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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (14 page)

Los recuerdos se debilitaban al rememorar la escena en que los caballeros se apretujaban a su alrededor, y Strahd tuvo que hacer un esfuerzo por seguir el hilo.

Lo despojaron de la armadura, pero Soth continuaba en silencio, negándose a reconocer la legitimidad de los procedimientos. Con sólo un jubón acolchado, fue arrastrado a una carreta y exhibido por las calles de Palanthas. El día era frío y los olores de la ciudad portuaria se extendían por doquier: el apetitoso aroma de las carnes y verduras que se cocinaban en los mercados al aire libre; el penetrante tufo del humo de los talleres de forja; el salitre que traía la brisa desde la bahía. Escribanos y carniceros, sacerdotes y funcionarios, todos los ciudadanos salieron a ver la vergüenza del caballero caído, al hombre de honor cubierto de ignominia. A Soth le parecían vulgares ovejas balando con sus caras redondas.

—Los caballeros sois tan depravados como cualquier ciudadano de Solamnia —exclamó una mujer entre la turba.

—¡El Príncipe de los Sacerdotes tiene razón! —acusó un hombre al tiempo que arrojaba un melón podrido a la carreta—. ¡Hasta los Caballeros de Solamnia están corrompidos! —La muchedumbre gritó de entusiasmo cuando el proyectil alcanzó a Soth.

Se limpió los ojos con calma y miró al agresor. En aquel rostro de gruesos carrillos, tostado por las jornadas bajo el sol pregonando sus mercancías, el caballero percibió un odio mucho más intenso que en la mayoría de los enemigos con que se había enfrentado.

«No soy inocente —se dijo Soth mientras el carro avanzaba dando tumbos por las calles atestadas. Su resolución interior se debilitó, y el hilo envolvente de la duda se les enroscó en el corazón—. Ahora he dado pruebas al Príncipe de los Sacerdotes de que la corrupción existe en todas partes… incluso entre los caballeros».

Una mujer tiró agua sucia desde una ventana y, cuando la hedionda ducha empapó al caballero, los sentimientos de culpa desaparecieron. El pueblo de Palanthas se había convertido en populacho, y los caballeros que debían protegerlo contra los ataques de la turba no hacían nada por evitarlo.

—¡Sois todos tan culpables como yo! —gritó.

Un objeto le dio en la cara, algo contundente que le hizo ver las estrellas. Cuando se le aclaró la vista, encontró ante sí a un joven Caballero de la Corona con el puño en alto, dispuesto a descargar un segundo golpe con el guantelete.

Una fría resolución se instaló en el ánimo del caballero caído, insensibilizándolo para siempre contra los sentimientos de culpa. Terminó el humillante recorrido con los ojos cerrados y los oídos sordos a los insultos.

«No sé cómo, pero haré que se arrepientan de esto —se juraba una y otra vez—. No sé cómo, pero Palanthas lo pagará caro».

Un draconiano, con el alfanje cubierto de sangre, se cierne sobre una mujer caída. Un joven con el gesto paralizado de terror se mantiene en su puesto contra uno de los esqueletos servidores de Soth, que le separa la cabeza del tronco de un sablazo. Tanis el Semielfo huye por las rectas calles poniendo en evidencia la verdadera naturaleza de su espíritu…

Soth sintió un tirón en los límites de la conciencia, y una entidad sombría empañó las claras escenas victoriosas. Sin embargo, al intentar concentrarse en ella, desapareció de su mente; un ente poderoso se había entrometido en sus pensamientos.

El caballero frunció el entrecejo. «Destruiré a quienquiera que me traicione, a quienquiera que me impida regresar a Krynn», se repetía una y otra vez mientras la carroza seguía el camino en la noche.

Magda dejó escapar un grito entrecortado, y el brusco sonido sacó a Soth del trance en que se hallaba sumido. Había dejado de vigilar la ruta y se encontraban ya al pie de las colinas.

—¿Qué ocurre? —preguntó, aunque la respuesta era evidente: habían llegado al castillo de Ravenloft.

Dos portones almenados y semiderruidos, como centinelas soñolientos, se perfilaron en la oscuridad; vigilaban un puente levadizo de maderos, tendido sobre un foso de profundidad pavorosa, que se bamboleaba al viento, y las oxidadas cadenas que sujetaban las planchas chirriaban y crujían. Al otro lado se levantaba el alcázar, protegido por una muralla de piedra gris cubierta de musgo. Unas horrendas gárgolas de rostro torturado miraban ciegamente desde la altura.

Los desvencijados y gastados tablones protestaron bajo los cascos de los corceles negros, pero los inquietantes crujidos no eran más que una amenaza vana, pues la carroza cruzó el puente sin contratiempos. A medida que se acercaban, el antiguo pórtico que cerraba la entrada a la fortaleza comenzó a izarse con desgana y dejó franco el acceso a un patio; los caballos entraron al paso y por fin se detuvieron entre los impresionantes muros.

—Hemos llegado —anunció Soth al abrirse la portezuela; descendió del carruaje al patio vacío e inspeccionó el entorno de una sola ojeada.

