Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Kulchek era un hombre errante —comenzó—, ladrón sutil y gran amante, que llevaba las riendas de su destino con vigor en sus propias manos. Viajaba por Barovia antes de haber burlado al gigante para conseguir la mano de su hija, antes de haber cruzado el pasillo de cuchillas para robar los objetos del orfebre del oro e incluso antes de haber matado a los nueve boyardos que intentaron reducirlo a la esclavitud. —Sonrió con calidez—. Como veis, mi señor, fue un gran héroe gitano. Su sangre corría por las venas de
madame
Girani, y por las mías también.
—¿Y eso qué tiene que ver con el portal? —inquirió Soth irritado.
—Hace mucho que no escucháis las historias de los bardos —subrayó sin inmutarse por la impaciencia de su interlocutor—. Si no comprendéis a Kulchek, de nada os servirá pasar el portal. —Magda interpretó el silencio del caballero como aceptación del hecho y volvió a empezar su enrevesado relato—. Como dije, Kulchek viajaba por Barovia antes de realizar sus famosas proezas. Sobre él pesaba una maldición, ¿sabéis?, según la cual no podía dormir dos veces en el mismo lugar. En las regiones que más le gustaban, movía la cama todas las noches hasta que ya no le quedaba sitio donde descansar, y entonces tenía que irse a otra parte. Por eso vivió en tantas tierras y erró por tantos países. Junto a él iba
Sabak
, el fiel perro cuyas patas dejaban huellas ardientes en las piedras cuando iba de caza. En la mano llevaba a
Gard
, un garrote que él mismo se había hecho del árbol que se levantaba en la cima de la montaña más alta. Como el árbol crecía tan cerca de los dioses, tan sólo un arma podía penetrar su madera: la daga
Novgor
, que Kulchek guardaba en la bota.
Para entonces, Magda ya había adoptado el esquema básico del relato tal como se lo habían enseñado a ella los cuentistas que iban de tribu en tribu entre los vistanis. Soth captó enseguida que la historia estaba pensada para contarla en el camino porque el ritmo del lenguaje era apropiado para acompañar un paso lento y continuado. De vez en cuando, la mujer añadía un comentario personal o una exclamación que rompía la cadencia. El caballero de la muerte había escuchado muchas historias de bardos en sus tiempos y sabía que eso era un recurso para impedir que el cuento sonara repetitivo o perdiera fuerza. Los juglares con experiencia sabían que si el auditorio se aburría no recompensaría al narrador que no lograba mantener su interés.
El relato de Magda era sencillo, aunque necesitó casi toda la tarde para completarlo. Kulchek ya había dormido una vez en cada punto de Barovia y tenía que seguir adelante. Al principio no encontraba forma de salir del condado; las nieblas rodeaban las fronteras y lo devolvían al dominio oscuro cada vez que intentaba marcharse. Pasó veinte noches sin dormir. No podía detenerse siquiera porque, no bien se adormilara, unas horribles criaturas aladas llegarían para reducir su cuerpo a pedazos. Así se cumpliría su maldición.
Al atardecer del día decimotercero, cuando Kulchek desesperaba de poder contener el sueño por más tiempo, el fiel
Sabak
descubrió una enorme rata cornuda. Kulchek había visto en una ocasión un roedor parecido a aquél, aunque en una tierra lejos de Barovia, cuyos habitantes aseguraban que dicho animal vivía única y exclusivamente allí y en ninguna otra región. El así lo creía, y mandó al perro que persiguiera a la criatura; si vivía en las proximidades, se dirigiría a su cubil, pero, si había venido de fuera, tal vez los condujera hasta el portal por donde hubiera llegado a Barovia.
Agotado por la falta de sueño, Kulchek no podía mantener el paso del perro, pero las huellas ardientes que dejaba en las piedras servían de guía a la luz crepuscular, que iba en aumento. Siguieron a la rata desde lo alto del monte Ghakis hasta el río Luna. En el punto en que el río se bifurca, el roedor astado desapareció por un agujero.
Sabak
aullaba rabioso por la pérdida de la presa.
—Y los vistanis —comentó Magda tras pensarlo un momento— aseguran que a la puesta del sol, aún se escuchan los lamentos del can en la bifurcación. —Hizo una pausa y prosiguió con su relato.
Kulchek llegó después al agujero por donde había escapado la rata y, furioso como estaba, golpeó la tierra con
Gard
; la porra molió las piedras y abrió enormes grietas en el suelo. Entonces, desde las entrañas del subsuelo, unas voces llegaron a los oídos de
el Errante
, voces de más de cien hombres que reían y gritaban alegremente. Comprendió que la madriguera debía de llegar a un lugar donde se celebraba una velada subterránea, y quizá también al portal, y comenzó a despejar de porquería una amplia zona con ayuda de
Gard
. Allí, a unos cuatro metros de profundidad, encontró dos grandes puertas de hierro; estaban entreabiertas, pero un candado colosal y una enorme cadena de metal viejo y oxidado cerraban el paso a seres mayores que la rata.
