El caballero de la Rosa Negra (25 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

No obstante, Magda y Azrael no eran el objeto de estudio más interesante para los siniestros ojos que acechaban a los intrusos a través de una mera rendija de los párpados. Primero uno solo, después dos, luego una docena de ojos se entreabrieron detrás de una alfombra de polvo y suciedad para mirar a Soth desde el suelo.

—¡Caramba! ¡Mirad esto! —Una grata sorpresa hizo gritar a Magda, y su sonrisa hablaba de un hallazgo maravilloso. Apartó una espada rota, tan antigua como el castillo de Soth, y sacó un bastón de madera de la longitud de su brazo, rematado en un nudo que doblaba el tamaño de su puño—. ¡Un garrote! Es muy antiguo. ¿Creéis que podría…?

—¡Aquí no hay nada! —vociferó Soth desde el otro lado de la estancia—. Ni portales ni puertas; sólo la verja por donde entramos.

Azrael dejó caer el cráneo con el que jugueteaba y levantó la mirada de repente.

—Quizá podría ayudaros a buscar, poderoso señor. Tengo los sentidos bastante desarrollados, ¿sabéis?

Cuando el enano tejón se alejó de los huesos, el montón de desperdicios que había entre él y el caballero se levantó del suelo, y, a medida que el polvo caía del ser, su verdadera forma se fue haciendo visible. Un glóbulo nebuloso y viscoso formaba el cuerpo, cuyo contorno cambiaba constantemente como si fuera líquido. A su alrededor, flotaban unos tentáculos de cieno que desaparecían de un punto para reaparecer en cualquier otra parte de la masa. No tenía cara, por decirlo de alguna manera, sino una multitud de ellas.

Doscientos ojos, unos grandes y penetrantes, otros pequeños y con pesados párpados, cubrían al ser; sólo unos pocos miraban a los intrusos mientras los demás escudriñaban la estancia y penetraban la oscuridad del pasadizo en busca de más enemigos. En torno a los ojos se abrían docenas de bocas con una miríada de expresiones diferentes y opuestas en su mayoría. Una bostezaba de hambre y se pasaba una lengua negra por los puntiagudos incisivos; otra sonreía con dulzura, y una tercera, a un palmo de las anteriores, babeaba como el belfo de un idiota.

Todas barboteaban sin cesar en una confusión de gritos, maldiciones, risas, diatribas y ruegos; el eco doblaba y redoblaba la barahúnda. Azrael, que era quien se encontraba más cerca, se tapó los oídos con las manos y arrugó el hocico en un gesto de dolor, aunque no se movió.

Las voces llamaban al enano, estallaban dentro de su cabeza e invocaban sus más vivos terrores y pesadillas; las imágenes le cruzaban la conciencia a gran velocidad, una tras otra, produciéndole una vaga sensación de dolor.

Se miró la sangre de las manos y sonrió. Era la de su hermano…, ¿o tal vez la de su madre? Ya no lo recordaba. Los dos asesinatos se confundían en su memoria, y el hecho de que los gritos de sus consanguíneos fueran tan parecidos no lo ayudaban a distinguirlos. Azrael se preguntó si su grito final sería también como aquéllos.

Sin previo aviso, la puerta se abrió con violencia, y la vieja madera se rompió en astillas que cubrieron el modesto hogar de enanos. Azrael dirigió una sola mirada a su hermano; tenía el cuello partido y la cara llena de sangre. Después vio al jefe de policía de la ciudad de pie en el umbral. El obeso
politskara
estaba paralizado del susto, con la mandíbula castañeteándole de miedo, o tal vez de ira. Azrael sintió un impulso de energía y salió atropellando al hombre.

¡Era libre! Corrió hacia el patio de la casa de sus padres y notó el aire fresco de la ciudad en la cara. Los enanos se afanaban por doquier, y el ruido del martillo al golpear el metal y el del cincel sobre la piedra le llenó los oídos. La aversión que sentía hacia los habitantes del barrio de artesanos, gentuza de poca monta como su propia familia, estaba a punto de desbordarlo y tuvo que hacer un esfuerzo por contenerse y no matar al primero que se cruzara en su camino. Pero tenía que escapar, llegar a los oscuros túneles que se hundían más en la tierra.

El grito de «¡Asesino!» resonaba a su espalda, y el jefe de policía pregonaba los crímenes de Azrael con toda la tuerza de sus pulmones. El joven enano empujó una máquina de cortar piedra que le obstaculizaba el camino y siguió corriendo.

Un mar de caras boquiabiertas y enmudecidas contempló su precipitada huida con ojos atónitos y horrorizados. Por un momento creyó que lo iban a dejar escapar, que la sangre que le bañaba los brazos y los arañazos y contusiones del rostro los espantarían.

Entonces, una flecha se le clavó en el brazo. El dolor se transmitió del codo al hombro como un rayo, y el mundo se tiñó de rojo. Maldijo al arquero desconocido que había disparado y, después, a todos los arqueros y fabricantes de flechas en general. Nunca le habían gustado los dardos; eran armas de cobardes. Disparar desde la distancia no manchaba las manos de sangre, se decía dando tumbos por el dolor.

