Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
«No sucedió así —se dijo al ver caer a otro bajo su espada—. El día que llegué a la caverna, el rey goblin aceptó el reto; lo maté junto con otros cuantos más y el resto huyó. Vencí, y gracias a mi valentía gané el derecho de solicitar el ascenso ante el Concilio de Caballeros…»
Otro pinchazo doloroso le atenazó el brazo con que esgrimía el arma, y ésta se le hizo demasiado pesada. Miró hacia abajo y vio un enorme tajo en la armadura por donde asomaba la casi translúcida muñeca cuya carne, pálida y rugosa, apenas cubría el hueso. «Es piel de muerto», se dijo, aunque las voces ininteligibles que resonaban en su cabeza trataban de expulsar ese pensamiento. ¿Era el griterío de los goblins? No, se trataba de otra cosa; una cosa en una cámara repleta de huesos al fondo de un túnel. Y la herida del brazo no había sido causada por las lanzas goblins sino por el dragón del castillo de Ravenloft.
La furia acalló el galimatías de su mente. Levantó la mirada y vio al ser gelatinoso, que hincaba en Azrael los dientes de varias bocas; el zoántropo aullaba de dolor acurrucado en el suelo, medio aplastado bajo la mole del monstruo. Magda, de rodillas y a escasa distancia de Azrael, descargaba el bastón de madera con fiereza sobre la cosa; con cada golpe, un ojo se cerraba, una boca callaba o un moretón aparecía en la masa nebulosa. La cosa lanzaba tentáculos que se le enroscaban en el brazo y en el cabello y tironeaban para acercársela a otras fauces abiertas a escasa distancia de ella.
—¡
Sabak
! —gritó Magda—. ¡Vengaré tu muerte y me llevaré tu cuerpo cuando termine con estos hombres!
«Ese estúpido cuento de bardos otra vez —pensó el caballero de la muerte—. Se cree Kulchek aporreando a sus enemigos».
El guardián volvió varios ojos hacia Soth. Los acuosos globos miraron sorprendidos y las bocas balbucearon con más fuerza aún. Un grueso brazo serpenteante, rematado en un nudo de dedos puntiagudos, salió disparado hacia él. El caballero lo cercenó de un limpio mandoble, pero, al mismo tiempo, sintió un calambre paralizador desde la muñeca herida al pecho, y la espada se le cayó con estrépito.
El monstruo seguía estudiando a lord Soth, y el caballero le devolvía su cínica mirada escrutadora. Mientras observaba el amasijo de ojos, algunos sin pupilas y otros sin iris, se le ocurrió una idea. Después de todo, tal vez hubiera algo de cierto en el cuento de la gitana.
Levantó las manos y ejecutó un intrincado movimiento esotérico en el aire a pesar de que la muñeca derecha se resistía. A una sola palabra mágica, antigua como el propio mundo de Krynn, una luz brillante iluminó la sala. La radiante claridad dorada era casi tangible, corpórea y sustancial como una especie de diluvio de agua limpia y fresca. A él no lo cegó, pero el alarido ensordecedor que profirió la criatura ultraterrena, situada en el centro de la cámara, le confirmó que los numerosos ojos no eran tan resistentes como los suyos.
El ser se puso en tensión y dejó los ojos en blanco, como globos ciegos nadando en la masa líquida. Tras el chillido de las cien voces, las bocas enmudecieron un momento y después comenzaron a gemir y a lloriquear. Al instante, Magda y Azrael quedaron liberados del trance hipnótico en que los había sumido.
La vistani fue la primera en volver en sí. Parpadeó para sacudirse el dolor del hechizo y se alejó del monstruo, pero enseguida recogió el bastón, se puso de pie con esfuerzo y se libró a golpes de los tentáculos que pretendían retenerla. El ser cegado reculó ante el vigoroso ataque y se situó sobre Azrael con todo su peso. Un grito surgió de debajo de la masa gelatinosa.
—¡Por todos los diablos! ¡Quitadme de encima este montón de mierda!
Un ruido estremecedor, como el de un cuchillo de carnicero sin afilar al cortar la carne cruda, siguió a la exclamación, y el monstruo se agazapó otra vez, lejos del enano.
Azrael estaba en el suelo con tres de las horrendas bocas cerradas todavía sobre el brazo y el hombro; los dientes seguían hendiendo la carne, y el enano necesitó toda su fuerza para abrir las fauces. Magda acudió en su ayuda y asestó unos cuantos golpes con puntería.
Soth desenvainó con la mano sana y se acercó cauteloso al vigilante, que balbuceaba sin parar, estudiándolo a medida que se aproximaba. Mil dedos serpenteantes salían del cuerpo, y unos sustitutos de los ojos escudriñaban el entorno en busca de una salida por donde huir y zafarse de los atacantes. Tenía la lisa piel cubierta de feos cardenales producidos por los golpes de Magda, y tres heridas arrugadas señalaban el lugar de donde Azrael había arrancado las dentaduras. A veces tomaba forma de un hongo gigante que hubiera crecido de pronto entre la suciedad del suelo, y al momento siguiente se transformaba en un monstruoso gusano erizado de púas y se deslizaba sobre las piedras tratando de escapar.