Esos obstáculos carecían de importancia para un ladrón tan experto como Kulchek. Sacó la daga
Novgor
que jamás se empañaba y terminaba en una punta fina como una aguja, y con su ayuda abrió el candado tan rápidamente como si hubiera tenido la llave. El pasadizo que cruzaba las puertas y se hundía en la tierra era oscuro y húmedo. Kulchek se arrastró sin ruido hacia las voces con
Sabak
pegado a sus talones. Avanzaron kilómetro a kilómetro por el lúgubre corredor hasta llegar a una sala de enormes dimensiones iluminada por más antorchas de las que había visto en toda su vida, que proyectaban una luz casi cegadora.
Cien hombres sentados en torno a mesas largas comían y bebían; entre los pies de cada uno se acurrucaba una rata, que devoraba las migajas de comida y sorbía los chorros de cerveza que caían del banquete.
Detrás de todos, en el extremo opuesto de la sala, se levantaba una puerta rodeada de llamas azules y doradas que dejaba entrever un extraño paisaje. Se hallaba ante el acceso que había buscado durante tantos días y noches de vigilia.
Los cien hombres se pusieron en pie dispuestos a matar a Kulchek, pues su misión en la vida consistía en impedir el paso a quien pretendiera cruzar el portal.
El Errante
sabía que la falta de descanso jugaría en su contra en el combate, de modo que sondeó su rápido intelecto en busca de una solución inmediata.
Sin darles tiempo a desenvainar las espadas, Kulchek esgrimió su impoluta daga ante los guardianes con el filo de lado. La luz de las innumerables antorchas se reflejó en la pulida hoja brillante y cegó a cincuenta guerreros, a los que
el Errante
mató antes de que se adelantaran un paso más. Cada vez que moría uno, una rata cruzaba el portal a través del fuego y salía ilesa al extraño paisaje.
La muerte de cincuenta le pareció que inclinaba la balanza a su favor y se enfrentó a la carga de los guerreros restantes armado con
Gard
. Cada porrazo descabezaba a un hombre, y
el Errante
no tardó en verse rodeado de cuerpos, que
Sabak
se encargaba de apartar para que no estorbaran a su amo en la lucha.
—Y así, Kulchek
el Errante
venció a los cien hombres y halló la salida de Barovia —concluyó Magda con voz ronca por el prolongado relato.
El sol había descendido en el cielo y alargaba las sombras tras Magda y Soth, que continuaban por el camino. El río corría cerca de ellos, y el murmullo continuo y apaciguador de las aguas subrayó el final del cuento gitano. El Luna asomaba a intervalos entre los altos juncos y, de vez en cuando, los viajeros notaban que unos rasgados ojos de reptil los observaban con cautela desde los oscuros carrizos espinosos. En la otra orilla, unas siluetas de mayor tamaño se vislumbraban con frecuencia entre los árboles.
—Entonces, ¿os ha servido de algo el relato? —inquirió Magda. Se protegió los ojos del sol poniente—. Al menos ha servido para pasar la tarde. —El caballero no respondió, aminoró el paso e inclinó la cabeza como para escuchar mejor. La vistani, ofendida, bebió un trago de la cantimplora—. Al menos podríais…
—Silencio —ordenó Soth con una mano levantada como si fuera a golpear a la mujer; enseguida la bajó—. No mires, pero nos siguen desde hace un rato.
La expresión de su rostro despertó la curiosidad de la muchacha, que tuvo que esforzarse para no volver la cabeza.
—¿Es otro hombre lagarto?
El caballero negó con la cabeza.
—Es un animal pequeño, del tamaño de un niño; puede que sea lo mismo que viste al salir del pueblo. —Un matiz de placer salvaje tiñó la voz del guerrero—. No me gusta ser juguete de nadie, pero este rastreador misterioso se ha acercado por fin y ahora sabremos de quién se trata. Necesito confiar en ti, Magda. Haz lo que te diga.
—¿Confiar? —El término la sorprendió—. Sí…, sí, claro —replicó.
—¿Ves aquella curva delante, donde los árboles ensombrecen el sendero? Al llegar ahí, quiero que sigas caminando haga yo lo que haga. Ya te diré cuándo parar.
No era difícil seguir la pista, ya que el caballero de la muerte dejaba un rastro de fetidez sepulcral pegado a la tierra por donde pasaba. No, aunque sus pasos no hollaban el terreno al caminar, el muerto resultaba mucho más sencillo de rastrear que la vistani que llevaba de guía. Como todos los gitanos, la chica conocía muy bien el bosque y no dejaba huellas fáciles de detectar. «¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí!
Magda
».
La bestia tensó los finos labios correosos hacia atrás en un gesto feroz. «Si al caballero no le importa, la dejaré colgada junto al camino para que la encuentre Strahd. Así refrenaremos un poco el mal humor del señor de los vampiros. Todo el mundo sabe ya que con matar a un Girani la gratitud de Strahd está asegurada, y sólo un insensato subestimaría ese poder».
En el sendero, lord Soth levantaba una mano contra la chica, listo para golpearía, y el corazón de la bestia se aceleró. ¡El caballero se había cansado por fin de su cháchara!