La muchedumbre se unió y le cerró el camino. Los enanos le clavaban la mirada, pero con otra expresión; ya no era el miedo, sino la ira lo que animaba el rostro de los artesanos mientras apretaban el círculo a su alrededor murmurando amenazas que le atronaban los oídos, hasta que cayó al suelo.

En la cámara subterránea de Barovia, la criatura farfullaba y se cernía sobre el enano caído, y una de sus bocas le aferró con fuerza el brazo. Los ojos más próximos a Azrael se hincharon hambrientos, y la masa palpitó hacia adelante para acercar otra boca abierta a la víctima embrujada.

Soth y Magda miraban hipnotizados, también ellos atrapados en visiones paralizadoras.

Magda se vio otra vez en el túnel por donde habían llegado, y un perro enorme, que casi le llegaba al pecho, avanzaba pegado a sus talones.

—Vamos,
Sabak
—le dijo en un susurro ronco—. Tenemos que encontrar la forma de salir de esta tierra. —El cansancio de tantos días sin dormir le había afectado la garganta.

La luz de la sala del fondo inundaba el pasadizo, y el ruido de una fiesta llenaba el aire. Magda avanzó pegada a la pared hasta llegar al umbral de una sala intensamente iluminada por miles de luminarias de llamas danzarinas donde se celebraba un sarao salvaje. Cien hombres se apiñaban en torno a las mesas de caballete repletas de roja carne cruda y cerveza negra; a sus pies, unas ratas con cuernos retorcidos luchaban por los sanguinolentos despojos que caían disputándoselos y mordiéndose entre sí. En el otro extremo se hallaba el objeto de su búsqueda, el portal que la alejaría de Barovia.

Magda se adentró en la cámara con osadía. Era una heroína, carne de leyenda, y unos simples mortales no iban a interponerse entre ella y la libertad. Los guardianes de la puerta se volvieron a una hacia la intrusa blandiendo las espadas, y la muchacha tuvo un instante de incertidumbre; pero enseguida se perfiló en su mente un plan de acción completo: «Refleja la luz de las antorchas en la daga y así cegarás a la mitad; después, arrasa al resto con
Gard
».

Sintió el peso reconfortante de
Gard
, el garrote, en la mano derecha y con la izquierda buscó el puñal. Golpeó con suavidad la bota de caña alta pero el mango no sobresalía del borde, y el pánico se apoderó de ella. Miró hacia abajo,
Novgor
, el puñal siempre afilado que terminaba en una aguja, había desaparecido.

Los cien hombres se acercaron, y
Sabak
saltó hacia adelante para proteger a su ama. Doce guardianes se enfrentaron al fiel animal y lo derrumbaron; quedó tumbado sangrando, y las ratas se abalanzaron sobre su cuerpo y escarbaron en el pecho en busca del corazón todavía palpitante. Magda renegó de su propia debilidad al ver aquella escena.

Se lanzó al ataque enarbolando a
Gard y
machacó la cabeza de un guerrero. Los dientes llovieron sobre el suelo, y los desorbitados ojos se cerraron por última vez.

En la cámara, la cosa balbuceante se conmocionó con el porrazo y soltó la boca que aprisionaba al enano para gruñir a Magda con un siseo. La muchacha aporreó las fauces babosas con el bastón, y la masa, sin soltar al enano inmovilizado entre otras tres bocas, se arrastró en dirección a la vistani. El lado que la miraba se cubrió de tentáculos goteantes que trataban de arrebatarle el antiguo bastón. Uno le dio en la cara y la hizo rodar por el suelo.

Soth no veía nada de todo aquello, aunque sus ojos miraban la sala sin cesar. Al igual que los otros, estaba inmerso en una escena creada por las múltiples voces del guardián. Se trataba de un episodio que no había recordado en muchísimo tiempo. En una caverna oscura y lúgubre atestada de goblins, todos, cientos de ellos, lo miraban con sus caras aplastadas haciendo gestos de victoria que dejaban al descubierto los pequeños colmillos ansiosos de su carne.

Soth había llegado a lo más recóndito de las montañas de Vingaard para llevar a cabo una empresa con dos compañeros más. Iban en busca de una reliquia perteneciente al más grande de los Caballeros de Solamnia: Huma,
Azote de Dragones
. Según las leyendas, Huma se había adentrado en las montañas persiguiendo a un servidor de la perversa diosa Takhisis. El rastreo duró cien días y, durante el recorrido, el ínclito caballero perdió unas espuelas que tenía en gran estima, pues le habían sido regaladas por la iglesia de Majere como recompensa por sus buenas acciones; pero, con el pensamiento puesto en la persecución, no se detuvo a buscarlas.

Los tres caballeros habían emprendido la búsqueda de dichas espuelas, símbolo de la devoción de Huma por la causa del Bien. Soth, al igual que sus compañeros, esperaba que la aventura le proporcionara la ocasión de demostrar su valentía, puesto que sólo de esa forma ascendería de Caballero de la Espada a Caballero de la Rosa, el más elevado honor de la Orden.

