca lo había oído. ¿Está en algún rincón de Krynn? ¿Es tal vez un estrato del Abismo?
—Aunque he viajado mucho con la tribu, no sé nada de esos lugares. Barovia es sencillamente… Barovia. —El caballero de la muerte sopesó la respuesta en silencio mientras
madame
Girani sonreía jugueteando con las pulseras—. Os han traído las brumas, ¿no es cierto? —preguntó al cabo.
—Sí. Estaba en mi castillo en Krynn, y al momento me rodeó la niebla. Cuando se disipó, me encontraba en una colina a unos pocos kilómetros de aquí.
—¿Llegasteis solo?
—Ahora estoy solo; no tenéis por qué saber nada más —repuso, ceñudo bajo el yelmo.
Madame
Girani se tomó el rechazo con diplomacia; sin dejar de sonreír, se arrellanó en la silla.
—Os prometí responder a cuanto supiera, lord Soth, pero ya soy vieja y necesito dormir. ¿Deseáis preguntar alguna otra cosa?
—¿Quién controla las brumas?
—No lo sé. Algunos opinan que son una fuerza sin mente que arrebata a la gente de su lugar para traerla a Barovia, pero otros aseguran que obedece a determinados poderes oscuros.
—¿Poderes oscuros? ¿Strahd es un ser oscuro? —Tuvo la impresión de haber sorprendido a la vieja con la pregunta, pero la gitana trató de ocultarlo.
—¿Dónde habéis oído ese nombre?
—¿Es que no leéis el pensamiento? Sabíais mi nombre sin que os lo dijera… ¿Cómo es que no tenéis la respuesta a esa cuestión?
La vieja frunció el entrecejo, y las arrugas de su rostro se unieron hasta casi taparle los oscuros ojos.
—Pedí a mi nieta que bailara para vos, que invocara las sombras de fuego para que vierais que somos un pueblo de magos. No resultó difícil adivinar vuestro nombre.
Con los brazos cruzados sobre la armadura, Soth repitió la pregunta.
—¿Quién es Strahd?
—En este mundo, ciertas respuestas sólo se hallan mediante un precio elevado.
El caballero descargó el puño contra la mesa, y una red de finas grietas se extendió por la madera como una tela de araña.
—No tengo oro ni nada que ofreceros a cambio.
—No es exacto —replicó la mujer aviesamente—. Los vistanis viajamos mucho y, con el paso de los siglos, hemos aprendido que hay una moneda de valor universal: la información.
Se levantó, tomó un libro del rincón y lo dejó sobre la mesa; se abrió solo por una página escrita con letra apretada a dos columnas.
—He aquí la lista de los nombres verdaderos de todos los magos de la lejana tierra de Cormyr; son mágicos y ejercen control sobre sus poseedores. Ni un solo hechicero o hechicera se atrevería a causar daño a un vistani porque sabe que podría revelar su verdadero nombre a un enemigo.
—Jamás os confiaría nada que os proporcionara poder sobre mí, anciana —contestó Soth al tiempo que apartaba el libro. Las páginas se cerraron con un ruido sordo, y el tomo aterrizó sobre un montón de plumas.
—Sería insensato esperar lo contrario, lord Soth —dijo la mujer en tono conciliador, y regresó a su sitio—; pero reconoced que debéis darme algo a cambio de lo que os ofrezco.
—¿Qué queréis saber?
El conde Strahd había enviado al campamento una serie de órdenes imprecisas: «Averigua lo que puedas con respecto al caballero, pero no lo enfurezcas ni reveles mucho sobre mí». Los vistanis solían prestar ese tipo de servicios al conde, y eran hábiles en sonsacar a los viajeros incautos. No obstante, el caballero de la muerte no era un insensato, y
múdame
Girani se detuvo a meditar la respuesta con cautela.
—Contadme lo que os plazca; una gesta heroica que hayáis realizado en el pasado, o cómo llegasteis a este estado, y después yo os revelaré lo que me está permitido sobre Strahd.
El caballero de la muerte repasó sus recuerdos en busca de un episodio apropiado, algo que satisficiera a la vistani pero que no le diera nada que pudiera utilizar después en su contra.