Avanzó entre los juncos un poco más deprisa. El rumor del agua amortiguaba el poco ruido que hacía, y el barro blando acogía sus pies con benevolencia sofocando más aún el sonido de las pisadas. Olisqueó el aire con recelo.
«Si está enfadado —se decía la bestia con alegría—, a lo mejor me deja que me coma el corazón. Y hace tanto tiempo que no pruebo sangre vistani…».
La mente de la bestia se perdió en el recuerdo de las víctimas del pasado. Cuando volvió otra vez a la realidad, las presas habían rebasado una curva del camino, y se apresuró a darles alcance. El caballero era muy cauteloso y, en más de una ocasión desde que habían abandonado el pueblo, había intentado dejar pistas falsas, aunque la bestia nunca perdió el rastro hediondo.
El rastreador misterioso se internó en el bosquecillo buscando la pista entre las sombrías raíces de los árboles. Nada se movía en la oscuridad, ninguna criatura se escondía entre el barro. Captó el rastro con el olfato: primero el del caballero y después el de Magda; ambos se habían adentrado en la espesura.
Se arrastró entre la maleza con precaución, atento al menor reflejo plateado que delatara un filo oculto y a las emanaciones de miedo y expectación de un posible atacante al acecho dispuesto a sorprenderlo desde las sombras. Pero el olor seguía siendo el mismo; habían atravesado el bosque sin detenerse siquiera.
Por fin, la bestia vio el camino otra vez, si es que el sendero lleno de barro que había escogido la vistani podía llamarse así. Magda caminaba despacio bajo la luz del sol, pero no se veía al caballero por ninguna parte. El pánico se apoderó de la bestia, que comenzó a mirar frenéticamente de derecha a izquierda. Un repentino soplo de aire le llevó el fuerte tufo de podredumbre desde atrás, pero, sin darle tiempo para volverse, una mano de hielo le rodeó el cuello.
—¿Dónde está tu amo? —preguntó el caballero de la muerte mientras salía de las sombras de un roble deforme. La habilidad para cobijarse en la oscuridad y trasladarse de una sombra a otra le resultaba muy útil. Se había ocultado en la negrura del bosque, a cubierto de los extraordinarios sentidos del perseguidor—. ¿Dónde está Strahd von Zarovich? —rugió.
Unos dedos atrofiados terminados en gruesas garras arañaban el guantelete de la mano de Soth. Sin gran esfuerzo, el caballero levantó en el aire a la pequeña y fornida criatura y la lanzó al camino. La luz crepuscular hizo visible la horrenda naturaleza del ser que los había seguido. Era de constitución fuerte, pero no medía más de un metro desde la cabeza a los pies; se apoyaba en unas patas inadaptadas para la carrera, pero soberbias para cavar y escalar, y de sus anchos hombros salían unos brazos cortos y muy musculosos. Llevaba un fardo vapuleado sobre la espalda, salpicado de barro e infestado de pinchos.
Un cuello tan corto que parecía inexistente servía de base a la cabeza, cuyos rasgos, semejantes a los humanos, se achataban hasta recordar a los de un animal salvaje. Los ojos estaban muy separados entre sí y eran de un color negro intenso como los de un muñeco. El hocico canino terminaba en una especie de trufa negra y húmeda cuyas aletas aún permanecían abiertas de rastrear al caballero. Las orejas redondas se pegaban al ancho cráneo, y una hilera de dientes afilados y puntiagudos asomaba en la boca. Todo su cuerpo, incluido el rostro, estaba cubierto por un grueso manto de pelo corto, marrón grisáceo en casi todas las partes, pero con rayas marfileñas bajo el hocico y una ancha banda que iba del hocico a la nuca.
En total, la bestia se parecía a un horripilante cruce de hombre pequeño y tejón.
—No sirvo a Strahd, lord Soth —declaró con una voz semejante al gruñido de un oso—. He venido en vuestra ayuda.
—Has venido espiándonos desde la aldea —corrigió el caballero observando el rostro del ser con atención. Le parecía encontrar algo conocido, pero no sabía qué—. Actúas como un espía, no como un aliado.
—Los lobos que iban tras vos… —ladró con una especie de risa—,
ésos
sí que eran espías, señor caballero. Yo los maté, os lo aseguro, y eso es una buena prueba de amistad. —Se levantó y se rascó el cuello con una mano en forma de zarpa—. Por otra parte, ya nos hemos visto antes.
La bestia se convulsionó unos momentos y se dobló sobre el estómago atacado por el dolor. El pelo que le cubría el rechoncho cuerpo desapareció de la piel como absorbido desde las entrañas. Los brazos y piernas se alargaron, y los rasgos de la cara se humanizaron o, más exactamente, se aproximaron a los de un enano. La trufa se convirtió en una nariz chata, y el pelo hirsuto en bigotes y pobladas patillas. En sus ojos apareció un color marrón como de tierra recién removida que dotó su expresión de inteligencia. Finalmente, se pasó la mano por la calva, que era siempre el último punto en volver a la normalidad, y asintió satisfecho.