El castillo de Ravenloft debía de haber sido magnífico en el pasado. Los tejados delicadamente puntiagudos y las orgullosas torres aún daban testimonio de la habilidad del constructor, aunque la invasión de la maleza y los destrozos causados por el rigor de los elementos habían echado a perder hacía tiempo la belleza virginal del edificio. Los colosales portones del castillo estaban abiertos de par en par, y una luz suave se derramaba sobre el patio.

—Vamos —ordenó Soth. Magda titubeó y volvió a hundirse en el mullido asiento de terciopelo rojo—. Tu amo espera —añadió el caballero en tono frío. La vistani se apeó con un gran esfuerzo de voluntad; tan pronto como se apartó de la carroza, la portezuela se cerró con brusquedad y los caballos se lanzaron hacia adelante, cruzaron el puente y desaparecieron en la noche.

Magda abrió la marcha hacia el castillo. Un vestíbulo de la misma anchura que las puertas principales los recibió; cuatro dragones de piedra roja acechaban desde la altura y sus ojos, de gemas incrustadas, despedían destellos amenazadores como si estuvieran dispuestos a saltar sobre los visitantes indeseables.

—Su excelencia… —llamó la gitana. Las puertas del patio se cerraron con un crujido.

—Bufonadas, meros trucos de salón —comentó Soth con desprecio, y sin esperar más, entró con osadía en la sala contigua.

Era una estancia espaciosa, escasamente iluminada por algunas antorchas en las paredes y desprovista de muebles; ni siquiera unos tapices vestían los desnudos muros. El techo abovedado y las maliciosas gárgolas acuclilladas alrededor estaban plagados de telarañas, que ondeaban y se agitaban como sábanas grises creando sombras fantásticas sobre los deteriorados frescos que decoraban la cúpula. Hacia la derecha, un arco daba paso a otra habitación; enfrente, dos puertas de bronce macizo colgaban de sus goznes, y a la izquierda, iniciaba el ascenso una amplia escalinata de piedra cubierta de polvo.

—Conde Strahd… —insistió Magda con un escalofrío. Del castillo emanaba una sensación de opresión, un halo amortiguado de misterio que le recordaba vivamente al mausoleo de donde había rescatado a Andari en la infancia; el chico había entrado para robar a los muertos, pero sólo había conseguido que una piedra le rompiera el tobillo al caer.

—¡Ah, lord Soth! ¡Magda! Soy el conde Strahd von Zarovich, señor de Barovia. Gracias por aceptar mi invitación. —La voz aterciopelada sobresaltó a la joven, pero el caballero de la muerte se volvió con aire indiferente hacia el hombre que apareció en lo alto de la escalinata—. Disculpad que no haya salido a recibiros a la puerta —añadió sin alterarse—. Vuestra llegada me sorprendió en una habitación de las torres leyendo unos libros de valor sentimental.

El conde bajaba despacio, con estudiada elegancia; una larga capa negra flotaba tras él sin ocultar su fuerte complexión, propia de los grandes guerreros.

El señor de Barovia era alto, algo más de un metro ochenta centímetros. Una chaqueta de etiqueta, entallada, envolvía su estilizado cuerpo, y vestía pantalones negros y brillantes botas de piel del mismo color. Llevaba una cadena de oro con una gran piedra roja que lanzaba intensos destellos a la luz de las antorchas; la camisa blanca ponía un punto de fuerte contraste con el resto del atuendo, y las puntas alzadas del cuello le enmarcaban la enérgica barbilla como alas de paloma.

Al llegar al final de la escalera inclinó la cabeza hacia el caballero de la muerte. Tenía el rostro pálido, con pómulos prominentes, y se peinaba hacia atrás el oscuro cabello; las cejas, negras y arqueadas, delimitaban los escrutadores ojos, cuya mirada se posó sobre el caballero armado en espera de la respuesta a su saludo.

—No perdamos el tiempo con cumplidos, conde —dijo Soth ceñudo—. ¿Por qué me habéis traído aquí?

En vez de contestar, Strahd levantó una mano enguantada y fijó su hipnótica mirada en Magda.

—La excursión no te ha resultado agradable, querida. Estoy seguro de que la intención de lord Soth no era molestarte con un paseo por el bosque, pero… —Sus finos labios se estiraron en una sonrisa—, él es soldado, igual que yo, y los soldados solemos olvidar que los demás no son tan disciplinados como nos enseñan a ser.

La mujer se miró las piernas salpicadas de barro y la falda desgarrada.

—Disculpadme, excelencia, yo…

Strahd sonrió de nuevo, aunque con menos afectación, y la expresión le inspiró tanto miedo como el gruñido de un lobo.

—¡No te preocupes por ello! —replicó con un hipnótico ronroneo—. Aunque, de todos modos, sí creo que sería mejor que te cambiaras esas ropas destrozadas. En la habitación contigua hay vestidos; son antiguos pero están bien conservados. Tal vez te sirva alguno. Ve a probartelos, por favor.

Subrayó la invitación señalando con la mano la sala abovedada que había enfrente de la escalinata y Magda se dirigió hacia allí con timidez.