—Durante los trescientos cincuenta años que llevo de existencia como no muerto, he olvidado muchos de los momentos más célebres de mi vida —comenzó—, pero os contaré lo siguiente. Fui uno de los más valientes Caballeros de Solamnia, el más noble de la Orden de la Rosa; mis hazañas se cantaban por todo Krynn, desde los sagrados claros de la isla de Sancrist hasta el templo del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Mi caída fue larga. Comenzó el día en que partí de mi casa hacia el Concilio de Caballeros de la ciudad de Palanthas, la más bella de Krynn. En el camino, mis trece leales caballeros y yo rescatamos a un grupo de mujeres elfas de manos de unos bribones.
Los recuerdos se apoderaron de Soth, y el mugriento carromato desapareció de su vista.
—Estaba casado —prosiguió con tono casi mecánico el desarrollo de los acontecimientos que se abría en su mente—, pero me prendé de la belleza de una de ellas, una elfa llamada Isolda, y durante el largo camino hacia Palanthas seduje a la hermosa e inocente joven. Iba a convertirse en Hija Venerable de Paladine, en sacerdotisa del más grande de los dioses del bien en Krynn… ¡Pero yo la corrompí!
Una imagen centelleó un instante en su cerebro: en un claro lleno de sol estrechaba a Isolda; ella lo miraba radiante, y su largo cabello dorado cubría los brazos masculinos. Aunque ya no sentía el aguijón de la sensualidad, el recuerdo del deseo lo embargó un momento.
—El vínculo que me unía a otra mujer —subrayó— no disminuía las ansias que despertaba en mí, y ofrecí todo a cambio de Isolda: mi posición como caballero, mi lugar en la sociedad solámnica…, mi honor.
—¿El honor era importante para vos? —La intervención de
madame
Girani rompió la concentración de Soth y ahuyentó los recuerdos evocados por su memoria.
—Existía un juramento sagrado para todos los que formaban las filas de Caballeros de Solamnia —explicó Soth disimulando el fastidio por la interrupción—.
Est Sularus oth Mithas
. Mi honor es mi vida. —Cerró el puño con fuerza—. Renuncié al honor por Isolda. Antes de llegar a Palanthas, envié órdenes a mi lugarteniente, que se había quedado en el alcázar para cuidar de mis asuntos; tenía que asesinar a mi esposa, degollarla en el lecho, y arrojar el cuerpo a una fosa cercana al castillo. El acto se llevó a cabo, y yo creí haber resuelto mis problemas librando al mundo de una mujer refunfuñona. Pero Isolda enfermó en Palanthas; estaba embarazada de nuestro hijo. —Sacudió la mano como desechando el asunto y concluyó con rapidez—. Las mujeres elfas descubrieron mis crímenes ante el Concilio de Caballeros, y ellos me juzgaron por adulterio y asesinato. —Se inclinó sobre la mesa con aire amenazador, aunque la vieja no se inmutó—. Y ahora —añadió—, ¿quién es Strahd?
—El conde Strahd von Zarovich es el señor de estas tierras —replicó
madame
Girani sin titubeos—. Su castillo, llamado Ravenloft, se encuentra en la falda de una montaña que domina el pueblo de Barovia, de donde toma nombre el condado.
—El conde es un nigromante poderoso, ¿no es así?
—Él no controla las brumas que os trajeron aquí, si os referís a eso. —La preocupación se reflejó de nuevo en el rostro de la vistani bajo la excesiva presión del caballero por sonsacarle respuestas que tenía prohibido dar—. Dicen que se entretiene con las artes arcanas, pero, en realidad, su vida está envuelta en rumores y misterios.
—¡Se necesita algo más que mero entretenimiento para levantar zombis que repiten nombres y que luchan incluso después de perder partes del cuerpo! —exclamó el caballero—. No soy un ingenuo campesino a quien podáis estafar con esa palabrería imprecisa, anciana. ¡Decidme todo lo que sepáis sobre Strahd!
Sobrecogida de terror,
madame
Girani se levantó despacio de la silla.
—Los aldeanos lo llaman «el demonio Strahd», un título bien merecido. —Soth también se puso en pie y avanzó un paso hacia ella—. Siempre que los vistanis cruzan estas tierras, Strahd los protege, y por eso los aldeanos no se atreven a atacarnos —concluyó al tiempo que retrocedía.