No obstante, en esos momentos, el oropel de las categorías ofrecía poco interés al joven Caballero de la Espada. Una horda de goblins guardaba las reliquias ocultándolas a los agentes del Bien, y las malignas criaturas habían conseguido aislar a los caballeros y capturar a dos de ellos. Ahora Soth se encontraba solo y sin sueños de gloria en la cabeza.

«Soy Caballero de la Espada —se decía al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente—. Paladine, padre de los dioses, concede a tu siervo templanza de ánimo». Aunque repetía la oración mentalmente una y otra vez, aún le temblaba un poco la mano cuando esgrimió la espada.

—Soltad a mis compañeros —se oyó decir, sorprendido por lo clara y firme que sonaba su voz. Señaló hacia los hombres heridos que colgaban de la húmeda pared atados de las muñecas por gruesas cadenas—. Exijo su libertad por última vez. Si no satisfacéis mi demanda inmediatamente, me abriré paso entre vuestras filas y los soltaré con mis propias manos.

Los dos cautivos habían sido apaleados y estaban cubiertos de sangre. Soth se preguntó si todavía conservarían la vida; desechó ese pensamiento al instante porque su obligación para con ellos, vivos o muertos, no le dejaba opción: debía rescatarlos o perecer en el intento.

Los goblins comenzaron a chillar alborotados. Algunos golpeaban las cortas lanzas con puntas de sílex contra los escudos; los óvalos de cuero producían un sonido seco, pero todos juntos retumbaban como truenos dentro de la caverna. Otros gritaban y maldecían en su lengua, áspera y gutural. La turba se movió hacia adelante; sus rojos rostros parecían demoníacos a la luz de las antorchas, y sus ojos, amarillos y rasgados, brillaban de maldad.

Soth asió la espada con fuerza y elevó una plegaria a los dioses del Bien.

—Os lo he advertido —repitió luego, dirigiéndose a la horda.

Los goblins avanzaron hacia él, pero se detuvieron a una consigna que sonó desde la retaguardia. Muchos volvieron la mirada hacia el personaje que había dado la orden y se apartaron; desde el fondo del pasillo avanzaba el rey de todos ellos con la armadura chirriando a cada paso.

A diferencia de sus súbditos, que no medían más de la mitad de Soth, el rey era casi tan alto como un hombre de estatura media, pero tenía la piel roja brillante y el rostro enjuto como los demás. La armadura lo hacía parecer más musculoso, y la firmeza de su paso denotaba que estaba acostumbrado a desenvolverse con soltura incluso en la batalla más encarnizada.

No era la primera vez que Soth veía a esas criaturas; hasta se había enfrentado a ellas en combate alguna vez, y sabía que eran orgullosos, hábiles y certeros, ajenos a la idea de perder con honor así como a la de la clemencia con los enemigos vencidos.

—Arroja la espada, caballero —ordenó el rey, alzando la maza de clavos en gesto de intimidación—. Voy a romperte el cráneo y terminaremos de una vez.

—Me alegra saber que habláis la lengua de los humanos —replicó Soth después de tragarse el nudo que tenía en la garganta—, porque me entenderéis cuando os diga que yo no me rindo jamás. Libera a mis compañeros y devuélveme las reliquias a las que tu tribu no tiene derecho alguno; sólo entonces me marcharé.

—¿Y si no te las devuelvo?

Las enseñanzas de un viejo caballero le vinieron a la memoria espontáneamente: «Ante las tribus goblins vale más amenazar directamente a su rey o jefe para evitar mayor derramamiento de sangre. Vencido el rey, es fácil que los demás se dispersen, porque para ellos la muerte de sus superiores significa que los dioses no están complacidos».

El caballero se enderezó y apuntó la espada hacia el suelo, en señal de desdén para el rey goblin.

—Si no sueltas a mis compañeros o no me entregas los objetos que legítimamente pertenecen a mi Orden, te retaré en combate singular. Como caballero, me asiste el derecho a exigírtelo, y tú como guerrero estás obligado a aceptar, a menos que me temas. —Hizo un esfuerzo y sonrió—. En cuyo caso, combatiré con tu campeón.

—No te temo, humano —repuso el rey tras un momento de perplejidad.

Levantó la maza por encima de la cabeza y vociferó unas órdenes; los goblins arremetieron contra Soth.

—Pero no estoy tan loco como para enviar a uno solo de los míos contra tu espada —añadió por encima del griterío.

Soth abatió al primero que se acercó lo suficiente, y rajó desde el hombro hasta el estómago al segundo. El suelo se tornó resbaladizo por la sangre derramada de los soldados muertos, que formó un charco a los pies del justiciero; el pánico lo dominó un instante que bastó para que la punta de una lanza lo sorprendiera, y el sílex se le hundió en la pierna. Tumbó al atacante de un golpe, pero enseguida otro goblin lo hirió en la espalda; perdió la fuerza del brazo izquierdo y la cabeza comenzó a darle vueltas.

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