—Las puertas de la derecha —le indicó con tono paciente—. La modestia exige que las cierres tras de ti, y tómate el tiempo que necesites; esperaremos aquí hasta que termines.

Strahd mantuvo la máscara sonriente hasta que se oyó el chasquido de la cerradura; entonces, se dirigió al otro invitado con una expresión muy diferente.

—Vuestra pregunta resulta un tanto imprecisa, lord Soth, pero os responderé no obstante. No soy yo, tal como sospecháis, quien controla la niebla que os trajo a Barovia. —Aguardó una reacción por parte de Soth y, al comprobar que no iba a producirse, prosiguió—: Os he traído a mi casa por educación. Es mi forma de pediros disculpas por el desafortunado trato que recibisteis de
madame
Girani.

—¿Admitís que los vistanis son espías vuestros?

—No es tan explícita nuestra relación. Yo les concedo ciertos privilegios y ellos me proporcionan información sobre los que llegan a mis tierras; no nos unen mayores compromisos. Sin embargo, admito que le pedí a
madame
Girani que os sonsacara todo lo posible.

—¿Por qué? ¿Qué interés tenéis en mí? —Se llevó la mano al pomo de la espada.

Un fogonazo de ira se reflejó en el rostro del conde, y sus oscuros ojos se convirtieron en dos ascuas candentes y chispeantes de color rojo intenso.

—Sois huéspedes en mi casa y en mis dominios —dijo con calma forzada—. Supongamos que teníais razones justas para atacar a los gitanos. Ya han pagado por el descuido que cometieran con vos, pero no creáis que voy a permitir que me amenacéis a mí. A pesar de la maldición que pesa sobre vos, aún puedo daros lecciones en experiencia. No subestiméis mi cólera.

La actitud del conde arrancó una sonrisa interior a Soth; si Strahd no se hubiera sentido ofendido, lo habría tildado de loco o débil, y cualquiera de las dos posibilidades habría precipitado un enfrentamiento.

—Os presento mis excusas, conde —replicó Soth al tiempo que apartaba la mano de la espada. Por fin, devolvió a su anfitrión la reverencia de cortesía—. El viaje a vuestra tierra ha sido algo inesperado y, además, no deseaba hacerlo. Lo único que espero ahora es encontrar a mi lugarteniente y regresar a casa.

—¿Vuestro lugarteniente? —inquirió Strahd arqueando una ceja negra como el carbón—. ¿Os referís al fantasma que llegó con vos?

—¿Qué sabéis de él? ¿Está aquí?

—Desgraciadamente no. Vino al castillo e intentó entrar sin mi permiso. Esta casa está protegida por algunos guardianes mágicos: entidades centenarias y mortíferas incluso para los mismos muertos. Ese… lugarteniente fue destruido por un guardián. —Tras una pausa oportuna, añadió—: Os presento mis condolencias, lord Soth. ¿Lo teníais en gran estima?

El caballero de la muerte no oyó la pregunta del conde. ¿Caradoc había sido destruido? Casi no podía creerlo. ¿Acaso le habían arrebatado la venganza contra ese fantasma traidor? ¿Y qué sucedería con Kitiara? Ahora sería mucho más difícil encontrar su alma. Se lamentó en su fuero interno. «¡Ah! ¡Daría casi cualquier cosa por vengarme de Caradoc!». Hervía de frustración, pero había algo en la historia que no encajaba del todo.

—¿Cómo sabéis que ha muerto? —preguntó.

Strahd encogió los hombros como si la cuestión no tuviera la menor importancia.

—Ya os he dicho antes que los guardianes que acabaron con él son mágicos. Aunque no presencié su defunción en el momento en que sucedió, los encantamientos que encierra este castillo me permiten recrear prácticamente todo lo que ocurre aquí.

—En ese caso, yo también deseo ver cómo expiró. Invocad esos encantamientos.

—¿Ahora? —exclamó Strahd, que no daba crédito al atrevimiento de Soth. Pero el caballero asintió, y el conde se mesó la barbilla—. Accedo porque sois mi huésped, y porque deseo mostrarme abierto con vos.

Con un leve gesto, el conde materializó una réplica reducida del enorme pórtico del alcázar. La imagen, un tanto desvaída, apareció en el centro de la estancia, y Soth vio a Caradoc dirigiéndose hacia la puerta. El fantasma tenía el cuello roto y caminaba a pasos lentos y cansinos; no se oía nada pero el caballero sabía que algo seguía de cerca al lugarteniente, pues miraba hacia atrás con frecuencia con los ojos desorbitados de miedo. Cuando intentaba cruzar el pórtico, un rayo de luz intensa cayó sobre él y todo acabó enseguida: Caradoc se tensó bajo los violentos latigazos del rayo mágico, abrió la boca para gritar y desapareció sin dejar rastro.

Cuando la escena se borró, el conde atrajo la atención de su huésped hacia los frescos del techo.

—Esta fortaleza tiene más de cuatrocientos años. Ya no es la lujosa residencia de antaño, pero…

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