—Esta cosa no tiene olor —observó Azrael asombrado—. La habría detectado nada más llegar aquí, pero es que no huele. —Dio un puntapié a las bocas caídas en el suelo—. Sin embargo, muerde a conciencia.
Magda ayudó a Azrael a incorporarse sin dejar de vigilar a la criatura.
—¿Necesitáis ayuda, mi señor? —preguntó la joven a Soth, que se disponía a atacar.
Soth, a modo de respuesta, clavó la espada al monstruo hasta la empuñadura; pero apenas le hizo daño porque, al igual que las heridas causadas por el enano, la desgarradura se cerró casi en el instante en que el acero se retiraba.
El monstruo se hizo una bola y rodó hacia una esquina tanteó al caballero con sus sensores para averiguar sus intenciones y, cuando éste levantó la espada para golpear de nuevo, la criatura lanzó unas gruesas sogas rematadas en grandes fauces y le arrebató el acero de las manos. Antes de que Magda o Azrael tuvieran tiempo de reaccionar, el monstruoso ser lanzó un tentáculo grueso como una serpiente tropical, rodeó al caballero por la cintura y lo atrajo hacia sí. La sustancia blanquecina se pegó a la armadura, y una blanca piel palpitante se introdujo por los agujeros del yelmo hasta impedir el paso del aire.
Con el rostro tan cerca del ser, Soth veía el flujo y reflujo del denso cieno que formaba su cuerpo y el efecto de la luz tamizada en la carne cada vez que abría y cerraba las bocas. El centro estaba formado por una pulpa grumosa, también clara pero más oscura que la materia de alrededor.
Soth flexionó los brazos, se sacudió los correosos brazos que lo atenazaban e introdujo la mano izquierda, completamente abierta, en la masa atacante. El ser trató de rechazarlo inútilmente, sorprendido de que su presa no se hubiera asfixiado, pero el caballero era muy fuerte y hundió el brazo casi hasta la altura del hombro. Cuando Soth estrujó el amasijo mucilaginoso que formaba el cerebro y el corazón del monstruo, éste lanzó un único gemido y cayó al suelo sin fuerzas.
Al sacar el brazo, vio que Magda y Azrael golpeaban al vigilante con fiereza y levantó la mano para detenerlos.
La vistani abrió la boca para decir algo, pero una ráfaga de aire insoportablemente caliente y el fragor de un enorme incendio repentino suprimieron la pregunta. La pared que había frente a la única entrada a la cámara había desaparecido, y el hueco que quedó en su lugar se abría a una vasta extensión de llamas azules y doradas. Los tres se acercaron enmudecidos al borde del suelo de piedra y miraron al exterior. El calor abrasador obligó a Magda y a Azrael a protegerse el rostro con la mano, e incluso Soth notó la temperatura infernal sobre su carne muerta.
El mar de fuego ascendía desde muchos metros de profundidad, y las retorcidas llamas se elevaban hacia el cielo oscuro en gruesas espirales hasta reducirse a chispas de luz y color. Un remolino giraba vertiginosamente a los pies de los tres compañeros como un borrón rojo entre el azul y el dorado. En el centro se abría un círculo negro como lo más profundo del Abismo.
—¿Éste es el portal que buscáis? —preguntó Azrael sin resuello—. No me parece… nada seguro.
—No —replicó Soth con algo semejante a un suspiro—. Esto no es un portal.
—Pero las historias… —Magda sacudió la cabeza—. Kulchek halló un portal rodeado de fuego azul y dorado.
Tiene
que ser éste; los huesos, las antorchas… —Hizo una pausa y levantó la porra—. Hasta esto. Se parece mucho a la leyenda; tiene que ser aquí.
—En ese caso, pasa tú primero, Magda, no faltaría más —gruñó Azrael señalando hacia el borde con la palma abierta—. Salta.
—Sí —dijo una voz acariciadora desde el umbral, en el extremo opuesto de la cámara—. No faltaría más, Magda, salta.
Strahd von Zarovich apareció en el vano de la puerta con las manos cruzadas sobre el pecho, como los cadáveres amortajados para el descanso eterno. Llevaba los mismos guantes de cabritilla y el mismo traje que la noche en que Magda y Soth habían llegado al castillo de Ravenloft, una elegante chaqueta negra ajustada sobre una camisa blanca, pantalones oscuros, botas oscuras de piel y una airosa capa de seda de color ébano ribeteada en rojo con un paño de la misma textura. Una expresión displicente, casi divertida, iluminaba su afilado rostro, y sus delgados labios se curvaban ligeramente en una sonrisa burlona.
La vistani percibió en los ojos oscuros del conde las chispas de la ira, destellos de una emoción que no lograba enmascarar por completo. Vio también su destino escrito en aquella mirada, una muerte lenta a manos de Strahd que la llevaría a la vida eterna convertida en su esclava. Se dio la vuelta y saltó hacia el precipicio.
El aire mismo pareció aplastarla en el momento en que se cernió sobre el mar de fuego. Una terrible y súbita sensación de vértigo la invadió; vio el remolino que giraba debajo y, en ese preciso instante, comprendió que Soth tenía razón: aquello no era un portal.
Al mismo tiempo, el bajo escote del vestido se le clavó en el pecho. Dejó escapar un grito de dolor y, de pronto, se sintió lanzada hacia atrás. Fue a parar al centro de la sala, junto a un montón de huesos, con el escote rajado a causa del peso de su cuerpo. Se le cayó el bastón de las manos y se sorprendió de tenerlo aún consigo; luego, miró hacia Soth.
El caballero de la muerte estaba en el mismo límite de abismo de fuego, mirándola con sus inescrutables ojos anaranjados. Tenía la mano izquierda extendida aún ante sí, la mano con que la había arrancado de una muerte cierta. Azrael se encontraba a su lado, agazapado en actitud defensiva, y sus ojos de color tierra volaban de Magda a Soth y de Soth al conde.
—Es una lástima —comentó Strahd con languidez mientras avanzaba un paso—. Me habría complacido escuchar sus alaridos. Los torpes que se dejan engullir por el infierno se queman mucho antes de alcanzar las llamas. —Señaló hacia el muro caído y añadió—: El guardián contra el que habéis luchado también estaba aquí cuando descubrí este lugar, y cuando le di muerte…
—¿
Vos
lo matasteis? —inquirió Azrael.
—Efectivamente, y, si permanecemos aquí el tiempo necesario, lo veremos renacer una vez más —contestó el conde al tiempo que clavaba una mirada asesina en el hombre tejón—. Cada vez que el guardián muere, se abre el muro; es posible que fuera un portal antaño, pero ahora ya no lo es. Unos servidores míos se ofrecieron a… probar la realidad de esos rumores hace algún tiempo, y encontraron un final sumamente penoso. —Extendió su delgada mano hacia la mujer, pero ésta la rechazó. El conde le dio la espalda con un gesto de indiferencia—. Podría haberos advertido que sólo se trataba de una estratagema, lord Soth, si os hubierais tomado la molestia de preguntarme. —Miró al caballero de la muerte de frente; la expresión de complacencia había desaparecido para dar paso a toda la ira que bullía en su interior—. Pero habéis desdeñado la mano amiga que os ofrecí, igual que esta meretriz gitana que os sigue como un perro callejero.
—Levántate —ordenó Soth a la joven tras acercarse a ella. Magda se puso en pie apoyándose en la porra y sin apartar la vista del señor de los vampiros. También Azrael se acercó al caballero arañando el suelo a medida que avanzaba—. La servidumbre no engendra amistad, conde. Me tratasteis como a un lacayo, un chico de los recados o un asesino a sueldo.
—Y vos no sois lacayo de nadie, ¿verdad, Soth? Os creéis capaz de manejar vuestro propio destino. —Esbozó una auténtica sonrisa de crueldad—. Enseguida comprenderéis que todos somos servidores de los poderes oscuros que reinan en estos lares, meros peones de ajedrez enfrentados unos a otros.
—¿Acaso habéis venido para enfrentaros conmigo? —replicó Soth cerrando los puños.
—Con nosotros —añadió Azrael, y Magda esgrimió el antiguo garrote de madera en señal de acuerdo.
—¡Claro que no! —rió Strahd. Inclinó la cabeza ligeramente, sacudió la esclavina con una mano y añadió—: He acudido aquí, lord Soth, para concertar una tregua en nuestro pequeño conflicto y ofreceros mi colaboración como aliado.
—De acuerdo —repuso el caballero—. Vámonos de aquí, entonces, a otro lugar más apropiado para que los…
aliados
hablen de sus planes.
Strahd se inclinó de nuevo, con más perfección esta vez, y se dirigió hacia la puerta diciendo:
—Tengo un refugio por aquí cerca, una torre en ruinas, y es el marco perfecto para sostener una conversación.
Soth devolvió la espada a la funda y siguió al vampiro hacia el túnel; Azrael se situó con rapidez al lado del caballero y la vistani.
Antes de abandonar la sala, Soth se volvió hacia el zoántropo.
—Si vuelves a intentar hablar en mi lugar o corregir mis palabras, te cortaré la lengua con tanta premura que no tendrás tiempo de protestar.
Azrael sabía que era inútil responder y se limitó a asentir con la cabeza y a alejarse unos pasos del caballero. Sin más palabras el trío se internó en el túnel y emprendió la marcha hacia la bifurcación del río Luna.
La esperanza frustrada les pesaba sobre los hombros como una capa empapada de agua sucia.